TEOLOGIA DE SAN PABLO
JOSEPH A. FITZMYER, SJ
BIBLIOGRAFÍA
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2 CONTENIDO
INTRODUCCIÓN
Finalidad, límites, problemas (§ 3-9)
Trasfondo del pensamiento paulino (§ 10-21)
I. Influencias farisaicas y rabínicas (§ 10)
II. Helenismo (§ 11)
III. La revelación de Pablo (§ 12-14)
IV. Pablo y la tradición primitiva (§ 15-19)
V. Experiencia apostólica de Pablo (§ 20-21)
PERSPECTIVAS DOMINANTES
Soteriología paulina (§ 22-97)
I. El evangelio de Pablo (§ 27-34)
II. El plan del Padre en la historia de la salvación (§ 35-51)
III. Función de Cristo en la historia de la salvación
A) Preexistencia del Hijo (§ 53-58)
B) «Kyrios» (§ 59-67)
C) Pasión, muerte y resurrección (§ G8-74)
D) El Señor y el Espíritu (§ 75-79)
IV. Efectos del acontecimiento salvífico (§ 80)
A) Reconciliación (§ 81-82)
B) Expiación (§ 83-89)
C) Liberación redentora (§ 90-93)
D) Justificación (§ 94-97)
Antropología paulina (§ 98-148)
I. El hombre antes de la venida de Cristo (§ 98)
A) El pecado (§ 99-104)
B) La ley y los espíritus (§ 105-116)
C) El hombre ( § 117-123)
II. El hombre en Cristo (§ 124)
A) La fe (§ 125-127)
B) El bautismo (§ 128-132)
C) Incorporación a Cristo (§ 133-144)
a) Expresiones con preposición (§ 134-138)
b) Cuerpo de Cristo (§ 139-144)
D) La eucaristía (§ 145-148)
Eclesiología y ética paulinas (§ 149-166)
I. La Iglesia (§ 149-156)
II. Exigencias de la vida cristiana (§ 157-166)
INTRODUCCIÓN
FINALIDAD, LÍMITES, PROBLEMAS
3 Un bosquejo de la teología de san Pablo debe tener en cuenta el carácter de los escritos del Apóstol, que no ofrecen una exposición sistemática de su pensamiento. La mayor parte de los escritos de Pablo fueron compuestos ad hoc, es decir, para salir al paso y solucionar situaciones concretas por carta. Pablo desarrolló en sus cartas algunos temas doctrinales y exhortó a sus iglesias a una práctica más intensa de la vida cristiana. Casi todas las cartas existentes constituyen un ejemplo de esa doble finalidad. Esta dualidad de objetivos explica por qué Pablo pudo mezclar en ellas elementos de la revelación, fragmentos del kerigma primitivo, enseñanzas de Cristo, interpretaciones del AT, su concepción personal del acontecimiento Cristo y hasta sus propias opiniones particulares. Por tanto, cualquier intento de formular la «teología» paulina debe procurar tener presentes los diversos matices de pensamiento y expresión del Apóstol.
Por otra parte, presentar la «teología paulina» es admitir que la concepción paulina de la experiencia cristiana no es sino una entre las diversas teologías que existen en el NT. Es necesario respetar la teología de Pablo y no confundirla con la de Juan, Lucas o la de cualquier otro. Es preciso estudiarla en y por sí misma. Esta advertencia no significa que sea imposible una teología del NT o que haya que esperar contradicciones entre Pablo y otros autores del NT. Los libros del NT atestiguan una fe en un solo Señor, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos (Ef 4, 5-6); una teología que explique esa única fe no es algo imposible. Pero su exposición será más rica si respetamos los matices de cada uno de los autores del NT.
4 Un bosquejo de la teología paulina es una sistematización del pensamiento del Apóstol en unos cauces en que él mismo no lo presentó. Si esta sistematización violenta su pensamiento con categorías que le son extrañas o intenta solamente destacar los dicta probantia en favor de un sistema teológico de origen distinto, tendrá escaso valor. El empeño de sintetizar el pensamiento de Pablo debe respetar en todo lo posible sus categorías, teniendo en cuenta el grado diferente de sus afirmaciones y el contexto distinto en que Pablo las formuló. Por tanto, el principio que oriente este bosquejo no puede ser extrínseco, ya sea aristotélico, tomista, hegeliano o heideggeriano.
5 Aunque el objetivo principal de esta síntesis es una exposición descriptiva de la concepción paulina de la fe cristiana, también se propone ser una exposición teológica normativa. Sobre todo, intentamos determinar lo que Pablo quería decir cuando escribía a los cristianos destinatarios de sus cartas, pero también pretendemos descubrir lo que significa su teología para los cristianos de hoy. Este trabajo no es únicamente un estudio del pensamiento de Pablo, como podría abordarlo un historiador de las religiones (fuera agnóstico o creyente); no se propone determinar lo que enseñó Pablo, las influencias que sufrió o cómo se compaginan sus enseñanzas con la historia general de las ideas judías, helenísticas o cristianas. La teología de Pablo es una exposición de la herencia bíblica inspirada que han recibido los cristianos, y la palabra de Dios expuesta en sus escritos conserva todavía un sentido existencial para la fe de los hombres de hoy. De esta manera, la teología de Pablo es una parte de la teología bíblica normativa, del mismo modo que la teología bíblica forma parte de la teología normativa como tal. Existen dos polos en la teología bíblica: uno descriptivo, el otro normativo.
6 Es importante subrayar que «el sentido de la fe para los hombres de hoy» no puede ser algo totalmente diferente del sentido que Pablo buscó para sus coetáneos. Cualquier tentativa, en la interpretación de Pablo, que no reconozca la radical homogeneidad que existe entre su sentido de la fe «ahora» y «entonces» impide transmitir su mensaje inspirado a los hombres de hoy. Una exposición de la teología paulina que pretenda ser válida debe averiguar ante todo qué es lo que Pablo quiso decir, y en este sentido debe ser una exposición descriptiva. Los medios para conseguirlo no son ni la lógica ni la metafísica de un sistema filosófico ajeno a él, por legítima y provechosa que pueda parecer esta vía de interpretación para otros propósitos. Los medios que hay que emplear son más bien los de la investigación psicológica, histórica y literaria, unidos a una empatía de la fe cristiana. En otras palabras: quien intente trazar las líneas de la teología de Pablo en una exposición descriptiva debe participar de la misma fe de Pablo y buscar a través de ella la forma de determinar el sentido que tiene hoy. Aunque el teólogo bíblico, al trabajar por descubrir lo que Pablo quiso decir, se vale de los mismos instrumentos de interpretación que el historiador de las religiones (o el intérprete de cualquier documento antiguo), la diferencia de su trabajo estriba en que está convencido de que, por mediación de Pablo, «el único Señor... y el único Dios y Padre de todos nosotros» (Ef 4,5-6) le está comunicando, a él y a los hombres de su tiempo, un mensaje inspirado. Su punto de partida fundamental está en el carácter inspirado del corpus paulino, que es una cuestión de fe. Intenta exponer la doctrina de Pablo y la concepción de la fe cristiana de manera significativa y apropiada a los cristianos de épocas posteriores.
7 Esta empatía de la fe cristiana se expresa a veces en términos de «analogía de la fe», expresión que proviene, en última instancia, del mismo Pablo (Rom 12,6). Dicha expresión no puede emplearse para afirmar que toda la fe cristiana se encuentra en los escritos paulinos ni que su pensamiento debe interpretarse con arreglo al sentido del desarrollo dogmático posterior, con todas sus precisiones y matices concretos. Si una idea embrionaria formulada por Pablo dio origen, con el tiempo, a un ulterior desarrollo dogmático a causa de una situación polémica o una decisión conciliar de la Iglesia, eso no es óbice para que se la considere como embrionaria. Puede darse el caso de que esa idea embrionaria esté expresada por Pablo de una manera vaga y «abierta»; estando así formulada, pudo desarrollarse de una manera o de otra, según nos es posible hoy apreciar sirviéndonos de criterios filológicos. Sin embargo, el ulterior desarrollo dogmático eliminó esa apertura de formulación por lo que se refiere a la tradición cristiana. Con todo, esto no significa que el historiador del dogma o el teólogo dogmático pueda afirmar que este desarrollo posterior sea el significado exacto del texto de Pablo. Ningún investigador tiene el carisma de poder leer más que un exegeta o teólogo bíblico en un texto paulino «abierto». Entender la «analogía de la fe» de tal manera que atribuyamos a Pablo un sentido desarrollado con posterioridad sería falsear al Apóstol y la autonomía inspirada de su concepción y formulación. La analogía hay que concebirla más bien según la fe bíblica total de, Pablo. Naturalmente, el teólogo bíblico no se contenta con la interpretación de unos pasajes particulares en su contexto inmediato (es decir, mediante la exégesis), sino que busca la expresión del mensaje paulino total, que va más allá del contexto y abarca también el sentido y significado relacional de las expresiones paulinas.
Aunque la teología bíblica normativa es una parte del amplio campo de la teología cristiana, goza de su propia autonomía de formulación y concepción. Ciertamente, es sólo inceptiva; pero también es privilegiada, porque tiene como tarea el formular de manera sistemática lo que los testigos inspirados de la primitiva tradición expresaron a su modo. Se ocupa inmediata y exclusivamente de la única forma de tradición cristiana garantizada por el distintivo divino del carisma de la inspiración. Huelga decir que, para el cristiano, la acción del Espíritu ha salvaguardado el auténtico desarrollo dogmático posterior de toda contradicción con las formulaciones y concepciones que se encuentran como en germen en los escritos paulinos. Sin embargo, esta salvaguarda no significa que la flor completa esté ya en la semilla; de ahí la necesidad de respetar la teología paulina en sí misma.
8 Este bosquejo de la teología del Apóstol tiene en cuenta diez cartas del corpus paulino. La teología de Heb constituye un problema aparte y no debería tratarse con la teología de Pablo. Asimismo, el material existente en Act sobre las enseñanzas de Pablo únicamente puede emplearse con fines comparativos debido a la impronta lucana que tiene. Las «cartas pastorales» plantean otro problema, originado por la polémica actual en torno a su autenticidad. Hemos seguido la tendencia de algunos autores católicos modernos al omitir en este resumen de la teología paulina los datos que nos proporcionan tales cartas, excepto en algunos puntos que juzgábamos necesarios para poder cotejar (las referencias a ellas van entre paréntesis). Por lo demás, distribuimos las cartas de Pablo en tres grupos cronológicos: cartas primeras: 1-2 Tes (50-51 d. C.); grandes cartas: Gál, Flp, 1-2 Cor, Rom (54-58 d. C.); cartas de la cautividad: Flm, Col, Ef (61-63 d. C.).
9 Admitimos cierta evolución en la teología de Pablo desde un grupo de cartas a otro (evolución que se debe a muchos factores). Quizá esta evolución ha de entenderse más bien en términos de énfasis, pero se puede apreciar cierta evolución en su concepción del acontecimiento Cristo a medida que pasamos de un grupo a otro. Así, por ejemplo, en las cartas primeras solamente existe una conexión extrínseca entre la resurrección gloriosa del cristiano y la resurrección de Cristo (1 Tes 4,14: Dios se llevará consigo, por Jesús, a los que han muerto). Esto se afirma en una descripción apocalíptica del ésjaton, que refleja la escatología primitiva de la primera Iglesia. En las grandes cartas el énfasis se desplaza hacia una conexión más estrecha entre la pasión, muerte y resurrección de Cristo y la salvación del hombre. Por medio de la pasión, muerte y resurrección, Cristo se convierte en una «fuerza» (dynamis) que produce en el creyente cristiano una nueva vida que le asegura finalmente su resurrección y vida «con Cristo». También descubrimos la concepción paulina de esta nueva vida como «justificación» del hombre, aspecto jurídico que aparece con ocasión de la controversia de los judaizantes en la Iglesia primitiva. Existe además un cambio en las ideas de Pablo acerca de la muerte y el destino del cristiano (2 Cor 5,16-21). Finalmente, en las cartas de la cautividad, Pablo llega a una concepción más plena del Cristo resucitado, en el sentido de que él confiere a la historia del hombre una plenitud y dimensión cósmica que antes no se había ni sospechado. No solamente el universo está referido a esta visión cósmica de Cristo, sino la misma Iglesia.
E: B. Allo, L'évolution de l'évangile de Paul: VP 1 (1941), 48-77, 165-93; G. Ebeling, The Meaning of «Biblical Theology»: JTS 6 (1955), 210-25; L. V. Lester-Garland, The Sequence of Thought in the Pauline Epistles: «Theology» 33 (1936), 228-38; J. Lowe, An Examination of Attempts lo Detect Developments in St. Paul's Theology: JTS 42 (1941), 129-42; A. Richardson, Historical Theology and Biblical Theology: CanJT 1 (1955), 157-67; R. Schnackenburg, La teología del NT (Bilbao, 1966), 11-15; C. Spicq, L'avénement de la théologie biblique: RSPT 35 (1951), 561-74; K. Stendahl, Biblical Theology, Contemporary: IDB 1, 418-32.
TRASFONDO DEL PENSAMIENTO PAULINO
Podemos considerar cinco factores que influyeron en la teología de Pablo, aunque no todos tienen la misma importancia.
10 I. Influencias farisaicas y rabínicas. Los pasajes polémicos en que Pablo rechaza decididamente la ley no pueden ocultar el hecho de que incluso el Pablo cristiano recordaba con orgullo su vida como judío de tradición farisaica, educado en Jerusalén (Flp 3,5-6; Gál 1,14; 2 Cor 11,22). Esta fuerte influencia de su educación judía explica por qué Pablo piensa y se expresa en imágenes y categorías veterotestamentarias. También da razón de su empleo constante del AT (que cita explícitamente unas noventa veces). Aunque usa el AT frecuentemente de la manera parecida a los escritos de Qumrán y a las obras rabínicas primitivas, generalmente lo cita según la traducción de los LXX. A veces, lo mismo que los rabinos, acomoda o da nuevo sentido a los textos del AT (Hab 2,4 en Rom 1,17 o Gál 3,11; Gn 12,7 en Gál 3,16; Ex 34,34 en 2 Cor 3,17), o los alegoriza (Gn 16,15; 17,16 en Gál 4,21ss), o los saca de su contexto original (Dt 25,4 en 1 Cor 9,9), o prescinde claramente de su sentido literal (Sal 68,19 en Ef 4,8). El uso que hace Pablo de1 AT no se ajusta a nuestro concepto moderno de citar la Escritura. Su forma de interpretar puede parecernos ligera, pero está de acuerdo con e1 modo de interpretar el AT entre los judíos de su tiempo y debemos aceptarla como tal. El hecho de que estuviera inspirado por el Espíritu para interpretar la Escritura de esta manera no significa que su interpretación manifieste siempre un sentido (literal) oculto o más profundo, que de otro modo no hubiéramos sospechado. La educación rabínica de Pablo le permitía acomodar a veces los textos. También sus antecedentes judíos son la causa de que cite el AT para subrayar la unidad de la acción divina en las dos economías, pues con frecuencia lo aduce como anuncio del evangelio cristiano (Rom 1,2) o como preparación de la venida de Cristo (Gál 3,24). Y aunque contrapone la «letra (o la ley) y el Espíritu» (Rom 2,27.29; 7,6-7; 2 Cor 3,6-7), el AT sigue siendo para él el instrumento a través del que Dios habla a los hombres (1 Cor 9,10; 2 Cor 6, 16.17; cf. Rom 4,23). La mayor parte de su teología (en sentido estricto, como doctrina sobre Dios) y su antropología (doctrina sobre el hombre) revelan claramente las influencias judías que actúan sobre Pablo.
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11 II. Helenismo. Si aceptamos la tesis de W. C. van Unnik, Pablo, aunque nació en Tarso, fue llevado a Jerusalén y allí fue educado bajo la tutela de Gamaliel en las tradiciones de los padres (cf. Act 22,3; cf. 26, 4-5; 23,6; Flp 3,5; Tarsus or Jerusalem: The City of Paul's Youth [Londres, 1962]). Esta reconstrucción de la juventud de Pablo obligaría a un nuevo planteamiento del influjo de la cultura helenística en su teología. Significaría que el arameo fue la lengua en que se educó y que el griego fue su segunda lengua. Todo esto explicaría por qué su griego no es la koiné literaria y contiene a veces aramaísmos (cf. W. C. van Unnik, «Vox theologica» 14 [1943], 117-26).
No obstante, existen pruebas del influjo del mundo griego en su estilo y en su utilización de los LXX. Pablo conocía la lengua griega y tenía, hasta cierto punto, una educación griega. Si no llegó a ser un rhetor profesional, su forma de expresión revela, algunas veces al menos, el influjo de la retórica griega. Se aprecian huellas de la forma de argumentación empleada por los estoicos y cínicos, llamada diatribē: discurso desarrollado en un estilo familiar y de conversación que con frecuencia entraba en viva discusión con un adversario ficticio; la estructura de la frase, en estos discursos, es breve y concisa y está salpicada de preguntas; el desarrollo está cuajado de antítesis y expresiones paralelas. Tenemos buenos ejemplos en Rom 2,1-20 y 1 Cor 9. Muchas de las antítesis literarias de Pablo han sido atribuidas a influencia griega (cf. J. Nélis, NRT 70 [1948], 360-87). Hubo tiempos en que estuvo de moda atribuir a los antecedentes helenísticos de Pablo expresiones tales como «Señor», «Hijo de Dios», «cuerpo», «carne y espíritu», «misterio», así como imputar al gnosticismo helenístico el empleo que hace Pablo de «Adán» y «hombre», el mito del redentor, la preexistencia, la instrumentalidad en la creación, etc. Sin embargo, se ha demostrado en tiempos recientes que muchos de estos conceptos eran corrientes en el judaísmo palestinense del siglo I, el cual no se mantenía completamente aislado del mundo helenístico. Todo el problema de la influencia de la cultura helénica en el pensamiento y en la teología de Pablo necesita hoy un nuevo planteamiento. Pablo vivió aproximadamente unos diez años en un clima helenístico, después de su conversión y antes de su primera misión, en centros culturales como Damasco, Tarso y Antioquía. Esta atmósfera griega no puede pasarse por alto. Su influjo se echa de ver en las metáforas e imágenes. Mientras las imágenes literarias de Jesús reflejan la vida campesina de Galilea, Pablo suele usar imágenes propias de una cultura urbana, especialmente helenística. Se sirve de la terminología política de su tiempo (Flp 1,27; 3,20; Ef 2,19), hace referencia a los juegos griegos (Flp 2, 16; 3,14; 1 Cor 9,24-27; 2 Cor 4,8-9), emplea términos comerciales (Flm 18, Col 2,14) y jurídicos (Gál 3,15; 4,1-2; Rom 7,1-3), habla del comercio de esclavos en el mundo griego (1 Cor 7,22; Rom 7,14) y de la celebración helenística en honor del Emperador (1 Tes 2,19). (Cf. F. W. Beare, CanJT 5 [1959], 84-85).
R. Bultmann, Paulus und der Hellenismus: TLZ 72 (1947), 77-80; J. Jeremias, The Key to Pauline Theology: ExpT 76 (1964-65), 27-30; J. Klausner, From Jesus to Paul (Londres, 1946), 450-66; W. L. Knox, St. Paul and the Church of the Gentiles (Cambridge, 1939); Some Hellenistic Elements in Primitive Christianity (Londres 1944); M. Pohlenz, Paulus und die Stoa: ZNW 42 (1949), 69-104; B. Rigaux, Saint Paul et ses lettres, 35-43.
12 III. La revelación de Pablo. La teología de Pablo se vio influida, sobre todo, por la experiencia que tuvo en el camino de Damasco y por la fe en Cristo resucitado, como Hijo de Dios, que creció a partir de esa experiencia. Los actuales investigadores del NT son menos propensos que los de generaciones pasadas a considerar aquella experiencia como una «conversión» explicable de acuerdo con los antecedentes judíos de Pablo o con Rom 7 (entendido como relato biográfico). El mismo Pablo habla de esta experiencia como de una revelación del Hijo que le ha concedido el Padre (Gál 1,16). En ella «vio a Jesús, el Señor» (1 Cor 9,1, cf. 1 Cor 15,8; 2 Cor 4,6; 9,5). Aquella revelación del «Señor de la gloria» crucificado (1 Cor 2,8) fue un acontecimiento que hizo de Pablo, el fariseo, no sólo un apóstol, sino también el primer teólogo cristiano. La única diferencia entre aquella experiencia, en que Jesús se le apareció (1 Cor 15,8), y la experiencia que tuvieron los testigos oficiales de la resurrección (Act 1,22) consistía en que la de Pablo fue una aparición ocurrida después de Pentecostés. Esta visión le situó en plano de igualdad con los Doce que habían visto al Kyrios. Más tarde Pablo hablaba, refiriéndose a esta experiencia, del momento en que había sida «tomado» por Cristo Jesús (Flp 3,12) y una especie de «necesidad» le impulsó a predicar el evangelio (1 Cor 9,15-18). El comparó esa experiencia con la creación de la luz por Dios: «Porque el Dios que dijo: ‘De la tiniebla, brille la luz’, es el que brilló en nuestros corazones para resplandor del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro de Cristo» (2 Cor 4-6).
El impulso de la gracia de Dios le urgía a trabajar al servicio de Cristo; no podía «cocear» contra este aguijón (Act 26,14). Su respuesta fue la de una fe viva, con la que confesó, juntamente con la primitiva Iglesia que «Jesús es el Señor» (1 Cor 12,12; cf. Rom 10,9; Flp 2,11). Pero esa experiencia iluminó, en un acto creador, la mente de Pablo y le dio una extraordinaria penetración de lo que él llamó más tarde «el misterio de Cristo» (Ef 3,4).
13 Esta «revelación» (Gál 1,16) dejó grabada en Pablo, primero, la unidad de la acción de Dios para la salvación de todos los hombres, unidad que se manifiesta en la antigua y en la nueva economía. Resultado de aquel encuentro con Cristo resucitado fue que Pablo no se hiciera marcionita, rechazando el AT. El Padre que reveló su Hijo a Pablo era el mismo Dios a quien Pablo, el fariseo, siempre había servido. Era el creador, el señor de la historia, el Dios que continuamente salvó a su pueblo Israel y demostró ser señor fiel a la alianza a pesar de las infidelidades del pueblo. Probablemente porque había sido un fariseo preocupado con las minucias de la ley, nunca manifestó Pablo una comprensión profunda de aquella «alianza». Pero su experiencia en el camino de Damasco no alteró su compromiso fundamental con el «único Dios». De hecho, su teología (en el sentido estricto del término), su cosmología y su antropología revelan que Pablo seguía siendo judío en sus principales puntos de vista.
Segundo: aquella visión le enseñó el valor soteriológico de la muerte y resurrección de Jesús Mesías. Si la teología de Pablo no cambió fundamentalmente, su cristología sí que cambió. Pablo, como judío que era, compartía las esperanzas mesiánicas de su tiempo; anhelaba la venida de un mesías (con unas características determinadas). Pero la aparición de Jesús le enseñó que el Ungido de Dios ya había venido en la persona de «Jesús, que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25). Antes de tener la experiencia en el camino de Damasco, Pablo sabía con toda certeza que Jesús de Nazaret había sido crucificado, «colgado en un árbol» y, por tanto, había sido «maldito», en el sentido de Dt 21,23. Y ésta era, sin duda, una de las razones por las que no podía aceptar, como fariseo, a Jesús como Mesías. Jesús era para Pablo «piedra de escándalo» (1 Cor 1,23), un anatematizado por la misma ley que él observó tan celosamente (Gál 3,13; cf. 1,14; Flp 3,5-6). Pero la revelación que tuvo cerca de Damasco dejó profundamente grabado en él el valor soteriológico y vicario de la muerte de Jesús de Nazaret, de una manera que él antes no había sospechado. Con una lógica que sólo un rabino sería capaz de comprender, Pablo vio a Cristo Jesús cargando sobre sí con la maldición de la ley para cambiarla en su contrario, en bendición, de suerte que llegó a ser el medio de liberar a los hombres de la maldición de la ley. La cruz, que había sido piedra de escándalo para los judíos, se convirtió para él en «poder y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,18-25). En adelante miraría al crucificado, «Señor de la gloria», como su Mesías exaltado.
Tercero: aquella visión dejó grabada en Pablo una nueva concepción de la historia de la salvación. Antes de su encuentro con Jesús, el Señor, Pablo consideraba la historia del hombre dividida en tres grandes etapas: 1) desde Adán a Moisés (período sin ley); 2) desde Moisés hasta el Mesías (periodo de la ley); 3) edad mesiánica (período en que el Mesías legislaría de nuevo). Pero la experiencia en el camino de Damasco le enseñó que la edad mesiánica ya había empezado. Todo ello introdujo una nueva perspectiva en su concepción de la historia de la salvación. El ésjaton, tan ansiadamente esperado, ya había dado comienzo (aunque todavía tenía que realizarse la etapa definitiva, que él esperaba en un futuro no demasiado lejano). El Mesías aún no había venido en su gloria. Pablo constató entonces que él (con todos los cristianos) se encontraba en una doble situación: por una parte, consideraba la muerte y resurrección de Jesús como la inauguración de la nueva etapa; por otra, seguía anhelando su venida en gloria, su parusía.
14 Por consiguiente, mucho más que sus antecedentes farisaicos o sus raíces culturales helenísticas, aquella revelación de Jesús dio a Pablo una visión inefable del «misterio de Cristo», que le hizo capaz de configurar su «evangelio» y de predicar la buena nueva de una forma que era peculiarmente suya.
Sin embargo, Pablo no comprendió inmediatamente todas las implicaciones de la visión que le fue concedida. Solamente le proporcionó un discernimiento básico, que había de iluminar todo lo que tenía que aprender sobre Jesús y su misión entre los hombres, no sólo en la tradición de la primitiva Iglesia, sino en su experiencia apostólica personal al predicar a «Cristo crucificado» (Gál 3,1).
P.-H. Menoud, Revelation and Tradition: The Influence of Paul's Conversion on His Theology: Interpr 7 (1953), 131-41; también, VerbC 7 (1953), 2-10; J. Munck, The Call, en Paul and the Salvation of Mankind (Londres, 1959), 11-35; E. Pfaff, Die Bekehrung des h. Paulus (Roma, 1942); B. Rigaux, Saint Paul et ses lettres, 63-97; H. G. Wood, The Conversion of St. Paul: NTS 1 (1955-56), 267-82.
15 IV. Pablo y la tradición primitiva. Si bien la inspiración más importante de la teología de Pablo fue la revelación que recibió en el camino de Damasco, este acontecimiento no fue la única fuente de su conocimiento sobre Cristo y el movimiento cristiano. El no fue el iniciador de ese movimiento, sino que se unió a él después que habían comenzado sus esfuerzos misioneros. Cabe, pues, afirmar a priori que Pablo heredó de la tradición primera de la Iglesia algunas ideas al menos sobre Cristo. En primer lugar, esta observación parece estar en contradicción con lo que él mismo dice en Gál sobre el origen de su evangelio: que nadie se lo había enseñado, sino que más bien le vino a través de una revelación de Jesucristo (1,11.15-17; 2,6). Con todo, en este punto debemos ser especialmente cautos ante los matices de las expresiones y afirmaciones de Pablo, teniendo en cuenta que estos pasajes de Gál fueron escritos en el calor de la controversia. Pablo había sido atacado y acusado de no ser un verdadero apóstol y de predicar una falsa versión del evangelio a causa de su actitud frente a la ley. Cuando Pablo escribió Gál, se esforzó, por consiguiente, en poner de relieve su misión apostólica divina, directa y no delegada, y el origen divino de su evangelio.
Sin embargo, este énfasis de Pablo no nos debe conducir a oscurecer lo que se encuentra en otros lugares de sus cartas. Porque existen de hecho indicios claros de su dependencia de la tradición apostólica de la primitiva Iglesia: de su kerigma, su liturgia, sus himnos, sus fórmulas de confesión, su terminología teológica y su parénesis. En las cartas de Pablo podemos encontrar fragmentos del kerigma primitivo (1 Tes 1,10; Gál 1,3-4; 1 Cor 15,2-7; Rom 1,2-4; 2,16; 8,34; 10,8-9). Pablo incorporó elementos de la primitiva liturgia, por ejemplo, la fórmula eucarística (¿de origen antioqueno?; 1 Cor 11,23-25); plegarias, como «Amén» (1 Tes 3,13; Gál 6,18; cf. 1 Cor 14,16; 2 Cor 1,20), «Maranatha» (1 Cor 16, 22), «Abba, Padre» (Gál 4,6; Rom 8,15); doxologías (Gál 1,5; Flp 4,20; Rom 11,36; ¿16,27?; Ef 3,21), e himnos (Flp 2,6-11; Col 1,15-20; Ef 5,14 [cf. 1 Tim 3,16]). Sus fórmulas de confesión son un eco de las que se hacían en la primitiva Iglesia: «Jesús es el Señor» (1 Cor 12,13; Rom 10,9), «Jesús es el Cristo» (1 Cor 3,11). También recibió en herencia cierto número de términos teológicos, como el título de Kyrios, «Hijo de Dios»; la palabra «apóstol»; la expresión baptizō eis, «iglesia de Dios», etc. Por último, ciertas partes exhortativas de sus cartas dan a entender, por la terminología que emplea, que Pablo está haciendo suyo un material, parenético o catequético, extraído del uso corriente (1 Tes 4,1-12; 1 Cor 6,9-10; Gál 5,19-21; Ef 5,5-21).
16 Además, se dan casos en que Pablo llama la atención explícitamente sobre el hecho de estar transmitiendo lo que él «ha recibido» (paralambanō). Cf. 1 Cor 11,2.23; 2 Tes 2,15; 3,6; 1 Cor 15,1.3; 1 Tes 2,13; Gál 1,9.12; Flp 4,9; Rom 6,17). Emplea el vocabulario técnico de la tradición, equivalente al de las escuelas rabínicas (māsar le, «transmitir a»; qibbēl min, «recibir de»). Apela a las costumbres de las iglesias (1 Cor 11,16) y recomienda fidelidad a la tradición (1 Cor 11,2; 15,2; 2 Tes 2,15). O. Cullmann ha manifestado (RHPR 30 [1950], 12-13) su sorpresa al ver a Pablo aplicando ideas tan desacreditadas a la moral normativa y a los preceptos doctrinales, sobre todo si tenemos en cuenta que Jesús rechazó radicalmente la paradosis de los judíos (cf. Mc 7,3ss; Mt 15,2). Evidentemente se trataba de algo a lo que Pablo no se consideraba autorizado a renunciar.
17 Otra faceta de la dependencia de Pablo con respecto a la tradición de la primitiva Iglesia se echa de ver en su conocimiento de lo que Jesús hizo y enseñó. Pablo no da prueba alguna de haber conocido personalmente a Jesús en su ministerio terrestre (ni siquiera 2 Cor 5,16 implica que le hubiera conocido). Tampoco podemos imaginar que a Pablo se le concediera, en el momento de su conversión, una visión cinematográfica de ese ministerio de Jesús. Es digna de notar la escasez de conocimientos que tenía sobre Jesús, el rabí de Galilea, o sobre lo que se había escrito en los evangelios acerca de él. Una razón de ello es la fecha tan temprana de las cartas de Pablo (casi todas fueron escritas antes de que los evangelios tomaran la forma actual que conocemos). Pero una razón mucho más importante está en el énfasis que Pablo pone, sin haber sido testigo ocular, en los efectos salvíficos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, que trascienden los datos meramente históricos. Su interés radica más en estos acontecimientos clave de la vida de Jesús que en detalles acerca de su modo de vida, su ministerio y su personalidad, o incluso de su mensaje. Es verdad que ocasionalmente alude a Jesús o cita algún dicho de Jesús (1 Tes 4,2.15; 1 Cor 7,10 [cf. 25]; 9,14; 13,2; Rom 12,14; 13,9; 16,19; cf. D. M. Stanley, CBQ 23 [1961], 26-39; W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism, 136-41); tales citas revelan que algunos dichos de Jesús habían entrado ya a formar parte del kerigma. No obstante, Pablo presenta con frecuencia estos dichos como palabras «del Señor» (Kyrios), título que manifiesta la dimensión trascendente que les concedió Pablo. El no se interesa por el Jesús histórico como maestro, profeta o fuente cronológica y primer eslabón de la cadena de tal transmisión. Lo que le preocupa es el Señor exaltado, que es el verdadero agente de toda la tradición que se desarrolla en el seno de la Iglesia apostólica. Por esta razón identifica con el Kyrios lo que en realidad ha tomado de la comunidad primitiva. El Kyrios mismo trabaja en esa transmisión y, como tal, es el «fin de la ley» y la sustitución de la paradosis de los judíos. De hecho, se dice que el mismo Kyrios es recibido por la paradosis de la primitiva Iglesia (Col 2,6).
18 Pablo hace referencia a muy pocos detalles de la vida de Cristo: Jesús nació de una mujer bajo la ley (Gál 4,4), fue traicionado (1 Cor 11,23), instituyó la eucaristía (1 Cor 11,23), sufrió el tormento de la cruz (Gál 2,20; 3,1; Flp 2,5; 1 Cor 2,2.8 ), murió (1 Cor 15,3 ), fue sepultado (1 Cor 15,4), resucitó de entre los muertos (1 Cor 15,4) y subió a los cielos (Ef 4,9) (1 Tim 6,13 hace alusión al testimonio que da Jesús ante Pilato). Además, estos escasos acontecimientos no están narrados de un modo directo o a la manera de los evangelistas, sino consignados en contextos de carácter peculiarmente teológico o kerigmático. Es posible que Pablo recibiera de la primitiva Iglesia esta síntesis de los últimos días de la vida de Jesús, pero también es probable que conociera algunos detalles ya antes de su conversión.
19 Estos rasgos de las cartas de Pablo nos dan a entender que su información provenía de las tradiciones de las primeras iglesias (Jerusalén, Damasco, Antioquía). Incluso la visita que hizo a Jerusalén, donde quince días con Cefas (Gál 1,18), confirmaría esta suposición. En caso, aquella información recibió siempre la impronta de la visión y del enfoque personal de Pablo.
W. Baird, What is the Kerygma?: JBL 76 (1957), 181-91; O. Cullmann, The Earliest Christian Confessions (Londres, 1949); Paradosis et Kyrios: Le probleme de la tradition dans le paulinisme: RHPR 30 (1951), 12-30; ScotJT 3 (1950), 180-97; C. H. Dodd, The Apostolic Preaching and Its Developments (Londres, 1962) B. Gerhardsson, Memory and Manuscript: ASNU 22 (Lund, 1961), 288-323; M. Goguel, De Jésus á l'apótre Paul: RHPR 28-29 (1948-49), 1-29; A. M. Hunter, Paul and His Predecessors (Filadelfia, 1961), 15-57; B. Rigaux, Le vocabulaire chretien antérieur á la premiére épitre aux Thessaloniciens: SP (Gembloux, 19).11, 2, 380-89.
20 V. Experiencia apostólica de Pablo. Otro de los factores que influyó en el desarrollo de la teología de Pablo fue su experiencia como apóstol, misionero del evangelio y fundador de iglesias a través de Asia Menor y Europa. Es difícil sopesar concretamente en qué medida moldearon su concepción del cristianismo su experiencia práctica y sus contactos personales con judíos y gentiles. Pero sería inexplicable no plantear, por lo menos, la cuestión. ¿Habría escrito Pablo sobre la justificación o sobre las relaciones entre evangelio y ley del modo que lo hizo si no hubiera sido por el problema de los judaizantes con que se encontró? El sentido real del alcance universal de la salvación cristiana se le fue aclarando, probablemente, en su trabajo constante con los judíos que rehusaban aceptar su mensaje y con los gentiles que lo aceptaban. Desde sus cartas más tempranas se manifiesta consciente de la situación de privilegio que tienen los judíos en el plan divino de salvación (1 Tes 2,14; cf. Rom 1,16; 2,9-10; Ef 2,13-22; 3,6). Pero es en las cartas de la cautividad donde Pablo formula por primera vez el estatuto de judíos y gentiles con respecto a la Iglesia y a su estrecha relación con Cristo, que es entonces el kosmokratōr (por aplicar a Cristo un título adecuado, aunque no paulino). Estos aspectos de la «inexhaustible riqueza del misterio de Cristo» (Ef 3,8) surgieron en la conciencia de Pablo sólo como resultado de su intensa actividad misionera en la última década de su vida. Los problemas con que tropezó en la fundación y gobierno de cada una de las iglesias locales fueron, casi con toda certeza, la causa de su creciente conciencia sobre el significado de la Iglesia (en sentido universal y trascendente). También hay que atribuir a su experiencia apostólica una serie de referencias al mundo helenístico, que aparecen en diversas exposiciones de su doctrina (cf. 1 Cor 8,5; 10,20-21; 12,2; Gál 4,9-10; Col 2,18-19).
T. H. Campbell, Paul's «Missionary Journeys» as Reflected in His Letters: JBL 74 (1955), 80-92; F. W. Maier, Paulus als Kirchengründer und kirchlicher Organisator (Wurzburgo, 1961).
21 Todo lo que Pablo recibió en herencia de su mundo judío, de sus contactos con el helenismo y lo que, más tarde, extrajo de la tradición de la primitiva Iglesia y de su experiencia misionera personal fue transformado de manera inigualable por la visión del misterio de Cristo que adquirió en el camino de Damasco. Los demás autores del NT podrían alegar también antecedentes judíos o contactos con el mundo helenístico, pero ninguno de ellos puede alcanzar la comprensión profunda que tuvo Pablo del acontecimiento Cristo, excepto quizá Juan.
PERSPECTIVAS DOMINANTES
SOTERIOLOGIA PAULINA
22 E1 concepto clave, en torno al cual debe organizarse toda la teología de Pablo, es Cristo. La teología de Pablo es cristocéntrica. Es una soteriología, sí, pero la fascinación que ejerce Cristo en Pablo hace que sea una soteriología cristocéntrica. Esto puede parecer demasiado evidente, pero hoy es necesario insistir en ello. Pablo formuló su mensaje de modo parecido: «Dios se complació en salvar a los creyentes por la locura de la predicación [kerygma]. Puesto que los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, nosotros, en cambio, predicamos un Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los paganos: pero para los llamados, judíos o griegos, Cristo es poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,21-25; cf. Rom 1,16; 2 Cor 4,4). Esta «narración de la cruz» (1 Cor 1,18) pone de relieve el lugar central que ocupa Cristo en el evangelio de Pablo. Por tanto, cualquier tentativa de buscar un principio organizador de su teología que no sea Cristo mismo será forzosamente inadecuado.
23 Subrayamos este punto porque la obra de R. Bultmann sobre la teología de Pablo (TNT l, 185-352), excelente por otros conceptos y justamente alabada, ha adoptado un principio diferente. Bultmann explica la teología de Pablo como una antropología, como una doctrina sobre el hombre.
Su obra tiene dos partes principales: el hombre anterior a la revelación de la fe y el hombre bajo la fe. En la primera parte (el hombre anterior a la fe) estudia los conceptos antropológicos de Pablo: sōma (cuerpo), psychē (alma), pneuma (espíritu), zōē (vida), mente y conciencia y corazón. La segunda sección de esta parte está dedicada a los conceptos «carne, pecado y mundo» e incluye estudios sobre la creación y el hombre, sarx (carne), carne y pecado, pecado y muerte, universalidad del pecado, kosmos (mundo) y ley. En la segunda parte (el hombre bajo la fe) aborda la justicia de Dios (el concepto de justicia, la justicia en cuanto realidad presente, la justicia en cuanto justicia de Dios, la reconciliación), la gracia (la gracia como acontecimiento, la muerte y resurrección de Cristo suceso de salvación, la palabra, la Iglesia, los sacramentos), la fe (su estructura, vida de fe, la fe como acontecimiento escatológico) y la libertad (liberación del pecado y vida en el Espíritu, liberación de la ley y actitud del cristiano para con los hombres, liberación de la muerte). Estos títulos y subdivisiones son un indicio del esfuerzo constante que hace Bultmann por presentar el material de Pablo en unas categorías bíblicas.
24 No obstante, esta exposición es casi exclusivamente un desarrollo de las ideas paulinas de Rom, a las cuales queda subordinado todo lo demás. Bultmann reduce la teología de Pablo a una antropología, siendo así que ésta no constituye nada más que una parte de aquélla, y no la más importante. En la concepción paulina, el hombre sólo puede ser comprendido teniendo en cuenta el acontecimiento Cristo (cf. Rom 7,24—8,2). En cambio, en la presentación de Bultmann, la función de Cristo se ve reducida al mínimo: no sólo su función en la vida de los hombres en particular (puesto que los sucesos salvíficos del primer Viernes Santo y de1 Domingo de Resurrección han sido desmitologizados hasta el punto de quedar también deshistorizados), sino además su función en las dimensiones colectivas y cosmológicas de la historia de la salvación (por ejemplo, en Rom 9,11, pasaje que Bultmann no valora suficientemente). Esta reducción de la función de Cristo proviene de la oposición a admitir una «etapa objetiva» en la redención del hombre y del interés por remodelar la teología de Pablo en términos fenomenológicos. Concediendo que hoy se debe admitir cierta dosis de desmitologización en el NT, una exposición de teología paulina debe tener en cuenta que Pablo consideró el acontecimiento Cristo como la clave de la historia del hombre.
N. A. Dahl, Die Theologie des Neuen Testaments: TRu 22 (1954), 21-49, especialmente 38-45; R. H. Fuller, The New Testament in Current Study (Nueva York, 1962), 54-63; E. Käsemann, Neutestamentliche Fragen von heute: ZThK 54 (1957), 12-15; R. Marlé, Bultmann et l'interprétation du Nouveau Testament (París, 1956).
25 Si la teología de Pablo es predominantemente una cristología, importa también hacer hincapié en su carácter funcional. Pablo no se ocupó de la constitución intrínseca de Cristo in se; predicó a «Cristo crucificado», a Cristo en lo que significa para el hombre. «Vosotros sois hijos de Dios por vuestra unión en Cristo Jesús, que de parte de Dios se ha hecho para nosotros sabiduría, justicia, santidad y redención» (1 Cor 1,30). Este «Cristo crucificado», aunque está descrito con las imágenes literarias propias de los ambientes culturales del mundo judío y helenístico de la época e incluso ornamentada con mitos, aún tiene vigor para los hombres del siglo XX. Para comprender bien el pensamiento de Pablo no debemos simplemente desmitologizar lo que dice; más bien sería necesaria una remitologización de la mentalidad del siglo XX para que el hombre pueda comprender lo que Pablo quiso decir en su tiempo y, en consecuencia, lo que quiere decir hoy; o, para decirlo con otras palabras, lo que se necesita no es una desmitologización que elimine, sino que interprete.
26 En nuestro propósito de ofrecer un desarrollo genético al exponer la teología de Pablo, comenzaremos con la palabra que él mismo solía emplear para designar su mensaje acerca de Cristo, su «evangelio». Tomando ésta como punto de partida, podemos adentrarnos en los diversos aspectos del contenido de su mensaje.
27 I. El evangelio de Pablo. Euaggelion, coma «buena nueva de Jesucristo», es un término que tiene una significación específicamente cristiana y, casi con toda seguridad, Pablo la desarrolla como tal en la primitiva comunidad cristiana (cf. W. Marxsen, Der Evangelist Markus [FRLANT 67; Gotinga, 1959], 83-92; pero cf. E. Molland, Das paulinische Euangelion: Das Wort und die Sache [Oslo, 1934], 37). Pablo emplea este término con más frecuencia que cualquier otro autor del NT; aparece cincuenta y cuatro veces en sus cartas (y seis veces más en las cartas pastorales). En general, viene a designar su presentación personal del acontecimiento Cristo.
Pablo no entendía por evangelio algo que se pareciese al Evangelio de Lucas. Eusebio pensaba que, cuando Pablo decía «mi (nuestro) evangelio», se refería al que Lucas había recopilado a partir de la predicación del Apóstol (HE; 3.4, 7 [GCS 9/1.194]). La interpretación de Eusehio tenía como causa la creencia de que el Evangelio de Lucas era un resumen de la predicación de Pablo (Ireneo, Adv. haer., 3.1, 1; Tertuliano, Adv. Marc., 4.5 [CSEL 47, 431]; Orígenes en Eusebio, HE 6.25-6 [GCS 9/2.576]). Pero este modo de concebir el tercer Evangelio es una interpretación demasiado simple de la expresión de Pablo «mi evangelio», no el resultado de una fácil extrapolación de la relación existente entre Marcos y Pedro. Puesto que Lucas era compañero de Pablo (Col 4,14), se pensó que era a Pablo lo que Marcos a Pedro: un compilador de su predicación (cf. T. E. Bleiben, JTS 45 [1944], 134-40).
28 El hecho de que se rechace esta interpretación del evangelio de Pablo no quiere decir que, cuando él habla de «mi evangelio» (Rom 2, 16; 16,25 [2 Tim 2,8]; cf. Gál 1,8.11; 2,2) o de «nuestro evangelio» (1 Tes 1,5; 2 Tes 2,14; 2 Cor 4,3; cf. 1 Cor 15,1), esté anunciando un evangelio completamente peculiar o distinto del de los demás apóstoles. El conoce un solo evangelio (Gál 1,6) y lanza una maldición contra quien se atreva a anunciar otro diferente (Gál 1,8). No obstante, el evangelio de Pablo no fue proclamado en forma de relatos sobre lo que Jesús dijo o hizo. Para él, el evangelio es Jesucristo mismo.
Pablo habla de «mi evangelio» porque era consciente de la gracia especial del apostolado que había recibido para predicar la buena nueva de Cristo. A la manera de los antiguos profetas (Jr 1,5; Is 49,1), se consideró destinado por Dios para esta misión desde el seno materno (Gál 1,15; Rom 1,1; 1 Cor 1,17) y «se dedicó» al evangelio como a una valiosa posesión (1 Tes 2,4; Gál 2,7). Se hizo «servidor» del evangelio (diakonos, Col 1,23; cf. Ef 3,7) y experimentó una gran «necesidad» (anagkē, 1 Cor 9,16) de proclamarlo. Consideró que la predicación del evangelio era un acto cultual y sacerdotal ofrecido a Dios (leitourgos, hierourgōn, Rom 1,9; 15,16). Jamás se avergonzó de él (Rom 1,16); antes bien, padecer encarcelamientos a causa de él constituía para Pablo una «gracia» (charis, Flp 1,7.16) (En 2 Tim 1,10 Pablo aparece como «heraldo, apóstol y maestro» del evangelio).
29 Aunque Pablo emplea algunas veces el término euaggelion para designar la acción de evangelizar (Flp 4,3.15; 1 Cor 9,14b-18b; 2 Cor 2,12; 8,18), generalmente viene a significar el contenido de su mensaje: lo que predica, proclama, anuncia, propone o enseña. Estos son precisamente los verbos que emplea con dicho término (cf. E. Molland, op. cit., 11-12, 41-42). Extrañamente, su contenido nunca es el «reino de Dios» sin más, como en Mt, sino que lo define como «evangelio de Cristo, (1 Tes 3,2; Gál 1,7; Flp 1,27, etc.), «evangelio de nuestro Señor Jesús» (2 Tes 1,8) o «evangelio de su Hijo» (Rom 1,9). Pero, incluso en estas expresiones, el genitivo puede designar al autor u origen, pues Jesús es para Pablo el origen (cf. 2 Cor 5,20; Rom 15,18) y el objeto del evangelio que se anuncia. El contenido de su evangelio es, sobre todo, Jesucristo, el Kyrios de todos los hombres que ha resucitado: «No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor» (2 Cor 4,5); «la buena noticia de la gloria de Cristo» (2 Cor 4,4). «Pues todas las promesas de Dios, en él tuvieron su ‘sí’» (2 Cor 1,20).
Las formulaciones más completas de su evangelio son un eco del kerigma de la primitiva Iglesia (1 Cor 15,1-7). Aquí Pablo apela explícitamente a la forma o palabras (tíni logō) con que él anunció el evangelio a los corintios. La misión de Cristo está subrayada de modo significativo: «Cristo murió por nuestros pecados». Trae a la memoria las Escrituras, la sepultura, la resurrección y las apariciones. En Rom 1,3-4, nuevo eco del kerigma, anuncia al Hijo de Dios nacido del linaje de David, pero glorificado, después de la resurrección, como Hijo con poder y espíritu de santidad. La esencia del evangelio reside en esto: en el acento que pone en los efectos salvíficos de la muerte y resurrección de Jesucristo según las Escrituras. Pablo anuncia un Hijo a quién Dios «ha resucitado de entre los muertos, Jesús, el que nos libra de la ira que viene» (1 Tes 1,10). La formulación de su evangelio en términos del kerigma primitivo lo preservó de transformarse en un evangelio diferente (Gál 1,6); por esta razón fue el único evangelio que proclamaba la Iglesia primitiva toda entera.
30 Pero la concepción específicamente paulina del evangelio aparece en la presentación del mismo como fuerza salvífica introducida por Dios en el universo del hombre. No es un mero conjunto de proposiciones reveladas acerca de Cristo que los hombres deban comprender intelectualmente y prestarles su asentimiento, sino que es «el poder de Dios [dynamis theou] para salvación de todo el que crea» (Rom 1,16). En otras palabras: el evangelio no proclama solamente el acontecimiento redentor de la muerte y resurrección de Cristo, sino que es una fuerza que se comunica y propaga a los hombres. En cierto sentido, constituye él mismo un acontecimiento redentor cuando hace su llamada a los hombres. Pablo lo llama, sorprendentemente, «poder de Dios», expresión que emplea a1 referirse a Cristo mismo (1 Cor 1,24). Por eso «predicar a Cristo crucificado» es «predicar el evangelio». Ambas realidades, Cristo y el evangelio, comunican la generosidad salvífica del Padre a los hombres. El evangelio es el instrumento de que se sirve el Padre para dirigirse a los hombres, pidiéndoles una respuesta de fe y amor. Esta es la razón de que el evangelio sea «evangelio de Dios» (1 Tes 2,2.8.9; 2 Cor 11,7; Rom 1.1; 15,16); es, también, su «don», su «gracia» (2 Cor 9,14-15). Así, Pablo puede escribir a los tesalonicenses que su «evangelio no se les predicó solamente con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo y con mucha eficacia» (1 Tes 1,5; cf. 1 Cor 4,20). A causa del «poder de Dios», el evangelio no se anuncia sin la asistencia del Espíritu de Dios. Y por esta «buena noticia de salvación» los creyentes son sellados con la promesa del Espíritu Santo, que es «arras de nuestra herencia» (Ef 1,13). Por el evangelio los hombres están ya salvados (1 Cor 15,2).
31 Otra nota típicamente paulina del evangelio es su destino y aplicación universales. En Rom 1,16 Pablo lo presenta como una fuerza salvífica «para todo hombre que cree», y añade: «primero para el judío, y luego para el griego». La salvación de los gentiles por medio del evangelio formaba parte de su gran concepción de Cristo resucitado: «para que yo anunciara la buena nueva de Cristo a los paganos» (Gál 1,16). Con el tiempo, Pablo constató que «no hay diferencia entre judío y griego, pues e1 mismo Señor es de todos, rico para todos los que le invocan» (Rom 10,12; cf. 11,11-25). Por tanto, siempre que Pablo habla de su «evangelio», se refiere a Jesús, el Kyrios, que es el poder de Dios para la salvación de todos los hombres, tanto judíos como griegos; porque, incluso la Escritura, «previendo que Dios justificaría por fe a los paganos, anunció a Abrahán la buena noticia de que en ti serán benditas todas las naciones» (Gál 3,8).
32 Otro aspecto del evangelio paulino lo constituye la concepción que tiene de él como «misterio» o «secreto» (mystērion). Este aspecto nos introduce más en lo profundo del contenido del evangelio acerca de Cristo, desarrollando la visión total del mismo como revelación. Porque en el evangelio se nos revela el plan salvífico de Dios, que se realiza en Cristo Jesús. El término mystērion aparece, de manera especial, en los contextos en que se hace alusión al evangelio como revelación o manifestación (obsérvese su empleo con los verbos apokalyptein, gnōrizein, phaneroun, lalein, etc.).
El empleo más antiguo que hace Pablo del término mystērion (2 Tes 2,7) no tiene nada que ver con el evangelio, ya que aquí Pablo se refiere al «misterio de iniquidad», proyecto satánico de trabajar en el mundo y que culminará en la aparición del «impío» (ho anomos; cf. P. Furfey, CBQ 8 [1946], 179-91; M. Brunec, VD 35 [1957], 3-33; J. Schmid, TQ 129 [1949], 323-43). Pero las primeras veces que aparece el término después nos revelan su identificación con el evangelio. Pablo habla del «misterio de Dios», equiparándolo con «Jesucristo crucificado» (l Cor 2,1-2; pero cf. app. crit.) de la misma manera que había relacionado su evangelio con Cristo crucificado (1 Cor 1,17-23). Pablo es el «administrador» que dispensa las riquezas de este misterio (1 Cor 4,1; cf. 13,2; 14,2). Su evangelio se llama así porque revela un plan de salvación, ideado por el Padre y oculto en Dios desde toda la eternidad (1 Cor 2,7). Este plan ha sido llevado a efecto ahora en Cristo Jesús, y los cristianos han recibido su revelación por medio de los apóstoles y santos profetas de la nueva economía. Comprende la salvación del género humano, haciendo partícipes a los gentiles de la heredad de Israel. Incluso la relativa dureza de Israel forma parte de este mystērion (Rom 11,25). Oculto en Dios por mucho tiempo, el plan salvífico está más allá de la comprensión de los hombres mortales, incluidas las autoridades de este mundo. Pero ahora ha sido dado a conocer «al pueblo santo de Dios» y al misma Pablo, para que lo anuncie a los gentiles y así les pueda hacer partícipes da las riquezas inagotables del «misterio de Cristo» (Col 4,3). Aunque Pablo alude ya a este misterio en las grandes cartas, será sobre todo en las de la cautividad donde ponga de manifiesto su verdadero sentido, especialmente el conocimiento que tiene de la significación cósmica de la misión de Cristo. En estas cartas, el misterio nos revela que toda la creación cobra sentido en Cristo y que él es la meta de todas las cosas, porque el Padre piensa poner todo lo creado bajo el imperio de Cristo (Ef l,l0). La salvación viene a todos los hombres por medio de Cristo, por la incorporación de éstos a su cuerpo, que es la Iglesia, siendo Jesús su cabeza (cf. Col 1,26-27; 2,2; Ef 1,9; 3,4-10). En Ef 3,4-10 nos ofrece Pablo la descripción más completa de este misterio, que solamente comprendió más tarde en su vida.
33 El «misterio» paulino es cristocéntrico. De la misma manera que Pablo identifica a Cristo con el evangelio, llamándolos «poder de Dios», así también equipara a Cristo con el «misterio», llamándolos «sabiduría de Dios» (1 Cor 2,7; 1,24). En realidad, este «misterio del evangelio» es uno sólo: Cristo es el «plan secreto de Dios» (Col 1,27; 2,2). Pero, al presentar el evangelio como «misterio», Pablo quiere significar que nunca llegará a ser totalmente conocido por los hombres con los medios normales de comunicación. Como revelado que es, sólo lo podemos aprehender por la fe; e incluso una vez revelado, la opacidad de la sabiduría divina existente en él nunca se disipa completamente para los hombres. Mystērion es una noción escatológica que tiene su origen en el género apocalíptico judío, y su aplicación al evangelio confiere a éste un matiz que el término euaggelion solo no tendría (ya que es algo que se comprende plenamente sólo en el ésjaton).
34 Debido quizá a su experiencia apostólica, Pablo llegó a hablar del evangelio como mystērion, término familiar entonces en las religiones mistéricas de Grecia. No obstante, el sentido que da al término y la forma con que lo emplea revelan una dependencia no tanto de las fuentes helenísticas cuanto del AT y de los escritos apocalípticos judíos del período intertestamentario. Las raíces veterotestamentarias aparecen en la palabra hebrea sôd y en la aramea rāz (misterio) (Dn 2,18-19.27-30.47; 4,6). La última está tomada de la lengua persa y se emplea en arameo para designar la revelación que tuvo Nabucodonosor en sus sueños. La LQ ofrece abundantes paralelos del empleo paulino de mystērion, haciendo ver que las verdaderas raíces se encuentran más en el judaísmo de Palestina que en el helenismo del Asia Menor. En la LQ y en los escritos indicados, rāz significa un secreto escatológico de Dios y abarca la creación, la historia del mundo, el fin de los tiempos y el juicio. Cuando Pablo lo emplea, especialmente en Col y Ef, mystērion cuenta con estos presupuestos de la literatura apocalíptica judía, pero la creación, la historia del mundo y el ésjaton se encuentran ya envueltos en el gran «misterio de Cristo», que trae la salvación a todos los hombres.
A. E. Baker, St. Paul and His Gospel (Londres, 1949); R. E. Brown, The Pre-Christian Semitic Concept of «Mystery»: CBQ 20 (1958), 417-43; The Semitic Background of the NT Mystērion: Bib 39 (1958), 426-28; Bib 40 (1959), 70-87; M. Burrows, The Origin of the Term «Gospel»: JBL 44 (1925), 21-33; A. M. Hunter, The Gospel According to St. Paul (Londres, 1966); O. A. Petty, Did the Christian Use of the Term «to Euaggelion» Originate with Paul? (New Haven, 1925); J. Schniewind, Euangelion (2 vols.; Gütersloh, 1927-31); E. Vogt, «Mysteria» in textibus Qumran: Bib 37 (1956), 247-57.
35 II. El plan del Padre en la historia de la salvación. El matiz de «misterio», añadido a la concepción que Pablo tiene del evangelio, nos descubre la amplia perspectiva en que realmente debe ser considerado. Pablo vio el evangelio solamente como una parte del maravilloso plan, concebido por el Padre para la salvación de los hombres, que se reveló y se hizo realidad en Cristo Jesús. Esta fue la «intención» del Padre (prothesis, Rom 9,11; 8,28; Ef 1,11; 3,11; cf. Gál 4,4) y la «voluntad» del Padre (thelēma, 1 Cor 1,1; 2 Cor 1,1; Ef 1,5). Esta manera de comprender Pablo el plan de Dios es importante porque nos permite conocer las dimensiones históricas, cosmológicas y corporativas de la salvación cristiana.
36 En algunos círculos se considera hoy que esta forma de concebir la salvación del hombre constituye el elemento mítico de la teología de Pablo. Se la mira como un brote nacido de una visión sobrenaturalista del mundo que no es realmente esencial al NT. En la medida en que cualquier descripción de un plan salvífico de Dios tiene que ser antropomórfica, se puede admitir que es mítica. Hay que hacer, sin embargo, un esfuerzo por entender lo que es el mito y no rechazarlo simplemente. La desmitologización debe interpretar, no eliminar.
37 El autor del plan salvífico no es Cristo, sino Dios Padre (ho theos). Lo que Pablo nos enseña acerca del Padre no es una teología (en sentido estricto) independiente de su cristología soteriológica. Y lo enseña preferentemente en contextos que se refieren al plan divino de salvación, «Dios se complació en salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor 1,21). El verbo «se complació» es altamente esclarecedor de esta iniciativa graciosa que Pablo nunca deja de atribuir al Padre, cuyo gran designio es la «salvación» de los hombres (1 Tes 5,9; Rom 1,16; 10,10; 11,11). Es el Padre quien «llama» a los hombres a la fe, a la salvación, a la gloria e incluso al apostolado (1 Tes 5,24; 2 Tes 2,13-14; 1 Cor 1,9; Rom 8,30). Es una «llamada» que se hace en virtud de un plan eterno (1 Tes 5,9; 2 Tes 2,13; Rom 8,28; 9,11; Ef 1,9.11; .3,11). Aunque Pablo, a veces, atribuye al Padre ciertas cualidades que parecen absolutas, casi siempre revelan algo específico de Dios para nosotros, para nuestro beneficio, ya que esas cualidades expresan aspectos de su relación con el plan divino de salvación. Así, por ejemplo, los diversos atributos que Pablo toma de su trasfondo judío: Dios «creador de todas las cosas» (Ef 3,9); el único que «llama a la existencia a lo que no existe» (Rom 4, 17); «el eterno poder y divinidad» de Dios (Rom 1,20); la «verdad» de Dios (Rom 1,25; 3,7); su «sabiduría y ciencia» (Rom 11,33); su «cólera» (Rom 1,18), y, sobre todo, su «justicia» (Rom 3,5.25).
Sí Pablo habla de la dikaiosynē theou, no debemos pensar sin más en la justicia vindicativa de Dios (en oposición a su misericordia). Este término se refiere más bien a su justicia salvífica, cualidad por la que manifiesta su liberalidad y fidelidad perdonando y juzgando a su pueblo. En el AT se nos describe con frecuencia a Yahvé como un contendiente comprometido en un litigio (rîb) contra su pueblo rebelde (Is 1,18; 3,13; 41,1; 43,26; Os 4,1; 12,2; Miq 6,2, etc.). En otros pasajes es «el justo juez». Con todo, en la literatura profética y posexílica se suele mencionar la justicia de Dios (en hebreo, sẹdeq o sedāqâ) como cualidad en virtud de la cual «perdona o juzga» a su pueblo (Is 43,26; 45,25; 50,8; Jr 12,1). Este perdón traía la «salvación», y en esta clase de literatura encontramos frecuentemente el sẹdeq de Yahvé manifestándose como «justicia salvífica» (ls 46,13; 51,5.6.8; 59,17; 45,21; Sal 36,7.11; 143, 1-2; Esd 9,15; Neh 9,33; Dn 9,7-16). Así la entiende Pablo también. Estas cualidades, por tanto, no pretenden expresar una idea de la constitución intrínseca de Dios, sino que son una indicación de las relaciones de Dios con el hombre.
J. H. Ropes, «Righteousness» and «the Righteousness of God» in the Old Testament and in St. Paul: JBL 22 (1903), 211-27.
38 La relación del Padre con la salvación del hombre cobra más relieve en la manera de concebir Pablo la relación de Dios con Cristo, ya que Dios es con frecuencia «el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo» (2 Cor 1,3; 11,31; Rom 15,6; Col 1,3; Ef 1,3; cf. 1 Cor 15,24). Tal concepción refleja los influjos del monoteísmo judío de Pablo (cf. 1 Cor 8,5-6) y también su comprensión de Cristo, el único que revela a Dios ante los hombres, porque es «imagen de Dios» (2 Cor 4,4; Col 1,15). El Padre es quien ha enviado a su Hijo a redimir a los que estaban bajo la ley (Gál 4,4). La misión del Hijo constituye para Pablo la gran prueba del amor del Padre hacia los hombres: «la prueba de que Dios nos ama es que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8; cf. 8,31). En Cristo, el hombre realiza el encuentro con el amor supremo del Padre. Su amor se ha derramado en nuestros corazones (Rom 5,5). Es «Dios quien nos ha reconciliado consigo mismo por medio de Cristo» (2 Cor 5,18). El es el «Dios vivo y verdadero» (1 Tes 1,9) a quien Pablo contempla como autor del plan eterno de salvación y a quien dirige su plegaria (Flp 1,4; 2 Cor 1,11; 9,14-15; Rom 8,27; Col 4,3-12).
Cf. J. Levie, Le plan d'amour divin dans le Christ selon St. Paul, en L'homme devant Dieu (Hom. H. de Lubac; París, 1964), 1, 159-67; K. Romaniuk, L'amour du Père et du Fils dans la sotériologie de S. Paul (Roma, 1961).
39 Para evitar que alguien saque la impresión de que la misión de Cristo fue una especie de «arreglo» de la historia del hombre, que se había desviado a causa de su pecado de rebeldía, Pablo pone de relieve que este plan salvífico fue ideado por el creador (Ef 3,9) incluso antes de la fundación del mundo (Ef 1,14). Después de un largo período, durante el cual la paciencia de Dios soportó los pecados de los hombres y el olvido en que le tenían (Rom 3,23.25; 1,21 [la etapa de la «sabiduría» humana, 1 Cor 1,21; Rom 1,20; 2,14-16]), llegó el tiempo de enviar a su Hijo al mundo de los hombres (Gál 4,4) para reconciliarlos consigo mismo y darles acceso a él (Rom 5,1-2.8). Todas las promesas de Dios encuentran su «sí» en Cristo (2 Cor 1,20). El misterio del evangelio ha manifestado este plan salvífico por el que Dios reconcilia todas las cosas (tanto los hombres como las demás criaturas) consigo mismo llevando a cabo la subordinación de todas las criaturas a Cristo, el kosmokratōr. «El nos dio a conocer el misterio de su voluntad, según su complacencia, que estableció por adelantado en él, para realizarlo cuando el tiempo estuviera maduro, recapitulando todo en Cristo, lo de encima de los cielos y lo de encima de la tierra» (Ef 1,9-10) (cf. Col 1,13-20; Rorn 8,28-30). Esta visión cósmica de Cristo como cabeza del universo, que es creado por medio de él, conservado en él y que encuentra su coherencia y sentido en él, alcanza su más plena expresión en Col y Ef. No obstante, algunos de estos elementos aparecen en las primeras cartas. En Rom, Pablo contempla la creación física entera en espera de la plena realización de este plan salvífico. «La creación aguarda la revelación de los hijos de Dios. Porque la creación está sujeta a la vanidad, no queriendo, sino por el que la sujetó, con esperanza de que también la creación misma será liberada de la esclavitud de la corrupción, hacia la libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,19-21).
40 Con todo, esta meta cristocéntrica de toda la creación no es la etapa final del plan. A Cristo, como Kyrios y cabeza del universo, se le ha entregado el dominio para hacer patente ante todos su misión y exaltación en la historia salvífica del hombre. Pero, una vez que el plan divino haya alcanzado la etapa de la reconciliación de todos los hombres con Dios, «entonces será el fin». Cristo «devolverá el reino a Dios Padre, destruyendo toda primacía y toda potestad y fuerza. Pues es preciso que él reine hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies... Así, cuando se le someta todo, entonces también el propio Hijo se someterá a aquel que se lo somete todo, para que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,24-25.28). En esta concepción del plan eterno podemos ver que todo viene del Padre y a él estamos destinados (1 Cor 8,5). También explica esta concepción la jerarquía del hombre como cabeza de la mujer, Cristo como cabeza del hombre y Dios como cabeza de Cristo (1 Cor 11,3; cf. 3,21-23; Rom 14,7-9).
41 Existen otros aspectos de este plan, desarrollados por Pablo, que destacan sus dimensiones históricas y sociales. Pablo introduce, en el seno de este plan salvífico, la división tripartita de la historia humana anteriormente mencionada (n. 13, supra). La historia de la salvación se divide en tres grandes etapas: 1) de Adán a Moisés; 2) de Moisés a Cristo; 3) de Cristo a la parusía y el «fin» (Rom 4,15; 5,13; 10,4). A1 dividir de esta forma la historia del hombre, Pablo seguía una división de la duración del mundo parecida a la que conocían los rabinos. Algunos de éstos enseñaban que la duración del mundo era de seis mil años, que se repartían en dos mil años de Tohuwabohu («vacío informe»: desde Adán n Moisés), dos mil años de Torah (de Moisés hasta la venida del Mesías) y dos mil años del Mesías (cf. bSanhedrin 97b; Abodah zarah 9b; jMeg. 70d; Ep. Barnabae 15, 4). En la etapa mesiánica la Torah cesaría (bShabbath 151b; bNiddah 61b), y se esperaba que el Mesías promulgara una nueva Torah (Tg. Is 12, 3; Midr. Eccl. 2, 1; 12, 1; Tg. Ct 5, 10) (Cf. W. D. Davies, Torah in the Messianic Age and/or the Age to Come [Filadelfia, 1952], 50-94; Paul and Rabbinic Judaism, 72-73).
42 Pablo emplea una división tripartita semejante de la historia del hombre. Desde Adán a Moisés fue una etapa sin ley; los hombres pecaban, pero no existía imputación alguna a sus transgresiones. Después, desde Moisés a Cristo, reinó la ley, y a los hombres se les imputaban sus pecados como transgresiones de esa ley. Por último, la tercera etapa comenzó con Cristo, que es el «fin de la ley» (Rom 10,4). Cristo es el telos de esa ley, no sólo en el sentido de que estaba orientada hacia él (Gál 3, 24), sino también en el sentido de que es el único que puso fin a la ley (cf. Ef 2,15; Cristo «abolió la ley» [katargēsas]). El lugar de la ley de Moisés lo ocupa ahora la «ley de Cristo» (Gál 6,2), la ley del Mesías (cf. 1 Cor 9,20; Rom 13,9-10). Pablo consideraba la etapa en que le había tocado vivir como aquella en que «se produjo el fin de los tiempos» (1 Cor 10,11), es decir, cuando la etapa de la ley se encontró con la etapa del Mesías. La ley no fue nada más que el paidagōgos, «esclavo-acompañante», que guiaba a los hombres, como escolares, a Cristo (Gál 3,24).
43 Otro indicio de las fases del plan salvífico aparece en el papel que desempeñó Israel. Privilegiado con las antiguas y continuas promesas de Dios a Abrahán y su posteridad, Israel llegó a ser el instrumento elegido a través del cual los hombres alcanzarían la salvación. «Todas las naciones serán benditas por ti» (Gál 3,8; cf. Rom 4,16; Gn 18,18; 12,3). Todos los planes preparatorios de Dios con vistas a Cristo se llevaron a cabo en el seno de la nación judía: «A ellos pertenece el ser hijos de Dios, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas, los patriarcas e incluso el Mesías según la carne» (Rom 9,4-5). Pero, aunque descendía de Abrahán, Israel rechazó a Jesús como Mesías (Rom 11,15) y, por tanto, se excluyó claramente a sí mismo de la salvación, ofrecida en Cristo Jesús, a quien Pablo predicaba. Parecía como si el plan de Dios se hubiera frustrado en su momento más crucial (Rom 9,6). Pero Pablo subraya que no ha sido así, ya que la infidelidad de Israel estaba prevista por Dios y formaba parte del plan mismo. Esta aparente frustración del plan de Dios no se opone a la dirección que Dios imprime a la historia, porque tanto la infidelidad de los judíos como la vocación de los gentiles habían sido anunciadas en el AT (Rom 9,6-32). La infidelidad de Israel proviene del hecho culpable de haberse negado a aceptar a aquel en quien se inaugura ahora una nueva forma de justicia para todos los hombres; pero todo esto estaba previsto. La infidelidad es parcial (Rom 11,1-10), ya que «un resto, elegido por gracia de Dios» (Rom 11,5), ha aceptado a Jesús, el Cristo; y es sólo temporal, porque, por el mal paso de Israel, «la salvación ha ido a los gentiles, de modo que Israel tenga celos de ellos. Pues si su tropiezo es riqueza del mundo y su mengua es riqueza de los paganos, ¿cuánto más será su plenitud?» (Rom 11,11-12). De hecho, «solamente se ha endurecido una parte de Israel, mientras que no entre el conjunto de los paganos, y entonces Israel se salvará» (Rom 11,25).
A. Charue, L'incrédulité des juifs dans le NT (Gembloux, 1929), 281-333; J. Munck, Paul and the Salvation of Mankind (Londres, 1959); Christ and Israel (Filadelfia, 1967).
44 Esta perspectiva de la historia de la salvación confiere a la crístología de Pablo unas dimensiones históricas, cósmicas y sociales. La cristología paulina es histórica porque comprende todas las etapas de la historia del hombre, desde la creación hasta su consumación, porque está enraizada en la intervención de Cristo en esa historia «en la plenitud de los tiempos» (Gál 4,4) y porque da a esa historia una significación y sentido que no son inmanentes. Es cósmica porque relaciona todo el kosmos creado con la salvación del hombre en un movimiento anhelante hacia Cristo kosmokratōr, a quien el Padre ha constituido cabeza y meta de todo. Es social porque la teología paulina tiene ante la vista los efectos del acontecimiento Cristo sobre «el Israel de Dios» (Gál 6,16; cf. Rom 9,6) y porque estaba destinada a abatir la barrera existente entre judíos y griegos, reconciliando a ambos en un único cuerpo (Ef 2,14-16). Nunca cargaremos demasiado el acento sobre esta última dimensión del plan salvífico. El aspecto social de la salvación se destaca en muchos textos de Pablo, como, por ejemplo, Rom 5,12-21; 9,11; Ef 1,3-12. Debería prevenirnos de interpretar la doctrina de Pablo de manera demasiado estrecha o en un sentido exclusivamente individualista, ya sea el de una relación yo-tú entre el cristiano y Dios, o bien el de una piedad personal, o incluso el de una antropología exagerada. Este aspecto social aparece, sobre todo, en la incorporación de los cristianos a Cristo y a su Iglesia. .
45 Ninguna exposición de la historia paulina de la salvación será completa si no hace referencia a su escatología, ya que esta difícil materia pertenece, en parte al menos, a cualquier exposición que se haga del plan salvífico de Dios.
46 Si las dos primeras etapas de esa historia (desde Adán a Moisés y desde Moisés a Cristo) ya han sido clausuradas, entonces los cristianos, en cierto sentido, ya están viviendo la última de las etapas, la etapa mesiánica. Aunque el ésjaton ha sido inaugurado, podemos afirmar, desde otra perspectiva, que el «fin» no ha llegado todavía (1 Cor 15,25 [según la interpretación más probable de este versículo]). Cristo, el kosmokratōr, no reina todavía como soberano; aún no ha entregado el reino al Padre. Todo esto está en relación con la «parusía del Señor» (1 Tes 2,19; 3,13; 4,15; 5,23; 2 Tes 2,1; 1 Cor 15,23). Difícilmente podemos negar (y así lo admite con razón R. Schnackenburg, La teología del NT, 107s) que Pablo esperaba la parusía en un futuro próximo. Por otra parte, observamos a veces en sus cartas cómo va haciéndose a la idea de una muerte inminente (Flp 1,23) y de una etapa intermedia entre su muerte y su «presentación ante el tribunal de Cristo» (2 Cor 5,1-10). En cualquier caso, sin embargo, existe una etapa futura en su historia de la salvación, esté próximo o lejano el fin de ésta, y la única esperanza de Pablo es «habitar con el Señor» (2 Cor 5,8). Elementos innegables de su escatología futurista son la parusía (1 Tes 4,15), la resurrección de los muertos (1 Tes 4,16; 1 Cor 15,13ss), el juicio (2 Cor 5,10; Rom 14,10; Ef 6,8) y la gloria del creyente justificado (Rom 8,18.21; 1 Tes 2,12). Pero junto con este aspecto futurista se da el aspecto presente, por el que el ésjaton ya ha comenzado y los hombres, en cierto sentido, ya están salvados. «Aquí está ahora el tiempo propicio, aquí está ahora el día de salvación» (2 Cor 6,2). Las «primicias» (Rom 8,23) y «las arras» (2 Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14) de esta salvación son ya posesión de los creyentes cristianos. Cristo nos ha trasladado ya al reino celestial (Ef 2,6; cf. Col 2,12; Flp 3, 20). Pablo habla a veces como si los cristianos ya estuvieran salvados (Rom 8,24; cf. 1 Cor 15,2; 1,18; 2 Cor 2,15; Ef 2,8), pero otras veces insinúa que todavía tienen que ser salvados (1 Cor 5,5; 10,33; Rom 5, 9-10; 9,27; 10,9.13).
47 Esta diferencia de puntos de vista se debe, en parte, a la evolución de la mentalidad de Pablo en lo que respecta a la inminencia de la parusía. En las cartas primeras abundan las referencias al futuro; pero, con el paso del tiempo, y especialmente con la experiencia que Pablo tuvo en Éfeso, cuando estuvo muy próximo a la muerte (2 Cor 1,18; 1 Cor 15, 32) sin que la parusía hubiera tenido lugar, se amplió su concepción de la situación cristiana. Indudablemente todo esto constituye la raíz de una comprensión total del plan del Padre que solamente surge en las cartas de la cautividad.
48 La doble perspectiva de la escatología paulina ha sido expuesta de diversas maneras. Algunos, como C. H. Dodd y R. Bultmann, la calificarían principalmente como «escatología realizada». La expresión es aceptable en sí, pero hay que tener cuidado al definirla. Para Bultmann, Pablo no se interesa por la historia de la nación de Israel o del mundo; lo que le interesa únicamente es la «historicidad del hombre, la verdadera vida histórica del ser humano, la historia que cada uno experimenta por sí mismo y por la que conquista su esencia real. Esta historia de la persona humana adquiere realidad en los choques que el hombre experimenta con otros hombres o con los acontecimientos y en las decisiones que toma ante ellos» (The Presence of Eternity: History and Eschatology [Nueva York, 1957], 43). En otras palabras: los elementos futuristas de la escatología de Pablo no son nada más que un modo simbólico de expresar la autorrealización del hombre en cuanto que está liberado de sí mismo por la gracia de Cristo y se autoafirma continuamente como individuo libre en sus decisiones ante Dios. En tales actos está incesantemente «ante el tribunal de Cristo». Bultmann suprimiría así todos los elementos futuristas de la escatología de Pablo enumerados anteriormente; son simples vestigios de una visión apocalíptica de la historia que carece de sentido para el hombre del siglo XX. Pablo ha reinterpretado la historia según su propia antropología. «La visión que tiene Pablo de la historia es la expresión de su concepción del hombre» (ibíd., 41).
49 Esta interpretación de la escatología de Pablo tiene el mérito de subrayar la «crisis» (si se me permite una palabra más joánica que paulina) que el acontecimiento Cristo provoca en la vida de todo hombre. El reto de la fe se presenta a todos. Sin embargo, esta presentación de la escatología de Pablo niega de hecho algunos elementos importantes de su concepción de la historia salvífica. Si bien es cierto que la «historia sobre la que Pablo reflexiona no es solamente la historia de Israel, sino la de toda la humanidad» (ibíd., 40), no parece muy exacto afirmar que Pablo «no la considera como historia de la nación de Israel con sus alternativas de gracia divina y obstinación del pueblo, de pecado y castigo, de arrepentimiento y perdón» (ibíd.). Tal concepción de la historia paulina está dominada en exceso por las polémicas de Rom y Gál y minimiza el problema que Pablo trataba de abordar al componer Rom 9-11. Tanto la historia de Israel como su función en el destino del hombre constituyen factores que cuentan en toda la teología de Pablo y no son un teologúmeno que podamos relegar al campo del mito. Por otra parte, cuando Pablo llama a Cristo fin de la ley (Rom 10,4), no está afirmando que la historia haya alcanzado su término» (ibíd., 43); más bien parece indicar que ha comenzado una nueva etapa en la historia de la salvación, porque «el fin de los tiempos ha llegado» (1 Cor 10,11).
50 Una alternativa frente a esta «escatología realizada» es interpretar la doctrina de Pablo como «escatología inaugurada» o como «escatología que se autorrealiza» (si el «auto» se refiere al ésjaton). Porque hay que tener en cuenta que en la concepción de Pablo los cristianos viven en el ésjaton, en la etapa del Mesías. Esta etapa tiene una doblepolaridad. Es una etapa que mira hacia atrás, al primer Viernes Santo y Domingo de Pascua, y hacia adelante, a la consumación última y gloriosa cuando «estemos con el Señor para siempre» (1 Tes 4,17). Es una etapa que ha iniciado un estado de unión con Dios, antes desconocido, y otro predestinado a una unión definitiva en la gloria. Esto constituye el fundamento de la esperanza y paciencia cristianas.
51 Tal concepción de la escatología de Pablo cuenta con un modo objetivo de existencia en el que el cristiano se encuentra a sí mismo por medio de la fe, forma de existencia que ha inaugurado Cristo y que encontrará su perfección en un acontecimiento que Pablo llama la parusía del Señor. Por otra parte, esta interpretación no nos lanza a la ingenua credulidad de no tener en cuenta los residuos de metáforas y escenografías apocalípticas empleadas por Pablo para describir las formas de la parusía, la resurrección, el juicio y la gloria, que aparecen en textos como 1 Tes 4,16-17; 2 Tes 2,1-10; 1 Cor 15,51-54.
F. Guntermann, Die Eschatologie des hl. Paulus (NTAbh 13/4-5; Münster, 1932); A. M. Hunter, The Hope of Glory: The Relevance of the Pauline Eschatology: Interpr 8 (1954), 131-41; B. Rigaux, Les épitres aux Thessaloniciens (EBib; París, 1956), 213-22; H. M. Shires, The Eschatology of Paul in the Light of Modern Scholarship (Filadelfia, 1966); D. M. Stanley, The Conception of Salvation in Primitive Christian Preaching: CBQ 18 (1956), 231-54.
52 III. Función de Cristo en la historia de la salvación. Teniendo en cuenta los conceptos de evangelio, misterio y plan salvífico del Padre, debemos intentar ahora describir la función de Cristo tal como la ve Pablo. Porque si bien es verdad que Pablo considera el papel que desempeñan tanto Israel como Abrahán en la ejecución de ese plan y es consciente de que la Iglesia está profundamente implicada en él, en el pensamiento de Pablo el papel principal corresponde a Cristo. Con ello iniciamos Ia sección cristológica de nuestra exposición sobre la teología de Pablo.
53 A) Preexistencia del Hijo. Pablo llama a Jesús «el Hijo de Dios» (Gál 2,20; 3,26; 2 Cor 1,19; Ef 4,13) o «su Hijo [es decir, del Padre]» (1 Tes 1,10 [fragmento kerigmático]; Gál 1,16; 4,4.6; 1 Cor 1,9; Rom 1,3.9; 5,10; 8,3.29.32 [«su propio Hijo»]; Col 1,13 [«el Hijo de su amor»]). ¿Que quería significar él al emplear este título de «Hijo de Dios»? En sí, este título, que contaba ya con una larga historia en el Próximo Oriente, podría significar varias cosas. Los faraones egipcios eran tenidos por «hijos de Dios», porque se les consideraba descendientes del dios-sol Ra (cf. C. J. Gadd, Ideas of Divine Rule in the Ancient East [Londres, 1948], 45-50). Su empleo lo vemos también confirmado en las referencias a los monarcas asirios y babilonios. En el mundo grecorromano, emplearon este título los soberanos, especialmente en la expresión divi filius o theou huios, que se aplicaba a los emperadores romanos (cf. A. Deissmann, LAE 350-51). También en el mundo grecorromano se concedía este título a los héroes míticos o thaumaturgi (algunas veces se les llamaba theioi andres) y a los personajes históricos (como, por ejemplo, Apolonio de Tiana, Pitágoras, Platón, Dositeo de Samaría). Pueden encontrarse abundantes referencias en G. P. Wetter, Der Sohn Gottes (FRLANT 26; Gotinga, 1916). El fundamento de esta atribución, en el ámbito del mundo helenístico, era la convicción de que tales personajes tenían poderes divinos. Se ha defendido que la aplicación de este título a Jesús refleja un influjo helenístico, ya que difícilmente pudo ser empleado por el mismo Jesús o serle aplicado por la comunidad de Palestina (R. Bultmann, TNT 1, 50). Pero no es cierto en absoluto, y muchos autores lo reconocen actualmente, que el empleo de este título se deba casi exclusivamente a las iglesias helenísticas.
54 En el AT «hijo de Dios» constituye un título mitológico que se da a los ángeles (Job 1,6; 2,1; 38,7; Sal 29,1; Dn 3,25; Gn 6,2); un título de predilección hacia el pueblo de Israel tomado colectivamente (Ex 4,22; Dt 14,1; Os 2,1; 11,1; Is 1,2; 30,1; Jr 3,22; Sab 2,16; 18, 13); un título de adopción otorgado al rey (2 Sm 7,14; Sal 2,7; 89,27), a los jueces (Sal 82,6), al judío justo considerado individualmente (Eclo 4,10; Sab 2,18) e incluso quizá al Mesías (si es que se tiene como mesiánico el Sal 2,7). La duda en el último caso proviene de la carencia de un empleo claro del título para designar al Mesías. Un testimonio posible de este empleo lo tenemos en 4QFlorilegium (Midrash escatológico, documento apócrifo), que emplea 2 Sm 7,14 en un contexto que algunos autores estiman mesiánico. Cf. también 1QSa 2,11-12 (Regla de la Congregación, documento apócrifo), donde parece que se hace alusión a Dios como engendrador del Mesías (cf. JBL 75 [1956], 177, n. 28; J. Starcky, RB 70 [1963], 481-505), y Henoc 105,2 (¿adición posterior?). No obstante, ninguno de estos casos es inequívoco. La identificación de Mesías e Hijo de Dios se lleva a cabo en el NT (Mc 14,61; Mt 16,16). Cullmann opina que la fusión de ambos títulos tiene lugar por primera vez aquí, con respecto a Jesús. La idea dominante que subyace en el empleo de «Hijo de Dios» en el mundo judío era la de una elección divina para una tarea encomendada por Dios y la correspondiente obediencia a tal vocación (cf. Mt 21,28-31). Esta noción hebrea de filiación constituye el fundamento de la aplicación neotestamentaria del título a Cristo.
55 Difícilmente cabe pensar que Pablo sea el creador de este título de Cristo; él lo recibe de la primitiva Iglesia, y 1o encontramos en los fragmentos del kerigma que utiliza en sus cartas. No obstante, el empleo que hace de este título no es unívoco en sus escritos. Cuando Pablo afirma que Jesús fue «establecido hijo de Dios en poder conforme al Espíritu de santidad por la resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4), emplea el título en su sentido hebreo. En esta fórmula de fe, e1 énfasis recae sobre la expresión en dynamei (en poder), que se refiere a los plenos poderes de que goza Cristo como Kyrios después de su resurrección (cf. Act 2,36). La fórmula sería una especie de entronización mesiánica (cf. L. Sabourin, Les noms et les titres de Jésus [Brujas, 1963], 242) y expresa la misión de Jesús dotado del espíritu vivificador para la salvación de los hombres (1 Cor 15,45). Pero el empleo del título «hijo de Dios en poder» contrasta con «su Hijo» (Rom 1,3), que supone, al parecer, algo más. En otros lugares, Pablo da por supuesta, si es que no alude a ella, la preexistencia de Cristo. «Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para que rescatase a los que estábamos bajo la ley» (Gá14,4; Rom 8,3). En teoría, se podría afirmar que este «envío» no es otra cosa que un mandato divino. Pero ¿es eso todo lo que Pablo quiere dar a entender? La ambigüedad parece quedar eliminada por Flp 2,6: «El cual, siendo de condición divina» (en morphē theou hyparchōn; cf. 2 Cor 8,9). Las seis estrofas del himno judeo-cristiano que Pablo incorpora a Flp 2 versan sobre la preexistencia divina de Cristo, su humillación en la encarnación, la posterior humillación en la muerte, su exaltación gloriosa y la adoración que le rinde el universo y su nuevo nombre de Kyrios. La situación en que estaba antes de la encarnación era la de un «ser igual a Dios» (to einai isa theō).
56 Sin embargo, si exceptuamos estas alusiones a la dignidad divina o a la situación preeminente de Jesús como Hijo, que era «la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda la creación» (Col 1,15; cf. 1,17; 2,9), la mayor parte de los pasajes en que Pablo llama a Jesús el «Hijo» expresan sólo su elección divina y su dedicación completa al plan redentor del Padre. Por tanto, en teología paulina, éste es el término que mejor expresa e1 amor de Dios implicado en la salvación del hombre. Haciendo alusión veladamente al sacrificio de Isaac, Pablo afirma de Dios en Rom 8,32 que «no perdonó ni a su propio Hijo (tou idiou huiou), sino que le entregó por nosotros».
57 Este último pasaje necesita una ulterior consideración, ya que Pablo habla en él de la relación del Hijo y del Padre de una manera que trasciende cualquier soteriología funcional. En 1 Cor 15,24-25.28 Pablo describe el fin del plan salvífico, cuando Cristo será Kyrios soberano; por otra parte, «el mismo Hijo» será sometido a aquel que puso todo bajo sus pies. La función salvadora de Cristo será llevada a plenitud; con todo, Pablo siente la necesidad de definir la relación que existe entre e1 Kyrios-Hijo y el Padre. Conviene tener en cuenta e1 uso que hace de los términos theos, patēr y huios; los emplea en forma absoluta; Jesús no es «su hijo», sino llanamente «el Hijo».
58 En consecuencia, si Pablo emplea normalmente el título «Hijo de Dios» en un sentido funcional y descriptivo de la misión concedida a Cristo, no hay duda de que a veces lo emplea para expresar el origen de Cristo y sus relaciones singulares con el Padre. Por otra parte, es muy significativo el hecho de que sólo en Rom 9,5 (texto discutido) Pablo llame a Jesús theos. Aplica a Jesús una fórmula doxológica reservada fuera de aquí al Padre (Rom 1,25; 2 Cor 11,31; Ef 4,6). Posiblemente habría que añadir a este pasaje 2 Tes 1,12. La razón de que Pablo use tan raramente el término theos aplicado a Jesús está en que, para él, ho theos era el Padre (cf. 1 Cor 8,5-6), y no hace sino reflejar la restricción de la primitiva Iglesia, que, aunque reconocía la divinidad de Jesús, no aplicó inmediatamente a Cristo un título que se consideraba más o menos exclusivo del Padre. Esta restricción preparó el camino para matizar posteriormente e1 dogma trinitario. (Cf. también Tit 2,13; posiblemente 1 Tim 3,16 [pasaje textualmente problemático]; 2 Tim 4,18).
P. Benoit, Pauline and Johannine Theology: A Contrast: «Cross Currents» 16 (1965), 339-53; R. E. Brown, Does the New Testament Call Jesus God?: TS 26 (1965), 545-73; también Jesus God and Man (Milwaukee, 1967), 1-38; O. Cullmann, Christologie, 234-65; A. Gelin (ed.), Son and Saviour (Baltimore, 1962); W. Kramer, Christ, Lord, Son of God (SBT 50; Londres, 1966); M: J. Lagrange, Les origines du dogme paulinien de la divinité du Christ: RB 45 (1936), 5-33; Richardson, ITNT (Nueva York, 1958), 147-53; L. Sabourin, The Names and Titles of Jesus (Nueva York, 1967); V. Taylor, The Names of Jesus (Londres, 1953), 52-65.
59 B) «Kyrios». La frecuencia con que Pablo emplea e1 título de Kyrios aplicado a Cristo es notable si la comparamos con el título de «Hijo de Dios», y revela que Kyrios es, por excelencia, el título de Cristo en los escritos paulinos.
Pablo aplica Kyrios, obviamente, a Yahvé, Dios del AT, especialmente en pasajes donde cita o explica textos del AT (1 Cor 3,20; 10,26; 2 Cor 14,21; Rom 4,8; 9,28.29; 11,3.34; 15,11; cf. L. Cerfaux, ETL 20 [1943], 5-17). En esto Pablo sigue la costumbre de los LXX, para quienes kyrios es la traducción normal de YHWH o ’ădōnāy. Pero lo más significativo es que ho Kyrios, en sentido absoluto, se convierte en e1 título predilecto que Pablo emplea para designar a Jesús.
60 Se ha defendido que e1 empleo absoluto del término Kyrios es un producto de las influencias helenísticas de Pablo (W. Bousset, Kyrios Christos [Gotinga, 1921]; R. Bultmann, TNT 1, 51). Existen testimonios del empleo absoluto de este título en el mundo del Imperio romano (cf. W. Förster, Lord: BKW 8 [Londres, 1958], 13-35). En los textos religiosos orientales de Asia Menor, Siria y Egipto se da el nombre de kyrios o kyria a dioses y diosas como Isis, Osiris y Serapis. El mismo Pablo tiene conciencia de ello; aunque haya muchos «señores», para nosotros no hay más que un solo Señor, Jesucristo (1 Cor 8,5-6). Kyrios era también un título de soberanía que se aplicaba al emperador romano. Aunque denotaba primariamente su superioridad política y jurídica, también comportaba el matiz de su divinidad, sobre todo en la región oriental del Mediterráneo. Sin embargo, aunque el empleo de kyrios en su forma absoluta se da en el mundo helenístico del siglo I a. C., no está demostrado que Pablo adoptase simplemente este uso y lo aplicase a Cristo.
61 Es mucho más probable que lo heredase de la tradición litúrgica de la Iglesia primitiva de Palestina. Las fórmulas de fe de Rom 10,9 y 1 Cor 12,3 apuntan en esta dirección; lo mismo nos indica el clímax del himno a Cristo de Flp 2,6-11 (es el nombre sobre todo nombre que se concede al Cristo exaltado). Especialmente compárese Col 2,6, «habéis recibido [por tradición, parelabete] a Cristo Jesús, el Señor». Incluso cuando escribe a una iglesia de lengua griega, como la de Corinto, Pablo conserva la primitiva fórmula litúrgica maranatha en arameo (1 Cor 16, 22). Aunque proviene de una comunidad de Palestina, la conserva afectuosamente por sus resonancias primitivas. Se discute entre los autores si la lectura debe ser maran atha (así en el NT griego de A. Merk) y hay que traducirla «Nuestro Señor ha venido» (declaración de fe), o marana tha (así en E. Nestle) y entonces habría que traducir «¡Ven, Señor nuestro!» (plegaria escatológica). Generalmente se prefiere esta última a causa de la traducción de Ap 22,20, «¡Ven, Señor Jesús!» (cf. Didajé 10, 6). Como plegaria escatológica, en ella se implora al Señor que venga en su parusía. Se empleaba probablemente en las reuniones eucarísticas litúrgicas, que los cristianos consideraban como una pregustación de la parusía (cf. 1 Cor 11,26). Todo esto es un indicio, al parecer, de que la aplicación de «Señor» a Jesús es prepaulina y tuvo su origen en la comunidad judeo cristiana de Jerusalén.
62 Entre los judíos de Palestina, el equivalente arameo de kyrios, era mārē’ (enfáticamente, māryā’). Generalmente se aplicaba a Dios en la forma mārî (= mār’î, «mi Señor»), o mār’ān, «nuestro Señor», o con genitivos determinativos (mārē’ malkîn, «Señor de reyes»; mārē’ šemayyā’, «Señor de los cielos» [Dn 2,47; 5,23]). Solamente existe un ejemplo en 1QapGn (Génesis apócrifos) que se aproxime al empleo, absoluto que los palestinenses daban a mārē’ cuando lo aplicaban a Dios. Los datos que poseemos en los evangelios indican que los discípulos llamaban a Jesús mār’î o mār’ān, lo mismo que rabí, «Maestro mío» (Mc 10,51). La fuente Q contiene lo que podría ser un dicho auténtico que reflejara ese empleo: «No todo el que me dice Señor, Señor...» (Mt 7, 21; Lc 6,46). Aunque en el texto griego aparece la forma absoluta kyrie, el texto arameo original probablemente decía mār’î, que venía a significar algo así como «monsieur» o «milord». Al parecer, había adquirido para entonces un uso absoluto, especialmente en el campo religioso.
63 Esto es verdad también con respecto al hebreo ’ădōnāy, que entre los judíos, reemplazaba al nombre inefable de Yahvé. Los judíos tenían por costumbre, en la liturgia y en la lectura de la Sagrada Escritura, sustituir YHWH por la palabra ’ădōnāy, «mi Señor», o más literalmente, «mis Señores» (plural mayestático). En los LXX, sin embargo, la forma absoluta de kyrios o ho Kyrios era la traducción corriente de YHWH, y no se prestó atención alguna al sufijo pronominal posesivo de ’ădōnāy. Esto es prueba de que, entre los judíos del siglo III a. C., la sustitución del tetragrámmaton por la forma absoluta kyrios ya estaba en boga y que el término ’ădōnāy había adquirido ya por sí mismo un sentido absoluto.
Esta costumbre judía hace comprensible que el equivalente arameo de ’ădōnāy, el título mār’î, se aplicara a Jesús en la primitiva comunidad judía e, incluso, consiguiera introducirse en las comunidades de lengua griega con la forma absoluta kyrios. Una vez que Jesús fue objeto de culto cristiano, sería inevitable el paso del empleo ordinario mār’î como una especie de saludo a un empleo cuasi absoluto. Supuesto el empleo de kyrios en su forma absoluta para designar a Yahvé en los LXX y la aplicación de este título a dioses y reyes, fue para Pablo el título ideal en sus esfuerzos misioneros entre los gentiles.
64 Cuando Pablo llama Kyrios a Jesús está expresando el dominio actual de Jesús sobre los hombres, dominio que ejerce por su condición gloriosa de resucitado, influyendo íntimamente en las vidas de los cristianos. Este título no denota la función de Cristo en su vida terrestre ni su papel en la parusía escatológica, sino su condición actual como Señor resucitado. Es un título de majestad, concedido a Cristo por su condición regia de resucitado, como Señor de vivos y muertos (Rom 14,9; cf. Rom 10,9; Act 4,12).
65 La aplicación del título de Kyrios a Jesús en la primitiva Iglesia le confirió el nombre inefable de Yahvé en la forma empleada por los LXX. El título indica que Jesús está en plano de igualdad con el mismo Yahvé. Esta igualdad se pone de manifiesto especialmente en el himno de Flp 2,6-11; la razón por la que el nombre otorgado a Jesús está sobre todo nombre reside en que es el nombre personal de Yahvé, Kyrios. Así expresa la primitiva Iglesia su fe en la divinidad de Cristo. Aunque es fundamentalmente un título funcional que refleja el dominio de Cristo sobre los hombres y su íntimo influjo en la vida y conducta de éstos, indica también la igualdad de Cristo con el Padre. Los títulos Padre e Hijo, por ser términos relativos, indican distinción e incluso subordinación. Pero el título Kyrios atribuye a ambos, a Yahvé y a Jesús, el dominio sobre la creación y el derecho a la adoración de toda la creación. Flp 2, 10, que es un eco de Is 45,23, contiene esta misma idea; lo que Isaías dijo de Yahvé se aplica ahora a Cristo: «Ante mí se doblará toda rodilla, toda lengua jurará por mí».
66 Pablo recibió también en herencia de la primitiva Iglesia la idea de que Dios constituyó a Jesús Kyrios en su resurrección (cf. Act 2,36: «Así, pues, sepa toda la casa de Israel que Dios ha hecho Señor y Cristo a este Jesús que vosotros crucificasteis»). Resucitado de entre los muertos por la «gloria» del Padre (Rom 6,4), Cristo fue establecido con «poder» (dynamis, Rom 1,4; cf. Flp 3,10) para llevar a cabo la santificación y, con el tiempo, la resurrección de todos los que hayan creído en Él. De esta manera llegó a ser «Señor de vivos y muertos» (Rom 14,9).
E1 conocimiento paulino de lo que significaba la soberanía de Cristo su desarrolló a medida que aumentó su comprensión del «misterio de Cristo». En las cartas de la cautividad, el papel cósmico de Cristo se manifiesta en que ha «desarmado a todos los principados y potestades» (Col 2,15). La unidad de la Iglesia se llevará a término a través del Kyrios: «un solo Señor» (Ef 4,5; cf. 2,21).
67 Todos estos aspectos hacen referencia a Jesús como Kyrios en el influjo que ejerce sobre los cristianos como grupo. Sin embargo, existe una relación individual y personal que Pablo tiene también en cuenta. El Apóstol se considera a sí mismo y a cada uno de los cristianos como doulos, «esclavo», de Cristo, que es el Kyrios (cf. Gál 1,10; Rom 1,1; 1 Cor 7,22). No obstante, esta relación del cristiano con el Kyrios no es despótica ni tiránica; es el gran fundamento paulino de la «libertad»; ligado a Jesús, el Kyrios, el cristiano se libera de sí mismo y permanece libre para los demás. Gál 4,7 dice lo mismo en otro contexto («ya no sois esclavos, sino hijos»).
L. Cerfaux, Kyrios: VDBS 5, 200-28; Recueil L. Cerfaux (Gembloux, 1954), 1, 3-188; O. Cullmann, Christologie, 169-205; W. Förster, Herr ist Jesus (Gütersloh, 1924); W. Förster y G. Quell, Kyrios: ThDNT 3, 1039-94.
68 C) Pasión, muerte y resurrección. La pasión, muerte y resurrección de Cristo constituyeron el momento decisivo del plan salvífico de Dios. Según la concepción paulina de este momento, hay que conservar muy bien la unidad de estas tres fases de la existencia de Cristo. A diferencia de la concepción de Juan, que tiende a hacer de la crucifixión ignominiosa de Jesús en la cruz una exaltación a la gloria (Jn 3,14; 8,28; 12,34), hasta tal punto que parece que el Padre glorifica al Hijo el mismo día de Viernes Santo (Jn 12,23; 17,1ss), la teología paulina consideró la pasión y muerte como un preludio de la misma resurrección. Las tres fases integran y completan «la historia de la cruz» (1 Cor 1,18), pues fue al «Señor de la gloria» a quien crucificaron (1 Cor 2,8). Aunque fue humillado y sometido a los poderes de este mundo, la resurrección de Jesús significó su victoria sobre todos ellos como Kyrios (Flp 2,10-11; 2 Cor 13,4; Col 2,15). «Aquel que murió» es también «el que resucitó» (Rom 8,34). Aunque la encarnación forma parte del proceso salvífico (Flp 2,7; 2 Cor 8,9), a Pablo no le interesa como algo separado de la pasión, muerte y resurrección; pues en los últimos momentos es donde la obediencia de Jesús se pone realmente de manifiesto (Rom 5,18; Flp 2,8), y en estos momentos es cuando se manifiesta como «Hijo». Pablo atribuye frecuentemente la redención a la iniciativa gratuita del Padre, que ama al hombre a pesar de su pecado, pero al mismo tiempo deja asentada la libre y amorosa cooperación de Cristo en la ejecución de los planes del Padre (Gál 2,20; Ef 5,2): «Nuestro Señor Jesucristo se entregó a sí mismo por nuestros pecados, para sacarnos de este mal tiempo presente» (Gál 14).
69 La primitiva Iglesia conservó la memoria de Cristo como Hijo de hombre que vino no a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc 10,45). En ninguna parte alude Pablo a estas palabras de Jesús (excepto, quizá, en 1 Cor 11,24). Con todo, Pablo insiste en la voluntariedad y vicariedad del sufrimiento y muerte de Cristo por los hombres. Su doctrina depende del kerigma de la primitiva Iglesia (1 Cor 15,3: «Cristo murió por nuestros pecados»), del que, en una u otra forma, se hace eco en otros lugares (1 Cor 1,13: «por vosotros»; Rom 14, 15; Gál 1,4; 3,13; 2 Cor 5,14.21; Ef 5,2; «Cristo murió por nosotros, hombres impíos», Rom 5,6). A veces se puede discutir si el sentido es «en favor de nosotros» o «en lugar de nosotros», pero en cualquier caso el mensaje fundamental de Pablo es el mismo. Si en ocasiones Pablo parece subrayar la muerte de Cristo por los pecados de los hombres o por su salvación (1 Tes 5,10; Gál 2,20; Rom 3,25; 5,6.9-10) sin aludir a la resurrección, lo hace para destacar lo que costó a Cristo esta experiencia en favor de los hombres. «Habéis sido comprados por un buen precio» (1 Cor 6,20; cf. 7,22). Con esto, Pablo quiere poner de relieve que no fue cosa ligera lo que Cristo hizo por los hombres.
70 A veces, Pablo considera la muerte de Cristo como un sacrificio que sufrió por los hombres o por los pecados de los hombres. Esta concepción de la muerte de Jesús la encontramos explícitamente formulada en Ef 5,2, donde aparece vinculada al amor de Cristo y con alusiones a Sal 40,7 y Ex 29,18: «Como Cristo nos amó a nosotros y se entregó por nosotros como ofrenda y sacrificio a Dios en olor agradable [prosphoran kai thisian]». No encontramos en este texto ninguna referencia a propiciación alguna, sino la expresión del amor de Cristo, que ascendió al Padre como comida sacrificial agradable (cf. Gn 8,21; Dt 32,38; Sal 50, 12-13). A esta noción de sacrificio se alude también en 1 Cor 5,7 (Cristo como cordero pascual). El matiz específico de «sacrificio de la alianza» se encuentra en la perícopa eucarística de 1 Cor 11,24-25. (Por lo que respecta a la interpretación sacrificial del tan disputado pasaje de 2 Cor 5,21 [Dios «hizo hamartian a aquel que no conoció pecado»], cf. la larga exposición de L. Sabourin, Rédemption sacrificielle: Une enquête exégétique [Studia 11; Brujas, 1961]). R. Bultmann tiene quizá razón al afirmar (TNT 1, 296) que esta forma de concebir la muerte de Cristo no es específicamente paulina, sino que refleja una tradición que tuvo su origen probablemente en la primitiva Iglesia.
71 Mucho más característica de Pablo es la vinculación de la muerte y resurrección como acontecimiento salvífico. El texto clave a este respecto es Rom 4,25: «Jesús, nuestro Señor..., fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación». Cf. también 1 Tes 4,14; Flp 2,9-10; 1 Cor 15,12.17.20-21; 2 Cor 5,14-15; 13,4; Rom 8,34; 10, 9-10. La mayoría de estos textos no dejan lugar a dudas acerca del valor soteriológico de la primera Pascua. El texto de Rom 4,25 no es un pleonasmo vacío, un caso de parallelismus membrorum sin más, sino que expresa el doble efecto del acontecimiento salvífico: la expiación de las transgresiones del hombre (aspecto negativo) y la institución de un estado de justicia para el hombre (aspecto positivo). La resurrección de Cristo no fue una repercusión meramente personal de su pasión y muerte, sino que contribuyó tanto como éstas a la redención objetiva del hombre de una forma soteriológicamente causativa. «Si Cristo no ha resucitado, entonces... todavía permanecéis en vuestros pecados» (1 Cor 15,17). Para que la fe cristiana pueda ser salvífica, los labios del hombre deben confesar que «Jesús es Señor», y su corazón debe creer que «Dios le resucitó de entre los muertos» (Rom 10,9).
72 Es importante tener presente la forma en que habla Pablo sobre la resurrección. Solamente en 1 Tes 4,14 afirma que «Jesús murió y resucitó» (como por su propio poder). En otros pasajes, la eficiencia de la resurrección se atribuye al Padre, autor gracioso del plan salvífico: « Dios Padre le resucitó de entre los muertos» (Gál 1,1; cf. 1 Tes 1,10; 1 Cor 6,14; 15,15; 2 Cor 4,14; Rom 4,24; 8,11; 10,9; Col 2,12; Ef 1,20), Si bien es verdad que Pablo pone de manifiesto la generosidad del amor de Cristo al hablar de su entrega a la muerte, cuando atribuye la resurrección al Padre no hace sino destacar la acción preveniente y gratuita de Dios. «Vive por el poder de Dios» (2 Cor 13,4). Sabemos por Rom 6,4 que lo que llevó a cabo la resurrección de Cristo fue el poder de «la gloria del Padre». Fue esta doxa del Padre la que exaltó a Cristo al estado glorioso (Flp 2,10). Esta exaltación a los cielos constituye la anabasis de Cristo, su ascensión al Padre, de la misma manera que la muerte en cruz fue la expresión de su profunda humillación y de su katabasis. En las cartas de la cautividad, Pablo contempla esta exaltación del Kyrios como una ascensión triunfante y victoriosa sobre la muerte y sobre las potestades de este mundo (Co1 2,15). Dios «ejercitó su potencia poderosa resucitando a Cristo de entre los muertos y sentándole a su derecha en los cielos por encima de todo principado, potestad, virtud y señorío, y de todo nombre que se nombre...» (Ef 1,19-21). Pablo consideró, lo mismo que otros muchos en la primitiva Iglesia, la resurrección-ascensión de Cristo como una etapa única de la exaltación gloriosa del Kyrios (cf. Ef 2,5-6).
73 En el pensamiento de Pablo, la resurrección situó a Cristo en un nivel nuevo de relaciones con los hombres que tenían fe. Como resultado de ello, Cristo fue «establecido [por el Padre] Hijo de Dios en poder con [lit., «conforme a»] un espíritu de santidad [o santificación]» (Rom 1,4). La doxa que recibió del Padre llegó a ser su poder; poder de crear una nueva vida en aquellos hombres que habían de creer en él. Por la resurrección se convirtió en el «último Adán», primer hombre del ésjaton (1 Cor 15,45, «el primer hombre, Adán, fue hecho ‘ser viviente’; el último Adán, espíritu vivificante»). Como «primogénito de entre los muertos» (Col 1,18), Cristo fue, lo mismo que Adán en la primera creación, principio de vida para su descendencia. Jesús es instrumento de una «creación nueva» (2 Cor 5,17; Gál 6,15), porque con la resurrección se hizo pneuma zōopoioun, «espíritu que da vida» (1 Cor 15,45). En virtud de este principio dinámico, Pablo comprueba que ya no es él quien vive, sino que es Cristo resucitado quien vive en él (Gál 2,20), transformando incluso su vida física (cf. 2 Cor 3,18; 4,5-6). Por ser «espíritu que da vida», Jesús lleva a efecto la justificación de los creyentes y los salva (de la ira en el día del Señor (1 Tes 1,1.0; Rom 4,25). Pablo ora «para conocer a Cristo y el poder de su resurrección» (Flp 3,10), llegando a comprender que el Kyrios posee un poder capaz de efectuar la resurrección de los cristianos (cf. 1 Tes 4,14).
74 Cristo fue «Salvador» de los hombres por la pasión, muerte y resurrección. El título de «Salvador», que tan frecuentemente aplicamos nosotros a Cristo, Pablo sólo lo emplea en Flp 3,20 y Ef 5,23 (compárese el uso de sōtēr en las cartas pastorales). Una de las razones que explican este hecho estriba en que Pablo considera normalmente la salvación como algo que Cristo tiene todavía que terminar en los hombres (1 Tes 5,9; 1 Cor 3,15; 5,5; Rom 5,9-10; 8,24; 10,9-10.13; Ef 3,13). Raramente se refiere a ella como algo ya acabado (1 Cor 1,21; Ef 2,5.8). Si la considera como algo que está en vías de acabamiento (1 Cor 1,18; 15,2; 2 Cor 2,15), es porque piensa que Cristo, como Kyrios, está intercediendo por los hombres en el cielo (Rom 8,34). Pablo ha refundido una idea de salvación propia del AT, salvación que se realizará el «día del Señor [Yahvé]», el día en que el justo Israel sea salvo y la ira de Dios se manifieste sobre los pecadores.
F. X. Durrwell, La resurrección de Jesús, misterio de salvación (Barcelona, 1962); M. Goguel, La foi à la résurrection de Jésus dans le christianisme primitif (París, 1933); S. Lyonnet, La valeur sotériologique de la résurrection du Christ selon St. Paul: Greg 39 (1958), 295-318; J. Schneider, Die Passionsmystik des Paulus (Leipzig, 1929); E. Schweizer, Dying and Rising with Christ: NTS 14 (1967-68), 1-14; D. M. Stanley, Christ's Resurrection in Pauline Soteriology (AnalBib 13; Roma, 1961); R. C. Tannehill, Dying and Rising with Christ (Berlín, 1967); B. Vawter, Resurrection and Redemption: CBQ 15 (1953), 11-23.
75 D) El Señor y el Espíritu. Antes de abordar los diversos efectos que Pablo atribuye al acontecimiento de la salvación debemos dedicar unas líneas a la relación entre el Kyrios y el Espíritu en el plan salvífico del Padre. Ya hemos visto que Pablo llama a Cristo «poder de Dios y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,24). Lo mismo que el término «espíritu de Dios», estas expresiones son formas con que el AT designa la actividad divina ad extra (cf. Sab 7,25; sobre «espíritu de Dios» en el AT, Gn 1,2; Sal 51,11; 139,7; Is 11,2; 61,1). Son perífrasis literarias que describen la presencia activa de Dios en la creación, la providencia, salvación y liberación escatológica de Israel o del mundo. Aun cuando Pablo llega a identificar a Jesús con el poder y sabiduría de Dios, nunca le llama abiertamente «espíritu de Dios».
Más aún; en algunos lugares Pablo no distingue claramente entre el Espíritu y Jesús. En Rom 8,9-11, los términos «espíritu de Dios», «espíritu de Cristo», «Cristo» y «el espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos» son empleados con igual valor en la descripción que hace Pablo de la inhabitación de Dios en la experiencia cristiana. Cristo, «último Adán», después de la resurrección, se convirtió en «espíritu vivificante» (1 Cor 15,45) y fue «establecido como Hijo de Dios en poder y sabiduría con [lit., «conforme a»] el espíritu de santidad» (Rom 1,4). Pablo habla de la misión del «espíritu del Hijo» (Gál 4,6), del «espíritu de Jesucristo» (Flp 1,19) y de Jesús como «el Señor del Espíritu» (2 Cor 3,18). Por último, llega a afirmar: «El Señor es el Espíritu» (2 Cor 3,17).
76 Por otra parte, existen en las cartas de Pablo textos triádicos que sitúan a Dios (el Padre), a Cristo (el Hijo) y al Espíritu en un paralelismo que suministra el fundamento para el dogma posterior de la Trinidad (cf. 2 Cor 1,21-22; 13,13; 1 Cor 2,7-16; 6,11; 12,4-6; Rom 5,1-5; 8, 14-17; 15,30; Ef 1,11-14.17). En Gál 4,4-6 encontramos la doble misión del «Hijo» y del «Espíritu del Hijo»; aunque, a primera vista, podríamos dudar de que este texto distinga entre el Hijo y el Espíritu, observamos que existe un eco de la distinta misión del Mesías y del Espíritu en el AT (por ejemplo, Is 45,1; Ez 36,26). De igual modo, 1 Cor 2,10-11 implica el carácter divino del Espíritu al atribuir al «Espíritu de Dios» un conocimiento comprehensivo de los insondables pensamientos de Dios.
Estas dos series de textos ponen de manifiesto que no es clara la concepción de Pablo sobre las relaciones existentes entre el Espíritu y el Hijo. Pablo comparte con el AT una noción de personalidad más fluida que las sutilezas teológicas posteriores de naturaleza, sustancia y persona. Habría que respetar su falta de claridad y considerarla como un punto de partida del desarrollo teológico posterior. La concepción de Pablo es solamente una concepción «económica» de la Trinidad.
77 Tanto en su cristología como en su doctrina acerca del Espíritu, Pablo manifiesta interés por la función que desempeña el Espíritu en la salvación del hombre. Si Cristo abrió a los hombres la posibilidad de una vida nueva que se realiza en unión con él y para el Padre, el medio a través del cual se comunica este principio dinámico, vital y vivificante es, hablando con más propiedad, el «Espíritu de Cristo».
78 Los comentaristas han intentado muchas veces diferenciar el empleo que hace Pablo del término pneuma como equivalente de Espíritu Santo y como designación de los efectos de la inhabitación del Espíritu (cf. E.-B. Allo, Première épître aux Corinthiens [París, 1934], 93-94). Algunas veces parece que se podría preferir un significado sobre otro, con lo que Pablo daría pie a la posterior distinción teológica entre el don creado e increado del Espíritu. Sin embargo, debemos reconocer que está distinción no es realmente de Pablo; el Espíritu es el don de la presencia de Dios a los hombres, y es mejor dejarlo con este sentido indeterminado.
79 El Espíritu es el Espíritu de poder (1 Cor 2,4; Rom 15,13) y la fuente del amor, la esperanza y la fe cristiana; libera al hombre de la ley (Gál 5,18; cf. Rom 8,2), de los «deseos de la carne» (Gál 5,16) y de toda conducta inmoral (Gá15 19-24). El don del Espíritu constituye la filiación adoptiva (Gál 4,6; Rom 8,14), asiste al cristiano en la oración («intercede con gemidos inenarrables», Rom 8,26) y hace que el cristiano conozca, de modo especial, su relación con el Padre. Este poder del Espíritu no es algo distinto del poder de Cristo: los cristianos han sido consagrados y justificados «por el poder de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6,11).
E. Fuchs, Christus und der Geist bei Paulus (Leipzig, 1932); N. Q. Hamilton, The Holy Spirit and Eschatology in Paul (Edimburgo, 1957); I. Hermann, Kyrios und Pneuma (Munich, 1961); R. B. Hoyle, The Holy Spirit in St. Paul (Londres, 1927); K. Stalder, Das Werk des Geistes in der Heiligung bei Paulus (Berlín, 1962).
80 IV. Efectos del acontecimiento salvífico. Pablo describe con varias imágenes los efectos de la actividad salvífica de Cristo. Aquí consideramos estos efectos como parte de la redención objetiva, como efectos permanentes producidos por la pasión, muerte y resurrección de Cristo, y de los que participa el hombre por la fe y el bautismo. Estos efectos son la reconciliación del hombre con Dios, la expiación de sus pecados, su liberación redentora y su justificación.
81 A) Reconciliación. El efecto principal de la pasión, muerte y resurrección de Cristo es la reconciliación del hombre con Dios, la restauración del hombre en el estado de paz y unión con el Padre. Este efecto es katallagē (reconciliación), que se deriva del verbo (apo)katallassō, «hacer las paces» (después de una guerra). En sentido religioso, estos términos significan el retorno del hombre al favor e intimidad con Dios después de un período de alejamiento y rebelión a causa del pecado y de las transgresiones. La idea de reconciliación subyace a muchas afirmaciones de Pablo, pero está desarrollada de manera especial en 2 Cor 5,18-20; Rom 5,10-11; Col 1,20-21; Ef 2,16. El pecador, por la benevolencia de Cristo Jesús, consigue acceso a la presencia de Dios; es introducido de nuevo en el séquito real del mismo Dios, como lo estuvo anteriormente (Rom 5,2). Cristo ha llegado a ser «nuestra paz» (Ef 2,14) porque ha derribado la barrera que existía entre judíos y griegos (metáfora que tiene su origen en las divisorias de los distintos patios del templo de Jerusalén) y ha abolido los preceptos de la ley. Cristo ha creado «un hombre nuevo» por encima de judíos y griegos y los ha reconciliado con Dios en un solo cuerpo. Por la cruz han cesado las hostilidades, y Cristo ha traído la «paz» (eirēnē) a los hombres: «Puesto que estamos justificados, tenemos paz con Dios» (Rom 5,1; cf. 2 Tes 3,16; Gál 5,22; Flp 4,7; 1 Cor 7,15; Rom 14,17; Col 3,15; Ef 2,15; 4,3). Existe además una reconciliación cósmica (2 Cor 5,19) que se extiende a «todas las cosas, terrestres o celestiales» (Col 1,20-21).
82 Una vez más advertimos la tendencia de Pablo a atribuir la reconciliación al Padre. El Padre ha reconciliado a los hombres consigo mismo a través de Cristo, y concretamente a través de la muerte de Cristo, «por su sangre» (Rom 5,9). Siendo enemigos de Dios, hemos sido reconciliados con él por la muerte de su Hijo y, ya reconciliados, seremos salvos; por eso nos gloriamos en Dios y de la íntima unión que tenemos con él a través de Cristo (Rom 5,10-11).
F. Büchsel, Allasō: ThDNT 1, 251-59; J. Dupont, La réconciliation dans la théologie de S. Paul (ALBO 2/23; Lovaina, 1953).
83 B) Expiación. Pablo nos dice que «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Cor 15,3), que «por él obtenemos el perdón de nuestros pecados» (Col 1,14; cf. Ef 1,7). Esta descripción general del perdón de los pecados del hombre por la muerte o sangre de Cristo —condición necesaria para la reconciliación— queda especificada con varias metáforas. Una de éstas es la expiación.
Aunque el verbo hilaskomai (expiar, propiciar) y el nombre hilasmos (expiación, propiciación) aparecen ocasionalmente en el NT (Lc 18,13; Heb 2,17; 1 Jn 2,2; 4,10), Pablo emplea solamente el derivado hilastērion: «Dios le [a Cristo] expuso como hilastērion por [o en] su sangre para el perdón de los pecados anteriores... ». La palabra hilastērion podría ser también un adjetivo, y en tal caso significaría «expuso a Cristo como expiador»; pero es más probable que sea un nombre, significando entonces «expuso a Cristo como medio (o instrumento) de expiación».
84 ¿Cuál es la imagen que emplea Pablo? Se ha venido explicando la palabra hilastērion siguiendo el uso que el griego clásico y helenístico hacían del verbo hilaskomai, que, con un complemento de persona, significa generalmente «propiciar, aplacar» a una divinidad o a un héroe enojados. En casos contados del griego no bíblico, el complemento es un crimen o un pecado, y entonces significa más bien «expiar». Podría parecer que el hecho de exponer a Cristo como hilastērion significa que Jesús era el instrumento para aplacar la cólera del Padre. No obstante, en los LXX encontramos a Dios como complemento de hilaskomai únicamente en tres textos (Mal 1,9; Zac 7,2; 8,22); en ninguno de los tres casos se trata de apaciguar su cólera. El término se emplea mucho más frecuentemente para indicar la expiación de los pecados (es decir, borrar su culpa, Sal 65,4; Eclo 5,6; 28,5) o bien para indicar la expiación de algún objeto, persona o lugar (es decir, para ejecutar algún rito de purificación con el fin de eliminar la profanación de que ha sido objeto, Lv 16,16.20.33; Ez 43,20.26, etc.). Con frecuencia es traducción del hebreo kippēr, que tiene a Dios como sujeto y parece tener el significado fundamental de «borrar» o posiblemente «cubrir». El sentido expiatorio del término kippēr se ve abundantemente confirmado en LQ (cf. S. Lyonnet, De peccato et redemptione, 2.a parte [Roma, 1960], 81-84).
85 Dado este uso veterotestamentario y judío de la raíz, es probable que Pablo piense en la noción expiatoria y no en un aplacamiento de la cólera del Padre. Y no cabe aducir textos como 1 Tes 1,10; Rom 5,9 para afirmar que la cólera de Dios fue verdaderamente aplacada por la muerte de Cristo. La «ira» de Dios es una idea escatológica que expresa la reacción de Dios que tendrá lugar el «día de Yahvé», cuando aniquile a los que se han opuesto obstinadamente a su voluntad y han frustrado con e1 pecado su plan salvífico. No es que la ira de Dios no se haya apaciguado con la muerte de Cristo, sino que todos los hombres, judíos y gentiles han pecado y han perdido la gloria a que estaban destinados. Pero con el favor de Dios son «expiados» los pecados de los hombres (borrados, perdonados), porque el Padre, graciosamente, juzgó conveniente exhibir a Cristo en la cruz como instrumento de expiación.
86 Pero puede haber otro matiz en el pensamiento de Pablo, debido al uso que los LXX hacen de hilastērion cuando traduce la palabra hebrea kapōret. Esta se suele traducir por «propiciatorio» (del propitiatorium de la Vg.). En realidad, la palabra significa «cubierta» y puede aludir a la «tapa» de oro puro colocada sobre el arca de la alianza en el Santo de los Santos, la cual servía de soporte a dos querubines de oro, trono de la presencia gloriosa de Yahvé en el templo de Jerusalén (Ex 25,17-22). Cuando llegaba el Yôm Kippûrîm (el Día de la Expiación), el sumo sacerdote entraba en el Santo de los Santos con la sangre de los animales sacrificados y rociaba el «propiciatorio» con ella, expiando así sus pecados y los de todo Israel (Lv 16,2. 11-17). Pablo alude quizá a este rito del Día de la Expiación, dado que menciona la «gloria de Dios» (3,23), la «sangre» de Cristo (3,25), el hilastērion y el perdón de los pecados (3,25). En tal caso, estaría considerando la cruz de Cristo como el nuevo «propiciatorio» y el primer Viernes Santo como el Día de la Expiación cristiano por excelencia. Cristo, rociado con su propia sangre, es el verdadero propiciatorio, el instrumento del Padre para borrar los pecados del hombre. El kappōret del AT no era sino el tipo de Cristo crucificado (cf. Heb 9,5). Cristo fue expuesto en medio del pueblo de Dios como instrumento para limpiar los pecados de los hombres y proporcionarles el «acceso» (Rom 5,2) al Padre con el cual fueron reconciliados de esta manera (cf. T. W. Manson, JTS 46 [1945], 1-10; L. Moraldi, VD 26 [1948], 257-76).
87 Sin embargo, el sentido más hondo de la manifestación pública de Jesús «en su sangre» (Rom 3,25) se entiende solamente si recordamos un axioma rabínico de aquel tiempo: «Sin derramamiento de sangre no hay remisión de los pecados» (cf. Heb 9,22; Libro de los Jubileos 6,2.11.14; bZebahin 6a). Este axioma se basaba en los ritos de purificación del AT (cf. Lv 8,15. 19.24; 9,15-16; 16,19, etc.). El sentido no era que la sangre derramada en los sacrificios apaciguase la cólera de Yahvé; ni se cargaba tampoco el acento en que el derramamiento de la sangre y la subsiguiente muerte fueran una especie de recompensa o precio que había que pagar. Antes bien, la sangre se vertía para purificar y limpiar ritualmente los objetos dedicados al culto de Yahvé (cf. Lv 16,15-19), o también para consagrar objetos y personas a su servicio (apartándolos del uso profano y vinculándolos íntimamente a Yahvé como con un pacto sagrado; cf. Ex 24, 6-8). El Día de la Expiación, el sumo sacerdote rociaba el propiciatorio «por las impurezas de los israelitas y las transgresiones que cometían con todos sus pecados» (Lv 16,16). Los judíos pensaban que los pecados habían manchado la tierra, el templo y todo lo que éste contenía. La aspersión de la sangre lo purificaba y consagraba de nuevo al expiar los pecados. El porqué de este rito lo encontramos en Lv 17,11: «La vida de la carne está en la sangre; yo os la he dado para hacer sobre el altar el rito de expiación por vuestras vidas; porque la sangre es lo que lleva a cabo la expiación a causa de la vida (bannepeš)». (Cf. 17,14; Gn 9,4; Dt 12, 23). La sangre se identificaba con la vida misma, porque se pensaba que la nepeš (respiración, aliento) estaba en ella. Cuando se derramaba la sangre de un hombre, la nepeš le abandonaba. La sangre que se vertía en los sacrificios no era, por tanto, un castigo vicario que se infligía a un animal en lugar de la persona que lo inmolaba, sino que constituía la consagración de la «vida» del animal a Yahvé (Lv 16,8-9); era una dedicación simbólica de la vida de la persona que lo sacrificaba a Yahvé; la purificaba de sus faltas en presencia de Yahvé y la reconciliaba con él una vez más.
88 La sangre de Cristo, derramada para expiar los pecados del hombre, fue un ofrecimiento voluntario de su vida para llevar a cabo la reconciliación del hombre con Dios y para proporcionarle una forma nueva de unión con Dios (Ef 2,13). En toda esta explicación sobre la reconciliación y expiación interesa tener en cuenta cómo Pablo subraya la iniciativa graciosa y amorosa del Padre y el amor del mismo Cristo. Pablo afirma muchas veces que Cristo «se entregó a sí mismo» por nosotros y nuestros pecados (Gál 1,4; 2,20; Ef 5,2.25) y que nos amó (Ef 5,2.25; Gál 2,20; Rom 8,35.37). Y atribuye al Padre la misma actitud hacia nosotros (2 Tes 2,16; cf. Rom 8,32). Si tuviéramos en cuenta este elemento de la teología de Pablo, nos pondría en guardia contra el peligro de acentuar demasiado los aspectos jurídicos de la expiación, aspectos que subrayaron algunos intérpretes del pasado basándose en ciertas expresiones de Pablo. La muerte de Cristo en expiación del pecado fue un acto de amor simultáneamente hacia el Padre y hacia los hombres, por el que Jesús hizo la oblación de su vida para volver a consagrar los hombres a Dios. Pablo sabe que por la muerte de Cristo él ha sido crucificado con Cristo, de tal manera que ya «vive para Dios» (Gál 2,19). Pablo no enseña que el Padre quisiera la muerte de su Hijo para satisfacer las deudas contraídas con Dios o con el diablo por los pecados del hombre.
Por otra parte, también es importante reconocer que Pablo emplea a veces conceptos jurídicos para expresar los diversos aspectos de la muerte de Cristo. Pero no hay que destacarlos tanto que se llegue a la exclusión de los otros aspectos. En Col 2,14 Pablo habla de una «deuda» que tenía la humanidad a causa de sus pecados: Dios nos resucitó a la vida con Cristo y perdonó todos nuestros delitos; borró nuestra deuda (cheirographon), que se alzaba contra nosotros, con todas sus secuelas; la suprimió cuando la clavó en la cruz, despojando así a los principados de este mundo. No es que Cristo vaya a la muerte como víctima vicaria que paga la deuda al Padre o al diablo, sino que el Padre amoroso, reconociendo el amor que el Hijo le tiene a él y a la humanidad, salda la cuenta pendiente ofreciendo a su propio Hijo. Fundamentalmente es un acto del amor de Dios que se ha derramado en los corazones de los hombres (Rom 5,6-8; 8,35.39).
89 Para evitar que las afirmaciones de Pablo, envueltas a veces en el ropaje de una terminología jurídica, se entiendan de acuerdo con unas categorías demasiado rígidas ―en la línea de algunos intérpretes patrísticos y escolásticos—, debemos subrayar que Pablo nunca especifica a quién se pagó el «precio». La razón de esto es que Pablo no hace teoría sobre el misterio de la redención. «Nos presenta no teorías, sino metáforas vívidas, que, si las dejamos actuar en nuestra imaginación, pueden convertir en efectiva para nosotros la verdad salvadora de la redención que Cristo llevó a cabo en favor nuestro ofreciéndose a sí mismo... Creer que toda metáfora debe convertirse en una teoría es una forma de falsificar las cosas» (Richardson, ITNT 222-23).
C. H. Dodd, «Hilaskesthai» in the Septuagint: JTS 32 (1930-31), 352-60; A. Médebielle, Expiation: VDBS 3, 1-262; L. Moraldi, Espiazione sacrificale e riti espiatori nell'ambiente biblico e nell’Antico Testamento (Roma, 1956); E. F. Siegman, The Blood of Christ in St. Paul’s Soteriology, en Proceedings Second Precious Blood Study Week (Rensselaer, Indiana, 1960), 11-35.
90 C) Liberación redentora. Otro de los efectos que Pablo atribuye a la acción salvífica de Cristo es la libertad. «La gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8,21), que anhela ávidamente toda la creación, aún no es perfecta. No obstante, existe una libertad que Cristo ha logrado ya para los hombres. La expresión clásica para designarla es «redención», término que hace referencia a la institución social de poner en libertad a los esclavos o cautivos. Pablo tiene ante la vista claramente esta institución en 1 Cor 7,23, donde aconseja a los esclavos y a los libres que no intenten cambiar su estado social, porque tal estado tiene poca importancia una vez que han sido «comprados por buen precio» (7,23; cf. 6,20) y son esclavos de Cristo o libertos del Señor. En el mundo helenístico de tiempos de Pablo la manumisión de un esclavo era con frecuencia un asunto sagrado. Se han encontrado numerosas inscripciones en Delfos y otros santuarios que describen la manumisión como si se tratara de la compra de un esclavo a su propietario por parte de un dios. En realidad, era el esclavo mismo quien depositaba el precio de su libertad en e1 santuario del dios; este dinero pasaba después a manos del propietario del esclavo. Pero se consideraba que el esclavo había pasado a ser propiedad del dios, quien, por esta razón, le protegía y garantizaba su libertad (cf. A. Deissmann, LAE 320ss). Existe cierto paralelismo entre algunas facetas de esta institución y algunas expresiones de Pablo («comprados a buen precio», «esclavo de Cristo», «redención»; cf. AG 12, 95, 205, 825). Sin embargo, es un simple paralelismo superficial que debe entenderse a la luz de los datos del AT, ya que quien paga realmente es Cristo y no el esclavo-pecador, y su pago no es ficticio, porque es un comprador divino.
91 En el AT, a Yahvé se le describe como gō’ēl de Israel, «redentor», es decir, el pariente a quien correspondía el deber de rescatar la libertad perdida de un pariente. En Dt-Is (4,14; 43,14; 44,6; 47,4) y en Sal (18, 15; 77,35) se aplica esta figura a Yahvé. Se aplica especialmente a la liberación de Israel esclavo en Egipto (Ex 6,6-7; Dt 7,6-8; Sal 111,9) y al paso del mar Rojo (Is 43,1). Posteriormente se extiende al retorno de Israel cautivo en Babilonia, cuando Yahvé realiza un nuevo éxodo de su pueblo (Is 51,11 ; 52,3-9). Conviene tener en cuenta que en el AT tal «redención» significa, más bien, «liberación», ya que raramente se menciona el pago de un lytron (rescate) (cf. Is 52,3). Con el tiempo, la idea de redención adquirió un matiz escatológico, viniendo a significar lo que Dios había de hacer con su pueblo al fin de los tiempos (Os 13,14; Is 59,20; Sal 130,7-8; Est 13,9.16). Este sentido permanece en la LQ (cf. L. de Lorenzi, RBibIt 5 [1957], 197-253) y en el NT (Lc 2,38; 24,21). En general, denota una liberación de la impureza, del pecado, de la muerte y del šeol.
92 Sin embargo, a esta liberación redentora se vinculó con frecuencia la idea de «adquisición, posesión». Yahvé no sólo liberó a los hebreos de la esclavitud egipcia, sino que adquirió un pueblo para sí, especialmente por la alianza del Sinaí (Ex 6,6-7; 15,16; 19,5; Is 43,21; Sal 74,2; 135,4). Fue, por tanto, una liberación que terminó en «adquisición», más aún: en «adopción».
Cuando Pablo afirma que los cristianos han sido «comprados con un precio» (1 Cor 6,14; 7,22) no hace sino subrayar el pesado gravamen de la oblación que Cristo hizo de su vida para conseguir la libertad de los hombres y hacer de ellos «su pueblo». En Gál (3,13; 4,5) Pablo emplea el verbo exagorazō para designar la liberación frente a la ley que lleva a cabo el acontecimiento Cristo (cf. F. Büchsel, ThDNT 1, 124-28). En los LXX nunca se emplea este término en contextos de manumisión ni tampoco aparece en textos extrabíblicos referentes a la manumisión sagrada. El verbo es compuesto de agorazō y, generalmente, significa «comprar». No obstante, Diodoro Sículo (36, 2) lo aplica a la compra de un esclavo (como posesión) y también (15, 7) a la liberación de un esclavo mediante compra. En este último contexto, aun cuando no se hace mención del lytron, se trata evidentemente del rescate de alguien que ha caído en la esclavitud. Por tanto, si se aplica la idea de liberación mediante compra a la palabra que emplea Pablo, habría que evitar todo hincapié en los detalles de carácter jurídico, ya que la idea precisa de Pablo sobre la «redención» está teñida por la idea veterotestamentaria de «adquisición». Pablo nunca llama a Cristo lytrōtēs («redentor» = gō’ēl; este término sólo se aplica a Moisés, Act 7,35), ni habla propiamente de un lytron (rescate). Pablo llama a Jesucristo «nuestra redención» (apolytrōsis, 1 Cor 1,30), expresión mayestática que identifica la persona de Cristo con su liberación y sintetiza la concepción paulina de Cristo. Pero conviene tener muy en cuenta que, aunque los hombres alcanzan la remisión de sus pecados (cf. Col 1,14; Ef 1,7) «mediante la redención en Cristo Jesús» (Rom 3,24), se trata específicamente de una «redención de adquisición» (Ef 1,14). Aunque la redención, en cierto sentido, ya se ha efectuado (Rom 3,24), tiene todavía una etapa futura y escatológica, de igual modo que todo el acontecimiento Cristo, ya que los cristianos todavía «esperan la redención del cuerpo» (Rom 8,23), El sello del Espíritu, de que gozan ya los cristianos, es simplemente una prenda para «el día de la redención» (Ef 4,30).
93 La libertad que Cristo ha conquistado para los cristianos es la libertad de la ley, del pecado, de la muerte y de sí mismos (Rom 5-8). Los
que estaban bajo la ley han sido comprados por él; ahora se les puede llamar «esclavos de Cristo» (1 Cor 7,23 [cf. Tit 2,14, que se hace eco de Sal 130,8 y Ex 19,5]), porque ya sólo deben obediencia a Cristo. Ahora están ligados a su ley (Gál 6,2; 1 Cor 9,21). Pero en él encuentran la liberación de todos los elementos que oprimen la existencia humana (Gál 2,4; 4,22-31; 5,1.13; 1 Cor 9,1.19; 10,29; 2 Cor 3,17; Rom 6,18.20.22; 7,3; 8,2.21), porque su ley es ley de amor: «la plenitud de la ley es el amor» (Rom 13,10; cf. 8-10).
L. Cerfaux, Cristo, 116-19; W. Elert, Redemptio ab hostibus: TLZ 72 (1947), 265-70; S. Lyonnet, De peccato et redemptione (Roma, 1960), 2, 24-66; L’emploi paulinien de «exagorazein» au sens de «redimere», est-il attesté dans la littérature grecque?: Bib 42 (1961), 85-89; E. Pax, Der Loskauf: Zur Geschichte eines neutestamentlichen Begriffes: Anton 37 (1962), 239-78; V. Taylor, The Atonement in NT Teaching (Oxford, 1945).
94 D) Justificación. La justificación del cristiano es otra de las formas con que Pablo expresa los efectos de la acción salvífica de Cristo. «Jesús... resucitó para nuestra justificación» (Rom 4,25). Este efecto del acontecimiento Cristo no es en realidad tan importante en la teología de san Pablo como se creyó en las controversias de la Reforma y en la interpretación agustiniana. No constituye la clave de la teología paulina ni sintetiza para el Apóstol la experiencia cristiana (A. Schweitzer alude a la justificación como «un cráter secundario»). La justificación es el aspecto de la salvación que surgió en el contexto polémico de la controversia de Pablo con los judaizantes. Aparece más claramente su carácter polémico si recordamos que dikaiōsis (justificación) sólo se encuentra en Rom 4,25; 5,18 (cf. dikaiōma, 5, 16) y que el correspondiente verbo dikaioō aparece quince veces en Rom y ocho veces en Gál, frente a dos veces en el resto de las cartas (1 Cor 4,4; 6,11 [cf. 1 Tim 3,16; Tit 3,7]). Además, la justificación confiere a la salvación una dimensión jurídica que, si bien era necesaria para el debate en ese contexto judaizante, difícilmente sintetiza la realidad misma del hecho cristiano. Sin embargo, existe un valor positivo en este aspecto de justificación si se interpreta correctamente, es decir, si se interpreta como manifestación de la «justicia de Dios» en el sentido que tenía este término en la literatura profética y posexílica del AT y en otros escritos judíos posteriores. (Cf., además, K. Stendahl, The Apostle Paul and the Introspective Conscience of the West: HarvTR 56 [1963], 199-215).
95 La justificación, en cuanto metáfora aplicada a la salvación, tiene su origen en el procedimiento judicial por el que se emite un veredicto de absolución y constituye una perspectiva de la salvación casi exclusiva de Pablo. Pero si queremos comprender lo que realmente significa, debemos tener en cuenta sus raíces veterotestamentarias. Ya nos referimos anteriormente a la «justicia de Dios» (cf. 37, supra); es aquella cualidad por la que Yahvé, en cuanto juez de Israel, manifiesta en una decisión justa su liberalidad salvífica hacia su pueblo. Es una cualidad que guarda relación con su misericordia (hesed) fundada en la alianza; en los LXX, el término dikaiosynē sustituye con frecuencia al término eleos como traducción de hesed (Gn 19,19; 20,13; 21,23; 24,27, etc.). Esto explica cómo llegó a significar «favor para con Israel», pero sin perder del todo su matiz judicial. Si bien algunos círculos del judaísmo palestinense propendieron a olvidarse de esta concepción comprehensiva de la «justicia de Dios» (como, al parecer, lo hicieron los judaizantes adversarios de Pablo), la noción se conservó al menos en los medios esenios de Qumrán. En la LQ aparecen abundantes referencias a sedeq’El o sidqat’El, entendidos de una forma sorprendentemente parecida al concepto paulino de «justicia de Dios» (cf. 1QS 11,4-9.11-13.18; 1QH 9,33; 1,6-9; 14,15-16).
P. Benoit, Qumrán et le Nouveau Testament: NTS 7 (1960-61), 276-96, especialmente 292-95; H. Braun, Qumran und das Neue Testament: TRu 29 (1963), 189-94; F. Nötscher, Zur theologischen Terminologie der Qumran-Texte (BBB 10; Bonn, 1956), 158-64; S. Schulz, Zur Rechtfertigung aus Gnaden in Qumran und bei Paulus: ZThK 56 (1959), 155-85.
La manifestación de este atributo de Dios constituye el tema de la primera parte de Rom (cf. 1,17, que se contrapone a la cólera de Dios; cf. 3,21.22.25.26; 10,3). Porque Yahvé es justo, justifica al hombre (cf. Rom 3,26; 8,33).
96 El AT enseñaba que «ningún ser viviente es justo ante Dios» (Sal 143,2), es decir, nadie alcanza por sí mismo el perdón en la presencia de Dios (cf. 1 Re 8,46; Job 9,2; Sal 130,3-4; Is 64,6). Se esperaba que la justificación sería realizada por un redentor futuro (Is 59,15-20). Sin embargo, Pablo subraya que la justificación ya ha tenido lugar por la fe en el acontecimiento Cristo: «Fue para manifestar ahora, en el tiempo presente, que Dios es justo e incluso justificador del hombre que cree en Jesús» (Rom 3,26; cf. 5,1). Y no sólo pone de relieve Pablo que la justificación del hombre ya se ha efectuado, sino que insiste en su completa gratuidad. Viene exclusivamente de Dios. Por su parte, los hombres «pecaron y se privaron de la gloria de Dios» (Rom 3,23), pero Dios por pura gracia la ha llevado a cabo en Cristo, por quien el hombre queda justificado ante Dios.
97 Esta justificación, como acto divino, incluye una declaración de que el hombre pecador es justo ante Dios. Pero ¿significa esto que el hombre es simplemente declarado justo mediante una ficción legal, siendo realmente pecador? Podríamos pensar que dikaioō, lo mismo que otros verbos griegos terminados en -oō, tiene un significado causativo o factitivo: «hacer justo a alguien» (cf. douloō, «esclavizar»; nekroō, «causar la muerte»; anakainoō, «renovar», etc.). Sin embargo, en la versión de los LXX dikaioō parece tener generalmente un significado declarativo, forense. A veces, éste parece ser el único sentido que tiene en las cartas de Pablo (cf. Rom 8,33); pero muchos casos son ambiguos. Ciertamente, no se puede apelar a este sentido forense para descartar una transformación más radical del hombre por el acontecimiento Cristo y convertirlo, en cierto modo, en la esencia de la experiencia cristiana. La justificación consiste realmente en que el hombre queda situado en un estado de justicia ante Dios por su vinculación a la actividad salvífica de Cristo Jesús: por su incorporación a Cristo y a su iglesia mediante la fe y el bautismo. El efecto de esta justificación es que el cristiano se hace dikaios (justo); no es que sea declarado justo, sino que realmente queda constituido como tal (katastathēsontai, Rom 5,19). Pablo reconoce que, como cristiano, no tiene ya una justicia propia, fundada en la ley, sino una justicia adquirida por medio de la fe en Cristo, «una justicia de Dios» (Flp 3,8-9). E incluso afirma que el cristiano unido a Cristo es «la justicia de Dios» (2 Cor 5,21).
R. Bultmann, Dikaiosynē Theou: JBL 83 (1964), 12-16; A. Descamps, Les justes et la justice (Lovaina, 1950); A. Descamps y L. Cerfaux, Justice: VDBS 4 (1949), 1417-510; J. Jeremias, Justification by Faith, en The Central Message of the New Testament (Londres, 1965), 51-70; E. Käsemann, God's Righteousness in Paul, en J. M. Robinson (ed.), The Bultmann School of Biblical Interpretation: New Directions? (Nueva York, 1965), 100-10; S. Lyonnet, De «justitia Dei» in epistola ad Romanos: VD 25 (1947), 23-34, 118-21, 129-44, 193-203, 257-63; G. Quell y G. Schrenk, Righteousness (BKW 4; Londres, 1951); Dikaiosyné: ThDNT 2, 174-225; P. Stuhlmacher, Gerechtigkeit Gottes bei Paulus: (FRLANT 87; Gotinga, 1965).
ANTROPOLOGIA PAULINA
98 I. El hombre antes de la venida de Cristo. ¿Qué efectos produce en la vida de los hombres el acontecimiento Cristo? ¿Cómo participan los hombres de la redención que Cristo llevó a cabo? Una vez esbozados los aspectos objetivos de la salvación cristiana, pasamos a explicar la manera en que, según el punto de vista de Pablo, influyó en los hombres la obra de Cristo. Para comprender la concepción paulina de la experiencia cristiana, vista desde el lado del hombre, debemos tener en cuenta cómo consideraba Pablo al hombre antes de la venida de Cristo. Su concepción es, al mismo tiempo, colectiva e individual. Con ello nos adentramos en la concepción antropológica de Pablo.
Conviene que nos fijemos primero en la dimensión colectiva de la situación del hombre antes de Cristo, ya que está más estrechamente vinculada a la historia de la salvación que su dimensión individual. Pablo compara frecuentemente lo que fue en un tiempo la situación del hombre con lo que es «ahora» en la cristiana (cf. Gál 4,8-9; 1 Cor 6,11; Col 1,21-22; 3,7-8; Ef 2,1-6; 2,11-13; 5,8).
99 A) El pecado. En la etapa anterior a la venida de Cristo, los hombres eran pecadores y, a pesar de sus esfuerzos por vivir justamente, nunca pudieron alcanzar tal propósito ni conseguir el destino glorioso que les estaba prometido (Rom 3,23). La denuncia que hace Pablo de la impiedad y perversidad de los gentiles, que llegó a extinguir la verdad en sus vidas, es muy severa (1,18-23). Para Pablo no tienen ninguna excusa al no honrar a Dios ni darle gracias por lo que conocían de él a través de la creación, al margen de la revelación que Dios había hecho de sí mismo en el AT. «No conociendo a Dios», los gentiles «estaban esclavizados a los seres que por naturaleza no eran dioses... y eran esclavos de los elementos sin fuerza ni valor» (Gál 4,8-9). Su condición de servidumbre no les dejó conocer su conducta degradada (Rom 1,24-32; 1 Cor 6,9-11). No obstante, la descripción no es totalmente negativa, ya que Pablo reconoce que los gentiles cumplieron algunas veces las prescripciones de la ley de Moisés (Rom 2,14), «siendo ley para sí mismos», es decir, conociendo a través de su conciencia lo que la ley mosaica prescribía de un modo positivo a los judíos.
100 Por lo que respecta a los judíos, que se jactaban de la posesión de la ley mosaica, manifestación de la voluntad de Yahvé y guía de su conducta, la acusación de Pablo es igualmente grave. Los judíos tienen la ley, pero no la guardan. Ni siquiera la práctica de la circuncisión o la posesión de las promesas de salvación pueden salvarlos de la cólera que merece el pecado (Rom 2,1-3.8).
101 Sin el evangelio todo el género humano, «todos los hombres, judíos y griegos, están bajo el poder del pecado» (Rom 3,10). Los hombres se encuentran en una situación de hostilidad para con Dios (Rom 5,10), al no dedicarse a su honor y servicio (Rom 1,18) ni a honrar su nombre (Rom 2,24). Su condición es de alejamiento de Dios y de esclavitud bajo Satán (Ef 2,2; 6,11-12; Col 1,13), una especie de «muerte» (Ef 2,1.5; Col 2,13).
102 Pablo alude en ocasiones al pecado con tales términos, que podríamos considerarlo como una «deuda» que ha de ser perdonada (Rom 3,24-25; Col 1,14; 2,14; Ef 1,7), pero más frecuentemente lo considera como una fuerza o poder que ha invadido al hombre y que está favorecida por todas sus inclinaciones naturales. Los actos pecaminosos personales del hombre son «transgresiones» (Gál 3,19; Rom 2,23; 4,15), «faltas» (Gál 6,1; Rom 5,15.16.17.18.20) y «pecados» (Rom 3,25, hamartēmata). Pero hamartia es un influjo activo del mal en la vida del hombre, que penetra toda su historia. El pecado y la muerte son personificados por Pablo e intervienen como actores en el escenario de la historia humana. La transgresión de Adán introdujo el pecado en la historia de la humanidad, y la muerte entró en escena (en un sentido total: la muerte física, que conduce a la muerte espiritual).
103 La doctrina de Pablo sobre la profunda influencia del pecado en el mundo antes de la venida de Cristo depende del AT y de las ideas que circulaban entre los judíos sobre el carácter del pecado y la muerte. Gn 2-3 describe explícitamente la pérdida por parte de Adán y Eva de la comunicación familiar y amistad con Dios y sus consecuencias, dolores, penalidades y muerte, que constituyen su herencia. El inequívoco carácter etiológico del relato denota que el pecado de Adán y Eva fue la causa de toda la miseria humana. Con todo, ni en Gn ni en ninguna otra parte de los libros más antiguos del AT queda establecida esta conexión de modo definitivo. La muerte corporal no aparece como consecuencia hereditaria (?) del pecado del Edén hasta el tardío libro del Eclesiástico (ca. 190 a. C.): «Con la mujer empezó el pecado y por ella todos morimos» (25,24). En Sab 2,23-24 leemos: «Dios creó al hombre para la inmortalidad y le hizo imagen de su propia naturaleza, pero por la envidia del diablo la muerte entró en el mundo». Incluso en este texto la muerte no es meramente física, corporal.
El AT enseña en muchos pasajes la pecaminosidad general del hombre (Gn 6,5; 8,21; Job 4,17; 14,4; 15,14; Sal 120,3; 143,2). Esta doctrina, sin embargo, se presenta como un dato de experiencia; todos los hombres son pecadores. Los escasos textos que podrían indicar una disposición pecaminosa en el hombre (Gn 8,21; Job 14,4; Sal 51,7) sólo indican en realidad que existe una inclinación casi innata al pecado. Apenas manifiestan una creencia en una disposición pecaminosa heredada de Adán y Eva. En la literatura judía intertestamentaria existen muchos pasajes que atribuyen la muerte a Adán o a Eva (2 Henoc 30,17: «Le creé una mujer, y la muerte le vendría por su mujer»; Apocalipsis de Moisés 14: «Adán dijo a Eva: ¿Qué has hecho? Has acarreado sobre nosotros la gran cólera [muerte] que domina ahora a toda nuestra raza»; cf. 2 Esdras 3,7). Ni siquiera en este tipo de literatura encontramos un pasaje inequívoco que atribuya la herencia del pecado a Adán o a Eva. El que más se aproxima a esta noción se encuentra en Apocalipsis de Moisés 32: «Por mí ha entrado en el mundo todo pecado». Con todo, esta afirmación sólo dice que Eva fue la primera en pecar (cf. Josefo, Ant., 3.8, 1, § 190; De vita Mois., 2, 147). El salmista de Qumrán canta: «Y [el hombre] está en la iniquidad desde el seno materno» (1QH 4,29-30), lo cual no expresa sino la total pecaminosidad de la existencia del hombre.
104 Con toda claridad, Pablo se hace eco de la tradición judía sobre la muerte hereditaria al atribuir esta situación a Adán (1 Cor 15,21-22: «todos los hombres mueren en [o por] Adán»). Dado que en el contexto el punto de contraste es la resurrección para la vida (eterna), Pablo está pensando en la muerte espiritual (que es diferente de la muerte física). La conexión de la muerte con Adán no se explica en 1 Cor; pero en Rom 5,12 se atribuye la muerte de todos los hombres a Adán a causa de su pecado: «Por eso, así como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte; y así la muerte se extendió a todos los hombres, por cuanto todos pecaron... ». En este versículo Pablo atribuye a Adán no sólo la muerte total, que afecta a todos los hombres, sino también el contagio del pecado, que igualmente afecta a todos los hombres, y esto independientemente de sus transgresiones personales. Este sentido no viene dado por la significación «habitual» de hēmarton ni tampoco por la expresión eph’hō, entendida como incorporación de todos los hombres en Adán. Tal noción es exigida más bien por el contexto, y especialmente por 5,19: «Pues como por la desobediencia de un solo hombre resultaron (katestathēsan) pecadores los muchos, así también por la obediencia de uno solo han resultado justos los muchos». El contraste de antitipo y tipo, de Cristo y Adán, exige que la condición pecaminosa de todos los hombres se debe a Adán (prescindiendo de sus pecados personales, que también llevan a la muerte), lo mismo que el estado de justicia se debe únicamente a Cristo.
C. K. Barrett, From First Adam to Last: A Study in Pauline Theology (Londres, 1962); T. A. Barrosse, Death and Sin in Saint Paul’s Epistle to Romans: CBQ 15 (1953); 438-59; E. Brandenburger, Adam und Christus (WMzANT 7; Neukirchen, 1962); R. Bultmann, Adam and Christ According to Romans 5: CINTI 143-65; A.-M. Dubarle, Original Sin: The Biblical Doctrine (Nueva York, 1965); J. Freundorfer, Erbsünde und Erbtod beim Apostel Paulus (Münster, 1927); L. Ligier, Péché d’Adam el péché du monde, vol. 2 (Coll. Théologie 48; París, 1.961); R. Scroggs, The Last Adam (Oxford, 1966).
105 B) La ley y los espíritus. El estado del hombre antes de Cristo, era no sólo de sometimiento al pecado y la muerte, sino esclavizamiento a los «espíritus» de este mundo y a la ley. «Entonces, no conociendo a Dios —dice Pablo a los gálatas que habían sido paganos— estabais esclavizados a los que por naturaleza no son dioses» (Gál 4,8). Se discute si estos «dioses» eran los espíritus designados con el título de «elementos de este mundo» (Gál 4,9; cf. Col 2,20), «tronos, dominaciones, principados, potestades» (Col 1,16; cf. Ef 1,21), «sea cualquiera el título que se les dé». A veces, uno se pregunta si Pablo realmente creyó en su existencia. Pablo se mofa de ellos cuando afirma la supremacía de Cristo (Col 2,10.15.18; Ef 3,10). Pero, algunas veces, atribuye la condición pecadora del hombre al «tiempo de este mundo, según el príncipe del dominio del aire» (Ef 2,2; cf. Ef 6,12). Pablo considera la posibilidad de que los «ángeles» sean obstáculo al amor de Dios en Cristo (Rom 3, 38) o anuncien un evangelio diferente del suyo (Gál 1,8). El hecho de que los ángeles fueran los promulgadores de la ley de Moisés, que esclavizó a los hombres, es un signo de la inferioridad de ésta con respecto a las promesas de Dios (Gál 3,19). Estos espíritus no siempre son perversos; pueden ser buenos o, al menos, neutrales (1 Cor 11,10; Gál 4,14). Sin embargo, si hasta ahora han tenido poder sobre los hombres, su imperio ha sido quebrantado con la venida del Kyrios, Jesucristo. Incluso los cristianos, a causa de Cristo, juzgarán a los ángeles (1 Cor 6,3): así es de imperfecto su dominio sobre los hombres.
106 Sin embargo, los hombres eran esclavos tanto de la ley como de los ángeles. Pablo piensa ahora en la historia de Israel (cf. Gál 4,3-5.8-9; 5,1-3; Rom 7,1ss). Si exceptuamos algunos pasajes en que nomos tiene expresamente un sentido determinado explícitamente (Rom 3,27, «ley de fe»; 8,2, «ley del Espíritu»; 8,7, «ley de Dios»; Gál 6,2, «ley de Cristo») o por el contexto (que juega con la idea de nomos, Rom 2,14b; 7,2-3. 21-25), ho nomos —o simplemente nomos— significa para Pablo siempre la ley mosaica, sin distinción alguna entre preceptos cultuales o rituales y exigencias éticas (cf. Gál 4,10; 5,3; Rom 7,7). Pablo habla ocasionalmente de entolē; pero esta palabra sólo denota un «mandamiento» y es una manera de designar el todo por la parte. (Cf. R. Bultmann, TNT 1, 260-61; H. Kleinknecht y W. Gutbrod, Law [BKW 11; Londres, 1962] 101). Debemos guardarnos, por tanto, de interpretar nomos sin artículo por «ley en general». (Cf. G. B. Winer, Grammatik des NT Sprachidioms [Gotinga, 1894], § 19,13h; Bl-Deb-F § 258.2).
107 Pablo personificó la ley, de igual modo que lo había hecho con el pecado y la muerte (nomos; cf. Rom 7,1). Son tres personajes que desempeñan su papel de kyrioi en el escenario de la historia del hombre. Por la transgresión de Adán, el pecado y la muerte entraron en el mundo. Pero los hombres comenzaron a pecar, a imitación de Adán, cuando la ley de Moisés entró en escena, trayendo consigo el «verdadero conocimiento» de lo que es el pecado (Rom 3,20).
108 Pablo reconocía que la ley, en sí misma, era «buena, justa y sana» (Rom 7,12.16 [cf. Tim 1,8-9]). Incluso la llama pneumatikos, «en relación con el Espíritu», porque tiene su origen en Dios (7,14.22.25; 8,7). Su misión era conducir a los hombres a la vida (Rom 7,10; cf. Gál 3,12) y de ninguna manera estaba en contradicción con las promesas de Dios (Gál 3,21). Iba dirigida a los que estaban bajo su autoridad (Rom 3,19); sin embargo, sirvió de poco provecho a los judíos que blasonaban de poseer la ley y no la obedecían (Rom 2,12-13.17-18.23.25; 9,4). La justicia se buscaba en la práctica de las «obras de la ley».
109 Pero la ley no podía producir la justicia que se le atribuía. Pablo estaba firmemente persuadido de ello y cita Sal 143,2: «Ningún ser humano se justificará ante él»; y añade explícitamente: «por las obras de la ley» (Rom 3,20; cf. 3,21.28; 8,3). En Gá1 expresó la misma idea, pero en términos de «vida» (3,12, que es una cita de Hab 2,4). A pesar de la ley, los judíos fueron tan pecadores como los gentiles (Rom 2, 17-24). La razón de ello estaba en que la ley solamente proporcionó una norma extrínseca de lo que había que cumplir, sin ofrecer al mismo tiempo una dynamis (fuerza) para poder llevarlo a práctica.
110 Como consecuencia de todo esto, la ley multiplicó el pecado (Gál 3,19; Rom 5,20; 7,13). Y no sólo se convirtió en dynamis del pecado (1 Cor 15,56), haciendo al hombre merecedor de la cólera de Dios (Rom 4,15), sino que fomentó positivamente el pecado, aun cuando ella en sí misma no era pecado (Rom 7,7). La ley de Moisés demostró ser ocasión de pecado porque instruyó al hombre sobre las posibilidades materiales de pecar al prohibirle algo que en sí era indiferente, o estimuló su concupiscencia para correr tras el fruto prohibido (Rom 7,5.8.11). Mucho más importante, sin embargo, fue el papel que desempeñó la ley como instructora moral, ya que proporcionó al hombre un «conocimiento verdadero» (epignōsis) del pecado (Rom 3,20), es decir, la comprensión de un desorden moral como transgresión y rebelión contra Dios. Tal conocimiento no existió en el mundo anterior a Moisés (Rom 5,13; 4,15). «Sin ley, el pecado está muerto...; pero al surgir el precepto, resurgió el pecado, mientras que yo moría» (Rom 7,8-9). El pecado se presentó, por la ley, con sus auténticos rasgos.
111 Pero, lo que es peor, trajo la maldición sobre todos los que no la observaron: «Maldito todo el que no permanece en todas las prescripciones del libro de la ley para cumplirlas» (Gál 3,10, citando a Dt 27,26). Como instrumento y cómplice del pecado, la ley, que debería haber proporcionado la vida al hombre, de hecho no le reportó más que la muerte (Rom 7,10). Atrajo sobre él una «condenación» (Rom 8,1); fue «una economía de muerte» (2 Cor 3,7), una «dispensación de condenación» (2 Cor 3,9) y la «letra que mata» (2 Cor 3,6).
112 Pablo percibió lo extrañas que podían parecer las severas acusaciones que lanzaba contra la ley mosaica, que, por otra larte, procedía de Dios. «¿Es que lo que era bueno se me había vuelto muerte? De ningún modo. Fue el pecado quien actuó de manera que pudiera ser reconocido como pecado» (Rom 7,13). La ley no fue sino el instrumento de la hamartia. Sin embargo, en el uso de la ley se manifestó el verdadero carácter del pecado.
113 ¿Cómo pudo Dios permitir que lo que era «bueno, justo y santo» sirviera para este fin? Pablo explica esta irregularidad de dos maneras. En primer lugar, en Gál manifiesta que la ley era temporal. Antes de que llegara la fe, los hombres permanecían aprisionados bajo la ley «encerrados para la fe que se iba a revelar» (Gál 3,23). La ley actuaba de esclavoacompañante (paidagōgos) para conducir los hombres a Cristo. El sentido de esta función no radica en que el hombre pueda alcanzar la verdadera fe en Cristo solamente cuando su autojusticia haya sido destruida por la ley o cuando ésta le haya hecho sentir la necesidad desesperada de un salvador. En el entramado de la historia salvífica la ley desempeña el papel de conducir a los hombres a encontrar su salvación por la fe en Cristo. A las promesas de salvación hechas a Abrahán se sumó la ley unos cuatrocientos treinta años más tarde y fue promulgada por ángeles por mediación de Moisés. Todo esto manifiesta su carácter temporal e inferior dentro del plan salvífico de Dios (Gál 3,17-20); no constituía sino una faceta de la función de Israel en ese plan. En segundo lugar, Pablo explica en Rom que la anomalía se debe realmente al hombre, que es sarkinos, «hecho de carne». El egō no se identifica simplemente con pecado y carne. Sin embargo, a pesar de que la ley provenía de Dios y era pneumatikos, no resolvió el conflicto que todo hombre experimenta, especialmente desde que todo hombre está «vendido al pecado» (Rom 7,14). Aun cuando «en su intimidad se complace en la ley de Dios» (Rom 7,22), el hombre sabe que «el pecado habita en él» (7,17). En sentido figurado, Pablo llega a llamar a este pecado «otra ley» (7,23). Así, una vez más, Pablo echa la culpa de todo no a la ley, sino al pecado y a la torpeza del hombre para hacer el bien que desearía realizar (7,15). No obstante, la ley no le ayudó a resolver esta dificultad. (Cf. K. Stendahl, HarvTR 56 [1963], 199-215).
114 La dificultad fue resuelta, sin embargo, en Cristo Jesús y sólo en él. «Cristo nos ha liberado para la libertad» (Gál 5,1), para una libertad frente al régimen de la ley. «Habéis muerto a la ley mediante el cuerpo, de Cristo» (Rom 7,4). Cristo es también quien salvó a los hombres de la esclavitud del pecado y de la muerte. «¿Quién me librará de este cuerpo sentenciado a muerte [lit., «cuerpo de muerte»]? Gracias a Dios, por Jesucristo nuestro Señor» (Rom 7,24-25). «Entonces no hay ya condenación para los que permanecen en Jesucristo. Porque la ley vivificante del Espíritu en Jesucristo te ha liberado de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,1-2). «No estáis ya bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,14). Por tanto, Cristo es el «fin de la ley» (Rom 10,4). El cristiano ha muerto a la ley porque por el bautismo ha sido crucificado con Cristo, que murió «por la ley [mosaica]» (Gá1 2,19). La mentalidad que la ley había ido creando no podía aceptar a Jesús como el Cristo y, de hecho, le eliminó. Sin embargo, la misma muerte de Cristo fue el acto liberador por el que fue quebrantada la maldición de la ley. Aunque había nacido bajo la ley (Gál 4,4) y no conoció el pecado (2 Cor 5,21), se sometió temporalmente a una situación tal que también cayó sobre él la maldición de la ley (la maldición de Dt 21,23), que fue anulada a cambio de un cuerpo muerto, expuesto en el árbol de la cruz. La conexión entre las dos maldiciones no es más que extrínseca y material; pero Pablo, siguiendo un principio de lógica rabínica, vio en la maldición de Cristo el instrumento que destruyó la maldición de la ley que pesaba sobre los hombres.
115 ¿Cómo llegó Pablo a esta concepción negativa de la ley? ¿No da 1a impresión de ser un marcionita? Ante este problema, algunos intérpretes intentaron mostrar que Pablo se refería a los pasajes cultuales y rituales del AT. Esta explicación es inadecuada, ya que Pablo menciona explícitamente el Decálogo en Rom 7,7. Tampoco aclara el problema afirmar que Pablo habla de la «ley en general» (es decir, de cualquier sistema legalista). Parte del problema radica en que Pablo solía contemplar el AT desde un prisma farisaico y rabínico y estaba preocupado con sus 613 preceptos y las interpretaciones casuísticas de los Padres que los explicaban. Pocas veces habla del AT como alianza (cf. las esporádicas referencias que existen en Rom 9,4; Ef 2,12; 2 Cor 3,14; Gál 3,17 [la alianza de promesa hecha con Abrahán, no el gran acontecimiento del Sinaí]). Todo esto puede ser resultado de la dependencia de Pablo con respecto a los LXX, donde la noción hebrea de berît se tradujo por diathēkē, término que en la época helenística significaba «última voluntad, testamento» (cf. Gál 3,15), y que llegó a oscurecer el concepto de alianza en el sentido de synthēkē (pacto), dándole el significado de voluntad de Dios, que Israel debía cumplir.
116 Sea cual fuere la respuesta que se dé al problema de la concepción paulina sobre la ley mosaica, él estaba convencido de que, con la muerte y resurrección de Cristo, se había introducido un nuevo género de vida en la historia del hombre. El hombre ya no tiene que cumplir la «ley de las obras», sino la «ley de la fe» (Rom 3,27). Se encuentra liberado de la ley en Cristo, mientras que antes de Cristo estaba esclavizado por ella. Se ve libre de lo que le atenazaba y obligaba, sin proporcionarle ayuda alguna para poner en práctica el bien que le exigía.
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117 C) El hombre. Uno de los problemas quc Pablo inientó abordar en la descripción que nos hace del hombre antes de la venida de Cristo es su misma condición. La incapacidad del hombre para observar la ley de Moisés dimana, en parte, de su condición de sarkinos. ¿Qué quiere Pablo darnos a entender con esta expresión? Para explicarlo debemos intentar averiguar qué entendía por sōma (cuerpo), sarx (carne), psychē (alma), pneuma (espíritu), kardia (corazón) y nous (mente). En realidad, Pablo no nos ofrece una descripción del hombre in se, sino que nos describe más bien distintas relaciones del hombre ante Dios. Por tanto, estos términos no indican realmente partes del hombre, sino que ponen de manifiesto aspectos del hombre completo, considerado desde distintas perspectivas.
118 A veces encontramos en los escritos de Pablo una concepción vulgar y corriente del hombre como compuesto de dos elementos (1 Cor 5,3; 7,34; 2 Cor 12,2-3). A1 elemento visible, tangible y biológico, integrado por miembros, se le llama sōma (Rom 12,4-5; 1 Cor 12,12-26). Aunque a veces parece que con este elemento quiere significar solamente la carne y los huesos del hombre (Gál 1,16; 1 Cor 13,3; 2 Cor 4,10; 10,10; Rom 1,24), generalmente significa mucho más. El hombre no solamente tiene un sōma, sino que es un sōma. A1 parecer, es la forma que emplea Pablo para designar el «yo», el sujeto de las acciones (Flp 1, 20; Rom 6,12-13; cf. 1 Cor 6,14 y 12,27). Este término designa al hombre total, como organismo unificado, complejo y vivo, incluso como persona, especialmente cuando es el sujeto a quien acontece algo o es el objeto de su propia acción (1 Cor 9,27; Rom 6,12-13; 12,1; 8,13; cf. R. Bultmann, TNT 1,195). Un cadáver no es un sōma; para Pablo no se da ninguna forma de existencia humana sin un cuerpo en este sentido pleno (cf. Flp 3,21; 1 Cor 15,35-45; 2 Cor 5,2-4; sin embargo, cf. 2 Cor 12,2-3; 5,6-8). Cuando Pablo emplea sōma en sentido peyorativo, al hablar de los «deseos o pasiones» del cuerpo (Rom 6,12; 8,13), del «cuerpo de pecado» (Rom 6,6), del «cuerpo de humillación» (Flp 3,21) o del «cuerpo de muerte» (Rom 8,3), en realidad está pensando en el hombre bajo el dominio de algún poder, tal como el pecado o la «carne» (Rom 7, 14.18.23; 8,3.13). En estos casos, sōma es el yo dominado por el pecado (Rom 7,23), y este yo constituye la condición del hombre antes de la venida de Cristo, o incluso después de la venida de Cristo si no vive la vida de Cristo.
119 En el AT, la palabra bāśār expresaba la idea de esas dos realidades: «cuerpo» y «alma». En Pablo se percibe el influjo de esa noción del AT cuando emplea sarx como sinónimo de sōma (1 Cor 6,16, cita de Gn 2,24; 2 Cor 4,10-11; cf. Gál 4,13; 6,17). En estos casos, sarx significa el cuerpo físico. La expresión «carne y sangre» quiere decir hombre (Gál 1,16; 1 Cor 15,50; Ef 6,12) y apunta a su fragilidad natural como ser humano. Es una expresión tardía del AT (Eclo 14,18; 17,31). Sin embargo, sarx a solas puede significar también la humanidad o la naturaleza humana (Rom 6,19; 3,5; 1 Cor 9,8). Con todo, el empleo de sarx más típicamente paulino se refiere al hombre en su existencia natural física y visible, débil y ligado a esta tierra (ta melē ta epi tē gēs, Col 3,5); expresa la idea de la criatura humana natural abandonada a sí misma. «Ninguna carne puede gloriarse de nada ante Dios» (1 Cor 1,29). «Los que andan según la carne piensan en lo que pertenece a la carne» (Rom 8,5); no pueden agradar a Dios (Rom 8,8). Las «obras de la carne» están detalladas en Gál 5,19-21; sería superfluo hacer notar que para Pablo «carne» no se reduce al ámbito del sexo. Pablo llega a identificar egō y sarx y descubre que nada «bueno» hay en ellos (Rom 7,18). Sarx designa, en consecuencia, al hombre entero, dominado por las tendencias naturales y terrestres. Esta noción adquiere un gran relieve en la famosa contraposición que hace Pablo entre «carne» y «espíritu», en la que se compara al hombre, sujeto a sus inclinaciones terrenas, con el hombre bajo el influjo del Espíritu. Sarx es el hombre por contraposición a Dios, sujeto a todo lo que le separa de Dios.
120 De manera semejante, la psychē no es exactamente el principio vital de la actividad biológica del hombre. Significa, lo mismo que en el AT, un «ser vivo, una persona viva» (en hebreo, nepeš; 1 Cor 15,45). Indica al hombre con su vitalidad, su conciencia, su inteligencia y volición (1 Tes 2,8; Flp 2,30; 2 Cor 1,23; 12,15; Rom 11,3; 16,4). Incluso cuando parece no significar otra cosa que el «yo» (Rom 2,9; 13,1), tiene siempre la connotación de vitalidad consciente y finalista de «vida». Aun en este caso, sólo se trata de la «vida» terrena y natural del hombre. Generalmente, Pablo no emplea psychē en sentido restrictivo; pero, por otra parte, se trata con toda claridad de la vida de la sarx y no de la vida dominada por el Espíritu. Esta es la razón de que llame psychikos al hombre que vive sin el Espíritu de Dios (1 Cor 2,14). Este es hombre «material» y no «espiritual» (pneumatikos).
121 En 1 Tes 5,23 Pablo esboza las tres partes de que, al parecer, está constituido el hombre: sōma, psychē y pneuma. En este caso, pneuma no es el Espíritu Santo (cf. Rom 8,16; 1 Cor 2,10-11). Unido a sōma y psychē, que designan al hombre completo bajo distintos aspectos, pneuma señalaría otro aspecto del hombre. Pero no siempre es fácil distinguir el pneuma de la psychē (cf. Flp 1,27; 2 Cor 12,18). Pneuma indica, cuando menos, el yo cognoscitivo y volitivo del hombre, y como tal manifiesta qoe el hombre es especialmente apto para recibir el Espíritu de Dios. Algunas veces, sin embargo, es un simple sustitutivo del pronombre personal (Gál 6,18; 2 Cor 2,13; 7,13; Rom 1,9; Flm 25).
122 Pablo emplea el término nous, según parece, para describir al hombre en cuanto sujeto que conoce y juzga; este término indica su capacidad de comprensión inteligente, planificación y decisión (cf. 1 Cor 1,10; 2,16; Rom 14,5). En Rom 7,23 es el yo inteligente quien escucha la voluntad de Dios que se le manifiesta en la ley, el que está conforme con la voluntad de Dios y la acepta como suya. Esta capacidad del hombre es precisamente la que puede comprender lo que de Dios se puede conocer a partir de la creación (Rom 1,20); los nooumena son las cosas que el nous puede captar. Realmente, apenas existe diferencia en el empleo que Pablo hace de nous y kardia (corazón), que, lo mismo que en el AT, significa con frecuencia «mente». Kardia indica, en todo caso, las reacciones más sensibles y emotivas del yo inteligente y discursivo: el corazón «ama» (2 Cor 7,3; 8,16), «se entristece» (Rom 9,2), «juzga» (1 Cor 4,5), «codicia» (Rom 1,24) y «sufre» (2 Cor 2,4). Duda y cree (Rom 10,6-10), es empedernido (2 Cor 3,14) e impenitente (Rom 2,5), pero puede ser fortalecido (1 Tes 3,13; Gál 4,6; 2 Cor 1,22). Es el corazón del hombre el que «decide y quiere» (Gál 4,9; 1 Cor 4,21; 10,27, etc.).
123 Todas estas facetas de la existencia del hombre están comprendidas en su «vida» (zōē), que es un don divino y designa la existencia concreta del hombre como sujeto de sus acciones personales. Sin embargo, la vida del hombre antes de la venida de Cristo era «según la carne» (Rom 8,12; cf. Gál 2,20). Con todas sus facultades para proyectar su vida de manera consciente, inteligente y motivada, el hombre sin Cristo sigue siendo un sujeto incapaz de conseguir alcanzar el fin que le ha sido marcado. Sobre esta situación del hombre, Pablo afirma: «Todos han pecado y se han privado de la gloria de Dios» (Rom 3,23). Esta privación supone que les estaba preparado de alguna manera un destino glorioso (cf. Rom 8,18-23). Nuestro bosquejo del estado del hombre antes de la venida de Cristo ha hecho ver, a veces por necesidad, la diferencia que Cristo introdujo en su existencia. Ahora ofreceremos una descripción más completa sobre esta diferencia bajo el título de «el hombre en Cristo».
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124 II. El hombre en Cristo. La reconciliación cristiana produjo una unión nueva del hombre con Dios. Pablo la llama «nueva creación» (Gál 6,15; 2 Cor 5,17) porque introdujo una nueva forma de existencia en el mundo del hombre, por la que Cristo y el cristiano viven, por así decirlo, en simbiosis. El hombre participa de esta existencia cristiana nueva por la fe y el bautismo, que realizan su incorporación a Cristo y a la Iglesia; tal incorporación encuentra su peculiar consumación en la eucaristía. Pasamos ahora a estos elementos de la teología de Pablo.
125 A) La fe. Para Pablo, la experiencia por la que el hombre hace suyos los efectos del acontecimiento Cristo es la fe (pistis). Esta experiencia tiene su comienzo en la escucha de la «palabra» que nos habla de Cristo y termina en un compromiso personal de todo el hombre con su persona y con su revelación. Se inicia como akoē (audición) y concluye como hypakoē (obediencia, sumisión; cf. Rom 10,7; 1,5; 16,26). El hombre debe abrirse a la «palabra» (logos, 1 Cor 15,2; cf. 1,18) o «mensaje» (rēma, Rom 10,17) que se le anuncia. La respuesta que dé debe afectar al hombre entero: «Si confiesas con tu boca a Jesús como Señor, y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvado» (Rom 10,9). La fe en Dios o en Cristo que se pide al hombre (1 Tes 4, 14; 1 Cor 1,21-23; Rom 4,24) no consiste en el asentimiento meramente intelectual a unas proposiciones, sino en una entrega vital y personal que compromete a todo el hombre con Cristo, en todas sus relaciones con Dios, con los demás hombres y con el mundo. Es un conocimiento de la diferencia que Cristo y su función salvífica de Kyrios establecen en la historia del hombre. Esta manera de concebir la fe pone de relieve la afirmación de Pablo, cuando dice: «Ahora, incluso la vida física que vivo la vivo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). La fe como entrega obediente a la llamada de Dios en Cristo supera con mucho la idea veterotestamentaria de fidelidad. Como hypakoē, es la plena aceptación del compromiso cristiano (2 Tes 1,8; Rom 6,16-17; 16,19), con exclusión de la confianza en el propio yo. El fundamento de la experiencia cristiana es una vinculación nueva con Dios en Cristo, una realidad ontológica que las facultades conscientes del hombre no pueden percibir de manera inmediata. El compromiso vivo de la fe debe influir de tal manera en la conducta consciente del hombre, que integre dentro de él la actividad psicológica con la realidad ontológica. En esto consiste una vida cristiana integrada (cf. Gál 2,20; 2 Cor 10,5).
126 La fe del cristiano es un don de Dios, de igual manera que todo el proceso de la salvación. «Por su gracia [de Cristo] estáis salvados mediante la fe, y ello no por vosotros, sino que es don de Dios» (Ef 2,8). Este es el pensamiento que subyace a lo largo de toda la exposición de la fe de Abrahán (Rom 4). Dado que Dios habla al hombre como a persona responsable, éste es libre de aceptar o rechazar esa llamada graciosa. La fe no es sino la aceptación o respuesta por parte del hombre, que adquiere conciencia de que toda la iniciativa viene de Dios. El hombre que no responde es desobediente y permanece bajo el poder «del dios de este mundo» (2 Cor 4,4; cf. Flp 1,27; 1 Cor 9,26-27; Ef 2,2). Al afirmar esto, Pablo da por supuesto que la incredulidad es en sí misma un pecado.
127 En el contexto de la polémica en que Pablo rechaza las «obras de la ley» como medio de justificación, insiste y recalca que la justificación viene por la fe (Gál 2,16; cf. Rom 2,20.28; Flp 3,9). Sin embargo, su verdadero sentido de la fe exige que el cristiano manifieste a través de su conducta el compromiso fundamental con Cristo por las obras del amor. «En Cristo Jesús no vale ni circuncisión ni incircuncisión, sino la fe que actúa mediante el amor» (Gál 5,6). Esta es la razón por la que Pablo exhorta a los que se convierten al cristianismo a la práctica de toda clase de buenas obras. La fe cristiana es una llamada a la libertad (frente a la ley, el pecado, el yo-sarx), pero también es una llamada a un servicio de amor que hay que prestar a los demás hombres (Gál 5,13). En consecuencia, la fe no es para Pablo un asentimiento meramente intelectual a una proposición de monoteísmo (cf. Sant 2,14-26). En efecto, Pablo sabe que ese servicio no se puede cumplir sin la acción de Dios en el hombre: «Dios es el que obra en vosotros el, querer y el obrar según su complacencia» (Flp 2,13).
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128 B) El bautismo. Sólo es posible entender adecuadamente la importancia que Pablo concede al papel que desempeña la fe en la participación del hombre en el acontecimiento Cristo si no se la desvincula de su doctrina sobre el bautismo. Este rito de iniciación, que incorpora al hombre a Cristo y a la Iglesia, lo heredó Pablo de la primitiva Iglesia, de igual modo que las fórmulas que emplea para explicarlo. Sin embargo, es el mismo Pablo quien enseña a la primitiva Iglesia el verdadero significado de este rito. Las fórmulas de fe que emplea (Rom 10,9; 1 Cor 12, 3) pueden muy bien ser un eco de los primitivos credos bautismales, pero es Pablo quien enseña que la condición de cristianos, como «hijos de Dios por la fe», se debe a su bautismo «en Cristo» (Gál 3,26-27). Alude a este rito cuando habla de un «baño de agua» y una «palabra» (=: ¿fórmula?) en Ef 5,26; pero los cristianos lavados con este baño han sido «consagrados y justificados» (1 Cor 6,11). Se han «revestido de Cristo» como si hubieran estrenado vestiduras nuevas (quizá una alusión a las túnicas que se vestían durante la liturgia bautismal). Esta descripción de los efectos del bautismo podrá parecer extrínseca, pero, cuando menos, pone de manifiesto las disposiciones de Cristo que el bautizado debe adoptar.
129 Mucho más importante es la doctrina de Pablo sobre la identifícación del cristiano con la muerte, sepultura y resurrección de Cristo por el bautismo. La primitiva Iglesia conservó el recuerdo de Cristo, que había descrito su propia muerte como un bautismo (Mc 10,38; Lc 12,50). Pero la manera de concebir Pablo los efectos del acontecimiento Cristo en los creyentes le condujeron a identificar a los cristianos con las mismas etapas salvíficas de la existencia de Cristo; porque «uno murió por todos, y entonces todos murieron» (2 Cor 5,14). A primera vista, esto parece una afirmación de la naturaleza vicaria de la muerte de Cristo, pero debe interpretarse a la luz de un pasaje como el siguiente: «Por el bautismo hemos sido sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, igual nosotros andemos en una vida nueva. Pues si estamos injertados con él por la semejanza de su muerte, también lo estaremos por la de su resurrección» (Rom 6,4-5). Con frecuencia se piensa que la comparación que hace Pablo del bautismo con la muerte, sepultura y resurrección es una alusión al rito de inmersión. Aun cuando sea difícil demostrar la existencia de esta forma de bautismo en el siglo I, el simbolismo de Pablo queda salvaguardado suficientemente con tal que el bautizado estuviera de alguna manera bajo el agua. El cristiano, identificado de este modo con Cristo en su muerte, muere a la ley y al pecado (Gál 2,19; Rom 6,6.10). Identificado con Cristo en su resurrección, participa de una vida nueva y de la misma vitalidad del Cristo resucitado y de su Espíritu (1 Cor 6,17; Col 2,12-13). El cristiano «ha crecido juntamente» con Cristo por la semejanza de su muerte, sepultura y resurrección (Rom 6,5). El cristiano muere en el bautismo, y nace un hombre nuevo (cf. Ef 2,15), que es «una creación nueva» (Gál 6,15; 2 Cor 5,17). Es el comienzo de una existencia «celestial» nueva con Cristo: «Estando nosotros muertos por los pecados, nos hizo revivir junto con Cristo —pues estáis salvados por gracia— y con él nos ha resucitado y nos ha sentado en los cielos con Cristo Jesús» (Ef 2,5-6).
130 No se trata de una experiencia exclusivamente individual del cristiano, ya que por el bautismo se establece una vinculación especial entre todos los cristianos. «Porque en un solo Espíritu también hemos sido bautizados todos nosotros para ser un solo cuerpo, tanto judíos como griegos, tanto esclavos como libres» (1 Cor 12,13; cf. Gál 3,28; Ef 2,15). Por consiguiente, el hombre alcanza la salvación por su identificación con una comunidad salvífica (Heilsgemeinde), por su incorporación al «cuerpo de Cristo». Esta es la razón por la que Pablo compara el bautismo con el paso de Israel a través de las aguas del mar Rojo (1 Cor 10, 1-2). El nuevo «Israel de Dios» (Gál 6,16) tiene su origen en las aguas del bautismo.
131 Pablo no cita nunca una fórmula bautismal primitiva (como Mt 28,19), aunque, al parecer, se hace eco de un teologúmeno trinitario primitivo sobre el bautismo: «Os habéis lavado, os habéis consagrado, os habéis justificado en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6,11). El cristiano bautizado es «templo del Espíritu Santo» (1 Cor 6,19) e hijo adoptivo del Padre en virtud del Espíritu que ha recibido (Gál 4,6; Rom 8,9.14-17). Este Espíritu es el principio constitutivo de la filiación adoptiva y la fuente de energía de la vida y conducta del cristiano. «Cuantos son movidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rom 8,14). Estos textos son la base de la doctrina teológica posterior sobre la relación del cristiano bautizado con las personas de la Trinidad.
132 Pablo emplea solamente de manera indirecta la fórmula bautismal «en el nombre de» (eis to onoma tou..., 1 Cor 6,11; 1,13.15). Aunque esta fórmula expresa posesión y da a entender que el bautizado se convierte en propiedad de Cristo (cf. «adquisición redentora»), Pablo prefiere hablar del bautizado «en Cristo» (Rom 6,3; Gál 3,27), sumergido sacramentalmente en Cristo mismo (cf. 136, infra).
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133 C) Incorporación a Cristo. Para valorar los efectos de la fe y del bautismo tal como los considera Pablo, debemos ver ahora su pensamiento sobre la incorporación de los cristianos a Cristo. Esta última unión de Cristo y los cristianos se expresa mediante una serie de intensas fórmulas preposicionales y también mediante la metáfora «cuerpo de Cristo».
134 a) EXPRESIONES CON PREPOSICIÓN. Pablo emplea principalmente cuatro preposiciones con el nombre de «Cristo» como complemento para indicar distintas facetas del influjo de Cristo en la vida del cristiano. El uso de cada una de estas preposiciones es variado y, con frecuencia, rico en matices. Sólo indicaremos aquí algunas de sus implicaciones más importantes. Estas cuatro preposiciones son dia, eis, syn y en.
135 La preposición dia, «por, a través de», generalmente expresa la mediación de Cristo en una proposición cuyo sujeto es el Padre. Suele indicar su mediación mediante alguna acción de su ministerio terreno (1 Tes 5,9), de su estado actual como Kyrios (Rom 1,5) o de su función escatológica (1 Tes 4,14). Es la expresión que revela, por así decirlo, el camino que conduce a la experiencia cristiana en Christō y, finalmente, syn Christō.
136 La preposición eis, «en» (con idea de movimiento e inserción), especialmente en la expresión eis Christon, ha sido entendida a veces como una abreviatura de eis to onoma Christou, «en el nombre de Cristo». Este significado es posible con el verbo baptizō (cf. 132, supra). Pero la fórmula eis Christon se usa también con pisteuō (creer). De hecho, la encontramos principalmente en estos dos contextos: fe o bautismo en Cristo. Realmente es una expresión peculiar del movimiento hacia Cristo que suponen estas dos primeras experiencias cristianas. Es el comienzo de la situación o condición del cristiano en Christō (cf. 1 Cor 10, 2). Arrancado de su estado de origen («en Adán», 1 Cor 15,22), de sus inclinaciones naturales («en la carne», Rom 7,5) y de sus influencias étnicas («bajo la ley», 1 Cor 9,20), el creyente es introducido formalmente «en Cristo» por la fe y el bautismo. Eis Christon significa, en consecuencia, el movimiento de incorporación.
137 La preposición syn, «con», no sólo se usa con el complemento «Cristo», sino que también entra a formar parte de verbos y adjetivos y puede expresar en estos casos una doble relación del cristiano con respecto a Cristo. O bien indica la identificación del cristiano con los actos eminentemente redentores de la vida del Cristo histórico y resucitado (desde la pasión en adelante), o bien significa la asociación del cristiano con Cristo en la gloria futura. En el primer caso, la identificación se puede apreciar, sobre todo, en los compuestos de syn-. Prescindiendo de algunas expresiones genéricas, tal como symmorphos (formado con él) o symphytos (desarrollado juntamente con él), las palabras compuestas de syn se refieren a algún momento de la existencia de Cristo a partir de su pasión y muerte: sympaschein (sufrir con), syntaurousthai (ser crucificado con), synapothnēskein (morir con), synthaptesthai (ser sepultado con), synegeirein (resucitar con), syndoxazesthai (ser glorificado con), symbasileuein (reinar con), etc. En cambio, nunca se dice que el cristiano haya nacido con Cristo, haya sido bautizado con Cristo, tentado con Cristo, etc. Estos acontecimientos de la vida de Cristo no tenían carga significativa para la soteriología de Pablo. Por otro lado, la expresión syn Christō puede significar la asociación del cristiano con Cristo en la gloria futura; su destino es «estar con Cristo». Cf. 1 Tes 4,17 (syn Kyriō); Rom 6,8; 8,32; 2 Cor 4,14. Por consiguiente, syn se refiere con pleno sentido a los dos polos de la experiencia cristiana: identificado con Cristo en los comienzos, el cristiano terminará unido con él. Mientras tanto, está en Christō.
138 Finalmente, la preposición en, «en», aparece ciento sesenta y cinco veces en las cartas de san Pablo con el complemento «Cristo» (contando en Kyriō, en autō). A partir de los estudios de A. Deissmann, la preposición ha sido a menudo interpretada en sentido local, espacial, y Christos ha sido entendido místicamente como el Señor glorificado, identificado con el Espíritu como una especie de atmósfera espiritual en la que están sumergidos los cristianos. En esto consistiría el pretendido misticismo de Pablo. Pero los estudios posteriores de E. Lohmeyer, A. Schweitzer, F. Büchsel y otros han destacado otros aspectos de la expresión (metafísicos, escatológicos, dinámicos, etc.). Es imposible ofrecer aquí detallada cuenta de ellos; no obstante, debemos hacer algunas distinciones para facilitar la comprensión de esta importante expresión paulina. Primeramente, encontramos esta expresión con el complemento Kyrios, sobre todo en los saludos, bendiciones, exhortaciones (frecuentemente con imperativos) y en las exposiciones de los planes apostólicos y actividad de Pablo. El título Kyrios alude en tales casos al influjo del Jesús resucitado en los niveles prácticos y éticos de la conducta del cristiano. En Kyriō se emplea raras veces al hablar de la actividad terrena e histórica de Jesús o de su futura misión escatológica. Implica más bien su soberana intervención actual y el dominio que ejerce en la vida del cristiano. Pablo dice al cristiano que llegue a ser «en el Señor» lo que es ya realmente «en Cristo». En segundo lugar, esta expresión, con el complemento Christos, tiene a menudo un sentido instrumental siempre que se refiere a la actividad histórica y terrena de Jesús (Rom 3,24; 2 Cor 5,19; Gál 2, 17; Col 1,14; Ef 2,10, etc.). En este sentido está muy próxima al significado de dia Christou.
Tercero: el uso más frecuente de la expresión en Christō expresa la estrecha unión entre Cristo y el cristiano, una inclusión o incorporación que significa una simbiosis de los dos. «Si uno está en Cristo, es nueva creación» (2 Cor 5,17). Esta unión vital se expresa también con la fórmula «Cristo en mí» (Gál 2,20; 2 Cor 13,5; Rom 8,10; Col 1,27; Ef 3,17). El resultado de todo ello es que pertenecemos a Cristo (2 Cor 10,7) o somos «de Cristo», «genitivo místico» que expresa frecuentemente la misma idea (cf. Flm 1 y Ef 4,1; 3,1; o Rom 16,16 y 1 Tes 1,1). La expresión no debe restringirse a una dimensión espacial, ya que a menudo incluye un influjo dinámico de Cristo en el cristiano que está incorporado a él. La expresión tiene también a veces dimensiones eclesiales (Ef 1,10; Gál 1,22) e incluso escatológicas (Ef 2,6). El crisitiano incorporado a Cristo es realmente un miembro del cuerpo de Cristo; es parte del Cristo Total. No es necesario decir que a menudo se duda del matiz exacto que tiene la expresión: ¿instrumental?, ¿inclusivo? Ambos son posibles, y ésta es la razón de que las expresiones estén frecuentemente cargadas de sentido.
M. Bouttier, En Christ (París, 1962); Christianity According to Paul (SBT 49; Londres, 1966); F. Büchsel, «In Christus» bei Paulus: ZNW 42 (1949), 141-58; A. Deissmann, Die neutestamentliche Formel «in Christo Jesu» (Marburgo, 1892); J. Dupont, «Syn Christō»: L’union avec le Christ suivant saint Paul (vol. 1; Brujas, 1952); O. Kuss, Der Römerbrief (Ratisbona; 1957-59), 319-81; F. Neugebauer, In Christus (Gotinga, 1961); J. B. Nielson, In Christ (Kansas City, 1960); E. Schweitzer, Dying arad Rising with Christ: NTS 14 (1967-68), 1-14; A. Wikenhauser, Pauline Mysticism (Nueva York, 1960).
139 b) CUERPO DE CRISTO. La metáfora más típicamente paulina que expresa la identidad colectiva de los cristianos con Cristo es la de «cuerpo de Cristo». Ausente en las primeras cartas (1 Tes, 2 Tes, Gál, Flp), aparece por vez primera en 1 Cor, carta en la que Pablo tiene que habérselas con las facciones disidentes de los corintios. Cristo no está dividido, les dice al exponer la doctrina sobre la unidad de todos los cristianos en Cristo. La unidad del cuerpo y sus miembros es el símbolo de su enseñanza. La imagen podría tener su origen en las ideas helenísticas de la época sobre el estado como cuerpo político; pero, sea lo que sea del origen de la expresión (cf. J. A. T. Robinson, The Body, 55-58), ciertamente significa mucho más que la idea de cuerpo político trasplantada a la sociedad cristiana. En esta noción filosófica se sugiere la unión moral de los ciudadanos que se unen para alcanzar el bien común de la paz y del bienestar. En 1 Cor 12,12-27, la metáfora, tal como la usa Pablo, apenas trasciende esta idea de unión moral de todos los miembros. Los dones espirituales de que gozan los corintios (profecía, lenguas, fe, sabiduría, etc.) deben emplearse para el bien de la comunidad, no para la separación. Así como todos los miembros y partes se unen para el bien del cuerpo, lo mismo ocurre con el cuerpo de Cristo. Igual sentido tiene esta expresión en el contexto exhortativo de Rom 12,4-5.
140 Pero, en 1 Cor 6,15, su significado es más profundo. Pablo, previniendo contra la profanación del cuerpo del hombre a causa de los excesos sexuales; arguye de este modo: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? Entonces, ¿acaso haré a los miembros de Cristo miembros de una prostituta? De ningún modo. ¿O no sabéis que el que se une a una prostituta es con ella un solo cuerpo? Pues dice la Escritura: Los dos serán una sola carne». Recuérdese lo que se dijo anteriormente (cf. 118-119) sobre la significación de sōma y sarx en cuanto designaciones no del cuerpo físico como algo distinto del alma, sino como equivalentes de la persona total e individual. Pablo no se refiere a los miembros de una sociedad, sino a los miembros de Cristo física e individualmente; su unión no es tanto corporativa cuanto corporal. La misma conclusión sacamos de 1 Cor 10,16-17, donde Pablo insiste en la unión de todos los cristianos, unión que se realiza mediante su participaciónen el pan y en la copa eucarísticos: «Por un solo pan somos un solo cuerpo los muchos, pues todos participamos del único pan». La unidad de todos los cristianos proviene de que todos comen de un único pan; se afirma una unidad que trasciende cualquier unión meramente extrínseca fundada en una colaboración para alcanzar un fin común. La imagen del matrimonio de Ef 5,22-23 también apunta a esa misma unión trascendente.
141 No obstante, los cristianos y Cristo no están unidos físicamente como la yema y la clara de un huevo. Este es el motivo por el que los teólogos han calificado frecuentemente esta unión de «mística» (aun cuando Pablo no emplea este término). La realidad ontológica que la fundamenta es la posesión del Espíritu de Cristo: «Pues todos nosotros hemos sido bautizados también en un solo Espíritu para ser un solo cuerpo» (1 Cor 12,13). (Cf. Rom 8,9-11). Esta posesión del Espíritu tiene su raíz en la incorporación sacramental de los cristianos al cuerpo de Cristo y es, por así decirlo, el término de la cristología soteriológica de Pablo. Desde otra perspectiva, este término ha sido considerado muchas veces como la clave de todo su pensamiento.
142 Sin embargo, Pablo no habla explícitamente de la Iglesia como cuerpo de Cristo ni en 1 Cor ni en Rom. El texto en que se aproxima más a esta identificación es 1 Cor 12,27-28, donde su formulación no está tan desarrollada como lo estará en sus escritos posteriores. Estos dos motivos, el de la Iglesia y el del Cuerpo, tienen un desarrollo independiente en las cartas de Pablo y sólo se fusionan en las cartas de la cautividad. En éstas es donde Pablo, cuando ha comprendido claramente el significado cósmico de Cristo, vincula por primera vez los temas de «cuerpo», «cabeza» e «iglesia». Entonces es cuando identifica explícitamente la Iglesia con el «cuerpo de Cristo» mediante unas formulaciones que son casi convertibles: «El [Cristo] es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,18; cf. 1,24); Dios «le puso como cabeza sobre toda la Iglesia, que es su cuerpo» (Ef 1,22-23). En Ef encontramos un gran énfasis en la unidad de la Iglesia: Cristo ha destruido la barrera entre judíos y griegos; ahora todos son partícipes de la única salvación, porque «ha reconciliado a unos y otros en un solo cuerpo mediante la cruz» (Ef 2,16). «Existe un solo cuerpo y un solo Espíritu, según como fuisteis llamados también con una sola esperanza en nuestra llamada: un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos» (Ef 4,4). A pesar de todo el énfasis que Pablo pone en la unidad del cuerpo y en la unidad de todos los cristianos en Cristo, nunca llegó a hablar de una «única Iglesia» (mia ekklēsia). ¿Es esto algo meramente fortuito? Respondemos, en parte, más adelante al hablar de la «Iglesia». En las cartas pastorales, tan preocupadas por los intereses de la Iglesia, no aparece por ningún lado el «cuerpo de Cristo».
143 Íntimamente unido al tema del cuerpo, aparece en las cartas paulinas el tema de la cabeza. En las cartas de la cautividad se nos dice que Cristo es «la cabeza del cuerpo, de la Iglesia» (Col 1,18; cf. Ef 1,23). Podría parecer que esta temática no es más que una ampliación del tema del cuerpo. Pero no es exacto pensar que Pablo, después de haber descrito la unión de Cristo con los cristianos sirviéndose de la analogía del cuerpo, llegara más tarde a la conclusión de que Cristo debe ser su cabeza porque la cabeza es la parte más importante del cuerpo (como puede verse en los escritores médicos helenísticos de su tiempo; cf. P. Benoit, RB 63 [1956], 27). El hecho es que el tema de la cabeza aparece muy pronto en las cartas de Pablo independientemente del tema del cuerpo, no como imagen de unidad, sino de subordinación. En 1 Cor 11,3ss Pablo sostiene que las mujeres deben llevar velo en las asambleas litúrgicas porque, entre otras razones, el orden de creación en Gn indica la subordinación de la mujer al marido. El velo es el signo de esta subordinación. Pablo concluye: «La cabeza de todo hombre es Cristo; la cabeza de la mujer, el hombre, y la cabeza de Cristo, Dios». En este texto, Pablo juega con los dos sentidos de «cabeza» (la cabeza física, que es la que hay que cubrir, y la cabeza en sentido figurado [el jefe o «cabeza» de un departamento]). Sin embargo, aquí no se menciona para nada el cuerpo. Podemos encontrar un vestigio de esta imagen de subordinación en Col 2,10, donde se dice que Cristo es la «cabeza de todo principado y de toda potestad». No obstante, en las cartas de la cautividad, ambos temas, el del cuerpo y el de la cabeza, confluyen y se juntan: Cristo es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. La imagen es utilizada con detalles tomados de los conocimientos médicos de la época: «Vivamos en la verdad y con amor; así creceremos en todo hacia aquel que es la cabeza, Cristo, cuyo cuerpo entero se armoniza y ensambla por toda coyuntura» (Ef 4,15-16). Este aspecto de la subordinación del cristiano a Cristo, que es la cabeza, subyace también a la comparación del matrimonio cristiano con la Iglesia: «Entonces, como la Iglesia se somete a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo» (Ef 5,24).
144 Por consiguiente, la experiencia cristiana, que está enraizada en la realidad histórica del Cristo corpóreo, consiste en una unión viva y dinámica con el cuerpo resucitado concreto del Kyrios. La unión corporativa de todos los cristianos debe crecer hasta completar el Cristo total (Ef 1,23); en esto consiste el plērōma del Cristo cósmico. En la vida de los cristianos como sujetos concretos, esto es lo que significa el sufrimiento del Apóstol, que completa lo que falta a las tribulaciones de Cristo en provecho de la Iglesia (Col 1,24). Esto no quiere decir que su sufrimiento apostólico añada algo al valor de la cruz, que es el único estrictamente redentor; ese sufrimiento en provecho de la Iglesia continúa en el tiempo lo que Cristo comenzó, pero no pudo terminar en el tiempo. Ello debe continuar hasta que la Iglesia logre sus dimensiones cósmicas.
P. Benoit, Corps, tête et plérôme dans les épîtres de la captivité: RB 63 (1956), 5-44; Exégèse et Théologie, 2, 107-53; E. Best, One Body in Christ (Londres, 1955); H. Hegermann, Zur Ableitung der Leib-Christi-Vorstellung: TLZ 85 (1960), 839-42; G. Martelet, Le mystère du corps et de l’esprit dans le Christ ressuscité et dans l’Église: VerbC 12 (1958), 31-53; E. Percy, Der Leib Christi (Lund, 1942); J. A. T. Robinson, The Body (SBT 5; Londres, 1955), 49-83; L. S. Thornton, The Common Life in the Body of Christ (Westminster, 1944); A. Wikenhauser, Die Kirche als der mystiche Leib Christi nach dem Apostel Paulus (Münster, 1940).
145 D) La eucaristía. Al explicar la unión íntima de Cristo y los cristianos, Pablo usa la expresión «cuerpo de Cristo» en un sentido diferente: para significar el cuerpo eucarístico. «Por un solo pan somos un solo cuerpo, pues todos participamos del único pan» (1 Cor 10,17). Pablo descubre en la eucaristía una fuente no sólo de unión entre los cristianos y Cristo, sino también de los cristianos entre sí.
El relato más antiguo sobre la institución de la eucaristía en el NT aparece en 1 Cor 11,23-25. Aunque por su origen se relaciona con el relato lucano (22,15-20) y difiere algo del de Mc (14,22-25) y Mt (26, 26-29), es un testimonio independiente de la institución, que proviene probablemente de la iglesia antioquena. Pablo lo transmite como tradición; no obstante, su relato no es tanto el informe de un testigo ocular cuanto la cita de una recitación litúrgica de lo que el «Señor» hizo en la Última Cena, hasta con sus rúbricas («haced esto en memoria mía», 11, 24). Pablo no nos cuenta el suceso en sí y por sí, sino que alude simplemente a él al exponer otros problemas. Habla de esta comida sacramental al hacer la crítica de los abusos que se han introducido en las cenas comunitarias de los corintios con ocasión de la eucaristía (1 Cor 11) o al hacer unas advertencias a propósito de la participación en las carnes sacrificadas a los ídolos (1 Cor 10).
146 La eucaristía es para Pablo, ante todo, la «Cena del Señor» (kyriakon deipnon, 1 Cor 11,20), la comida en que el nuevo pueblo de Dios come su «alimento espiritual» y bebe su «bebida espiritual» (1 Cor 10, 3-4). En este acto, el pueblo se manifiesta como la comunidad de la «nueva alianza» (11,25; cf. Jr 31,31; Ex 24,8) al «participar en la mesa del Señor» (1 Cor 10,21; cf. Mal 1,7.12). La comunión de este pueblo supone su unión con Cristo y con los demás; es una «participación [koinōnia] en el cuerpo de Cristo» (10,16).
147 Hay tres aspectos, en particular, que hacen de la eucaristía la fuente de la unidad cristiana. Primero: es el acto ritual y sacramental por el que se concreta la presencia de Cristo en medio de su pueblo. En efecto, Pablo cita el rito de la celebración litúrgica y comenta su significado en el contexto inmediato (1 Cor 11,27-32): identifica el cuerpo y la sangre de Cristo con el pan y el vino que come la comunidad cristiana. Cualquier participación «indigna» en esa comida desencadenaría un juicio contra el cristiano, porque estaría «profanando el cuerpo y la sangre del Señor» (11,27). Puesto que el Señor se identifica con ese alimento, los que participan de él no pueden violar su carácter sagrado y su presencia con abusos de individualismo, de desprecio al pobre o de idolatría. No se puede discutir el realismo de la identidad de Cristo con el alimento eucarístico en la doctrina de Pablo, aunque Pablo no explique en qué consiste esa identidad. Pero por la presencia del. Señor se realiza la unidad de los cristianos. Por tanto, quien lleva a cabo la unidad de los hombres, según la mente de Pablo, es el Cristo eucarístico.
148 Segundo: La eucaristía como memorial y proclamación de la muerte sacrificial de Cristo es punto de reunión. «Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que él venga» (1 Cor 11,26). Por esta razón, la comunidad cristiana tiene que «hacer esto en memoria» de él (11,24). La repetición de este acto litúrgico, en el que se hacen presentes el cuerpo y la sangre del Señor para alimentar a su pueblo, constituye una «proclamación» solemne del acontecimiento mismo de la salvación. Se trata de la «muerte del Señor por vosotros». La eucaristía anuncia aquella muerte salvadora a los que participan del banquete sacramental. El aspecto sacrificial de esa muerte está subrayado en la alusión a la sangre de la alianza en 11,25; 1a copa eucarística es la sangre de la «nueva alianza» (Jr 31,31), alusión al pacto que sustituye a la alianza sellada con sangre y sacrificios en Ex 24,8. Esta alusión, por tanto, atribuye al derramamiento de la sangre de Cristo una eficacia análoga a la del sacrificio que selló el pacto del Sinaí (cf. también 1 Cor 10, 14-21).
Tercero: En la eucaristía existe un aspecto escatológico, ya que el anuncio de la muerte del Señor debe continuar «hasta que venga». Cristo, con su cuerpo glorioso y resucitado, es el único que realiza plenamente la salvación de los que participan de la mesa del Kyrios.
M.-E. Boismard, The Eucharist According to Saint Paul, en J. Delorme (ed.), The Eucharist in the NT: A Symposium (Baltimore, 1964), 125-39; P. Neuenzeit, Das Herrenmahl (StANT 1; Munich, 1960).
ECLESIOLOGÍA Y ÉTICA PAULINAS
149 I. La Iglesia. Frente a su escasa frecuencia en los evangelios (Mt 16,18; 18,17), el término ekklēsia aparece con profusión en las cartas de Pablo. No se emplea en los cuatro primeros capítulos de Act; a partir del quinto, aparece una sola vez (5,11) en el sentido de «iglesia» antes de que comience el relato sobre Pablo (8,1.3). A1 parecer, transcurrió algún tiempo antes de que los primitivos cristianos tomaran conciencia de su unión en Cristo en términos de ekklēsia. Los numerosos datos de las cartas paulinas no contradicen realmente esta suposición. Recordemos de paso que tampoco en los tres relatos de Act sobre la conversión de Pablo, donde la voz del cielo le dice: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (Act 9,4-5; 22,7-8; 26,14-15), se menciona explícitamente la Iglesia. Lucas alude a que Pablo se había dedicado a perseguir a los «discípulos del Señor» (9,1), al «Camino» (22,4) o al «nombre de Jesús de Nazaret» (26,9.10). Por consiguiente, la conciencia de la Iglesia como cuerpo de Cristo no debería incluirse como elemento de la revelación acontecida en el camino de Damasco.
150 Los datos de las cartas paulinas revelan una situación parecida. Pablo emplea ekklēsia en 1-2 Tes (primeras cartas) en dos sentidos: para designar una iglesia local (1 Tes 1,1; 2 Tes 1,1) o en el sentido que expresa la fórmula «iglesia de Dios» (1 Tes 2,14; 2 Tes 1,4). En otras palabras: ekklēsia significa la asamblea local de los creyentes que vivían en Tesalónica (unidad que se desarrolló a partir de su comunicación en la fe y en el culto) o bien es un título de predilección hacia las comunidades judías (cf. 1 Tes 2,14). De todos es bien conocido el hecho de que los LXX emplean la palabra ekklēsia para traducir el término hebreo qāhāl, con que se designaba a la asamblea de los israelitas, especialmente durante su peregrinación por el desierto. De ellos se dice que son la «ekklēsia del Señor» (Dt 23,2) o la «ekklēsia del pueblo de Dios» (Jue 20,2; cf. Act 7,38). Pero también designa a los israelitas congregados para reuniones litúrgicas (1 Re 8,55; 1 Cr 29,10). Con todo, la expresión de Pablo ekklēsia tou theou es única (excepto quizá en Neh 13,1 [pasaje en que el manuscrito S lee kyriou frente a los otros] y en su equivalente hebreo el manuscrito de la Guerra [1QM 4,10]). Sin embargo, dado el trasfondo veterotestamentario, esta expresión fue más que probablemente la designación de primitivas iglesias locales de Judea, que fueron los primeros núcleos que se formaron en la historia del cristianismo y estaban vinculadas de modo especial, por sus raíces judías, con la antigua «asamblea» israelita.
151 Si pasamos a las grandes cartas, encontramos estos dos mismos sentidos. En ellas, ekklēsia se refiere a las iglesias locales de Galacia, Judea, Macedonia y Céncreas (Gál 1,2.22; 2 Cor 8,1; Rom 16,1). Y el título «iglesia de Dios», atribuido a las iglesias judías (1 Cor 11,16), ahora se aplica también a la iglesia de Corinto. Según L. Cerfaux (Iglesia, 99), este título no designa a la Iglesia universal manifestada en Corinto, sino que se trata de un recurso que emplea Pablo para halagar a tina iglesia con la que ha tenido unas relaciones más bien borrascosas. Pablo concede a Corinto el título reservado a la madre de las iglesias de Palestina (1 Cor 1,2; 2 Cor 1,1; y quizá también 1 Cor 10,32). Sin embargo, la aplicación de este título a otras iglesias nos revela que Pablo entiende ahora con más amplitud el concepto de ekklēsia. Su concepción empieza a trascender las barreras locales. Este es el germen de la doctrina paulina sobre la universalidad de la Iglesia. Y en 1 Cor es precisamente donde encontramos por primera vez esta semilla de universalidad. Pablo previene a los corintios contra el hecho de que sometan el arreglo de sus asuntos corrientes al juicio de hombres, «que no son nada en la Iglesia» (1 Cor 6,4). En 1 Cor 14,5.12 habla de «hacer algo de provecho por la Iglesia». Estos textos podrían referirse a la comunidad local, pero en el uso del término se presiente una significación más amplia (cf. 1 Cor 12,28).
152 Es extraño que en Rom, la carta considerada tan a menudo como la más representativa del pensamiento de Pablo, esté ausente la palabra ekklēsia. Siempre que aparece ekklēsia en Rom 16 se alude a comunidades locales; pero hay que tener en cuenta que este capítulo, con toda probabilidad, no pertenece a Rom.
153 Si nos fijamos en las cartas de la cautividad, vemos que la noción de ekklēsia desempeña un papel muy importante. La Iglesia constituye una parte fundamental del «misterio de Cristo», y en ella desaparece la barrera existente entre judíos y griegos; todos los hombres encuentran la reconciliación con Dios en el único cuerpo, que es la Iglesia. En la visión cósmica de Cristo, éste es la cabeza de la Iglesia, que es el cuerpo, y es, por ello, la cabeza de toda la creación. Dios «sujetó todas las cosas bajo sus pies; y le puso como cabeza sobre toda la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud de aquel que todo lo plenifica en todo» (Ef 1,22-23). Por tanto, la Iglesia es equiparada con la plenitud de Cristo y recibe unas dimensiones cósmicas que abarcan toda la creación. Incluso los mismos espíritus (los principados y poderes) deben conocer el plan salvífico de Dios mediante ella (Ef 3,9-11). Pablo alaba al Padre por su sabiduría «en la Iglesia y en Cristo Jesús» (Ef 3,21).
154 Así, pues, podemos descubrir cierto progreso en la conciencia de Pablo sobre lo que «la Iglesia» significa realmente para el hombre. En cierto sentido, no es otra cosa que el desarrollo de su pensamiento sobre la función que desempeña Cristo en la salvación. El hombre recibe el bautismo «en un solo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Cor 12,13). La unidad de la comunidad cristiana en la Iglesia es la gran contribución de Pablo a la teología cristiana: unidad que él hace derivar exclusivamente de la finalidad del plan divino de salvación. Hay «un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos y por todos y en todos» (Ef 4,5-6). Finalmente, Pablo llegó a considerar la «Iglesia de Dios» como una realidad única trascendente que abarca a judíos y griegos, pero, de alguna manera, distinta de ellos (cf. 1 Cor 10,32).
155 Pablo sabe, de modo no muy preciso, que en la Iglesia existe una estructura impuesta, en última instancia, por el mismo Señor (1 Cor 10, 14-22; 11,23ss y 14,2-19 en cuanto al culto; 1 Cor 12,28 y Flp 1,1 en cuanto al ministerio). La Iglesia tiene también sus reglas y leyes, que Pablo cita (1 Cor 11,16).
156 Pero, sobre todo, la Iglesia es «el Israel de Dios» (Gál 6,16), «la Jerusalén de lo alto» (Gál 4,26), «el templo del Dios vivo» (2 Cor 6,16) y «la esposa de Cristo» (Ef 5,22-33). El concepto de Iglesia más dinámico que Pablo emplea es, sin ningún género de dudas, el de cuerpo de Cristo, si bien éste no debería oscurecer la imagen de la Iglesia como edificio o templo, que también usa Pablo frecuentemente. El habla a menudo del deber que tienen los cristianos de «edificar» la Iglesia. (Cf. 1 Tes 5,11; Gál 2,9; 6,10; 1 Cor 3,9-17; 8,1-10; 10,23; 14,2-4.12.17.26; 2 Cor 6,16; 10,8; 12,19; 13,10; Rom 15,20; Col 1,23; 2,7; Ef 2,19-22; 3,17; 4,12-16 [en este caso, la metáfora se mezcla: «edificar el cuerpo de Cristo»]).
E. Best, One Body in Christ (Londres, 1955); L. Cerfaux, La Iglesia en San Pablo (Bilbao, 1963); B. Gärtner, Temple and Community in Qumran and the New Testament (Cambridge, 1965); W. Goossens, L’Église, corps du Christ d’après St. Paul (París, 1949); G. W. MacRae, Building the House of the Lord: AER 140 (1959), 361-76; P. S. Minear, Images of the Church in the New Testament (Filadelfia, 1960); J. Pfammatter, Die Kirche als Bau (Roma, 1960); K. L. Schmidt, The Church (BKW 2; Londres, 1950); A. Wikenhauser, Die Kirche als der mystische Leib Cbristi nach dem Apostel Paulus (Münster, 1940).
157 II. Exigencias de la vida cristiana. El cristiano bautizado es una «nueva criatura» (Gál 6,15). Vive, pero en realidad es Cristo quien vive en él (Gál 2,20); debe integrar su comportamiento consciente en esta nueva forma ontológica de existencia. La nueva vida que vive tiene una orientación diferente a causa del hecho histórico de Cristo; sin embargo, aún le queda por afrontar una prueba en el tribunal escatológico de Cristo. A pesar de que el hombre está seguro de la salvación que Cristo ya ha realizado, cada individuo todavía tiene que «quedar de manifiesto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba lo que haya hecho en su vida, sea bueno o malo» (2 Cor 5,10). Este es otro de los aspectos de la escatología paulina. Si bien es verdad que el cristiano ya posee en arras el reino celestial (Ef 1,14; 2,6), todavía tiene que realizar su camino terrestre en este mundo; aún tiene que ser líberado «de este mal tiempo presente» (Gál 1,4; cf. 1 Cor 7,26.29-31). «No debe conformarse a este mundo, sino transformarse en renovación de la mente, para poder distinguir lo que es voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto» (Rom 12,2). El cristiano, por consiguiente, vive una vida con una doble polaridad.
158 Esta doble polaridad que caracteriza la vida cristiana es la razón de que Pablo insista en que el cristiano, movido por el Espíritu de Dios (Rom 8,14), ya no puede vivir una vida limitada por horizontes puramente naturales y terrenos. Ya no es hombre psychikos (cf. 120, supra), sino pneumatikos, y debe tener fijos sus ojos en los horizontes del Espíritu. El Espíritu no es de este mundo, sino que viene de Dios (1 Cor 2, 11). Y mientras el hombre material (psychikos) no es capaz de aceptar lo que proviene del Espíritu (1 Cor 2,14), el hombre espiritual (pneumatikos) es sensible a todo, no apaga el Espíritu ni desprecia sus profecías, sino que todo lo pone a prueba y conserva lo bueno (1 Tes 5,19-22).
159 La doble polaridad de la vida cristiana es también la explicación de la libertad cristiana. Pablo exhorta a los gálatas que se han convertido a permanecer firmes en la libertad para la que Cristo les ha liberado (5,1), y no sólo en la liberación frente a la ley, sino también en la liberación frente al pecado, la muerte y, especialmente, el yo (Rom 6,7-11.14; 7,24-8,2). Sin embargo, toda la creación espera todavía la «libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21). Mientras tanto, el cristiano debe vivir como «liberto de Cristo» (1 Cor 7,22), como quien está «bajo la ley de Cristo» (ennomos Christou, 1 Cor 9,21).
160 En otras palabras: la libertad cristiana no es un libertinaje contradictorio; Pablo rechaza enérgicamente la idea de que el hombre deba pecar sin miramientos para que Dios pueda manifestar más generosamente su misericordia hacia el pecador (Rom 6,1; cf. 3,5-8). Existe la «ley de Cristo» (Gál 6,2). Cuando se examina de cerca esta ley, se descubre que es la «ley del amor». Pablo la explica en términos de «llevar las cargas unos de otros» (en un contexto de corrección fraterna, Gál 6,2). Más explícitamente, en Rom 13,8-10 Pablo repite el quinto, sexto, séptimo y octavo mandamientos del Decálogo y los resume en la fórmula: «amarás a tu prójimo como a ti mismo»; y concluye: «la plenitud de la ley es el amor». Se trata, obviamente, de la «ley del Espíritu» (Rom 8,2). Cristo no se ha limitado a sustituir la ley de Moisés por otro código legal. La «ley del Espíritu» podría considerarse como una reflexión sobre Jr 31,33; no obstante, es más que probable el hecho de que Pablo acuñase esta expresión con el fin de describir la acción del Espíritu en términos del nomos a que acaba de referirse. La ley de amor del Espíritu es la nueva pauta y la fuente interior de vida por la que vive el hombre pneumatikos; es el principio óntico de vitalidad, de donde brota el amor que debe interiorizar toda la conducta ética del cristiano.
161 Con todo, es a estos pneumatikoi —hijos de Dios guiados por el Espíritu (Rom 8,14-15)— a quienes Pablo dirige sus exhortaciones a 1a vida virtuosa. Generalmente, la última parte de cada una de sus cartas está llena de instrucciones pormenorizadas sobre el comportamiento ético del cristiano. Vamos a limitarnos a entresacar algunos rasgos característicos. La historia de las formas ha aislado en las cartas de Pablo los catálogos de virtudes y vicios que deben o no deben caracterizar el estilo cristiano de vida (cf. Gál 5,19-23; 1 Cor 5,10-11; 6,9-10; 2 Cor 12,20; Rom 13,13). La nota escatológica de estos elencos (que posiblemente son prepaulinos, adaptados) generalmente es manifiesta: «Los que hacen tales cosas no heredaran el reino de Dios» (Gál 5,21; cf. Rom 2,5-11; Ef 5,5). Estos elencos pueden compararse con listas parecidas que se han encontrado en obras de filósofos griegos (especialmente estoicos) y maestros judíos (por ejemplo, los esenios; cf. 1QS 4,2-6.9-11).
Cf. W. D. Davies, Paul and Rabbinic Judaism, 111-46.
162 Las más típicas Haustafeln (exhortaciones dirigidas a los miembros de la familia) guardan relación con estos elencos; en las Haustafeln se encuentran formulados los deberes de esposos y esposas, padres e hijos, amos y esclavos (Col 3,18-4,1; Ef 5,21-6,9 [cf. 1 Tim 2,8-15; Tit 2,1-10; 1 Pe 2,18-3,7]). Estas exhortaciones ponen de manifiesto lo cerca que está Pablo de una formulación sistemática de la ética social; sin embargo, las exhortaciones paulinas se limitan a la sociedad doméstica y no contienen más que principios generales.
163 Particular atención merecen sus instrucciones sobre la esclavitud, la virginidad y el matrimonio. Su principio fundamental es: «no hay judío ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno solo en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Tales distinciones étnicas y sociales, consideradas desde el punto de vista de la unión con Cristo, no tienen ningún valor. A pesar de todo, jamás intenta Pablo cambiar las condiciones sociales existentes en nombre de la doctrina cristiana. (Establecemos esta afirmación solamente como un hecho. Cf. 1 Cor 7,21-22). Pablo reenvió a Onésimo, el esclavo fugitivo, a su amo Filemón no con la recomendación de que fuera manumitido, sino de que fuera recibido «más que como esclavo, como hermano amado» (Flm 16; cf. Eclo 33,31). Aconseja a los esclavos que obedezcan a sus amos en todo (Col 3,22-4,1; Ef 6,5-9) e incluso llega a recomendarles que «piensen en Cristo como amo» al que sirven (Col 3,24). Pablo no pretende cambiar las condiciones externas de la existencia del hombre, sino que señala el camino para una cristianización e interiorización de la situación existente.
164 Por lo que respecta u la virginidad, Pablo da su opinión personal. No se trata de «un mandamiento del Señor» (1 Cor 7,25), pero cree que en esta materia está tan de acuerdo con el Espíritu como podría estarlo otro cualquiera (7,40). Recomienda «algo bueno» a los solteros y a los viudos o viudas; ante todo, su afirmación es absoluta y no implica comparación alguna: «bueno es para el hombre abstenerse de mujer» (1 Cor 7,1; cf. 7,7-8). Da dos razones en favor de esta opinión. La primera, «en vista de la tribulación presente», es decir, a causa de la parusía inminente por la que Pablo suspiraba (1 Cor 7,26.29-31; cf. 1 Tes 4,15.17; Rom 13,11). La segunda razón es que la persona no casada puede consagrar su preocupación completa a la causa del Señor (ta tou Kyriou, 7,32-34). Esto implica una comparación entre el estado de los casados y el de los no casados, y Pablo aconseja la virginidad con vistas al servicio (¿apostólico?) del Señor. A1 final del largo cap. 7, Pablo introduce explícitamente la comparación en el difícil pasaje que se refiere al casamiento de la doncella propia (¿hija?, ¿pupila?, ¿novia?): «El que la casa hace bien, y el que no la casa, hace mejor» (kreisson poiēsei, 7,38). No hay duda, por tanto, de que Pablo, a lo largo del capítulo, recomienda la vida celibataria a los que son capaces de vivirla. Por otra parte, las afirmaciones de Pablo no deben ser entendidas en el sentido de una desaprobación del matrimonio (cf. 7,38, kalōs poiei). El sabe que cada uno ha recibido en esta materia su propio don especial (7,7).
165 La mayor parte de 1 Cor 7 está dedicada, sin embargo, a instrucciones sobre el matrimonio mismo. Pablo detalla las obligaciones conyugales mutuas de esposos y esposas (7,2-6), e insiste en la imposibilidad del divorcio como mandamiento del Señor (7,10-11), da algunas instrucciones sobre los matrimonios mixtos que viven en paz (7,12-14) y otorga su «privilegio paulino» (7,15-16). Sin embargo, la cuestión más importante es su concepción del vínculo matrimonial como medio de santificación y salvación de los esposos (7,14.16). Incluso en el caso de matrimonios mixtos, Pablo enseña que el consorte creyente es fuente de «consagración» para el consorte no creyente y que ambos constituyen la misma fuente de santificación para sus hijos (7,14). Cuando Pablo insiste en el puesto subordinado que ocupa la esposa en la sociedad doméstica está reflejando y haciéndose eco de la estructura social que él conocía, según la cual la mujer estaba muchísimo más sujeta al hombre que actualmente. Esta mentalidad la encontramos en 1 Cor 11,3.7-12; 14,34-35; 2 Cor 11,3; cf. la pobre concepción de la mujer que presentan los escritos rabínicos de aquellos tiempos (ThDNT 1, 777-84).
Pero es el mismo Pablo quien escribió Gál 3,28 y la elevada visión del matrimonio de Ef 5,22-33. La tradición cristiana tomó de él la concepción del hombre como cabeza de familia, pero no recogió el énfasis de Pablo en el papel subordinado de la mujer. En Ef 5,22-33 enseña la subordinación de la esposa al marido (lo mismo que en 1 Cor 11,3), pero esta subordinación queda suavizada con la exhortación que hace al esposo de amar a su esposa «como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (Ef 5,25). Este pasaje forma parte de una Haustafel y constituye una instrucción acerca del matrimonio cristiano, en la que lo compara a la unión de Cristo con su Iglesia. En la sujeción de la esposa y en el amor del esposo, Pablo ve un reflejo de la unión íntima de Cristo y de su Iglesia. A1 citar Gn 2,24, «por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos como una sola carne», Pablo revela un «secreto» (mystērion) oculto en ese versículo durante muchos siglos: que la unión fundamental del matrimonio establecida por Dios desde antiguo era un «tipo» prefigurado de la unión de Cristo y su Iglesia. Esta visión de la sublimidad del vínculo matrimonial trasciende todas las normas que Pablo formula en 1 Cor 7.
166 Pablo ofrece instrucciones sobre la conducta cristiana en otros muchos terrenos, que no podemos exponer en este breve esbozo. Concluimos nuestras observaciones sobre la enseñanza ética de Pablo en general, subrayando su cristocentrismo. De igual modo que Cristo era la «imagen de Dios» (1 Cor 11,7; 2 Cor 4,4; Col 1,15), el hombre debe ser en su existencia terrena la «imagen del hombre celestial» (1 Cor 15,49; cf. Rom 8,29). Lo que Pablo recomienda a sus lectores, tanto contemporáneos como modernos, es el desarrollo y el crecimiento en Cristo. De este modo, el cristiano vive su vida «para Dios» (Gál 2,19). «Os habéis despojado del hombre viejo con sus obras y os habéis revestido del nuevo, que se renueva hacia el conocimiento, a imagen del que le creó» (Col 3,10). Es muy de notar que Pablo, poniendo todo su énfasis en Cristo, insiste una vez más en la referencia última del cristiano al Padre por medio de Cristo.
J. J, von Allmen, Pauline Teaching on Marriage (Londres, 1963); P. R. Coleman-Norton, The Apostle Paul and the Roman Law of Slavery, en Studies in Roman Economic and Social History (Princeton, 1951); G. Delling, Paulus’ Stellung zu Frau und Ehe (BWANT 56; Stuttgart, 1931); G. Didier, Désintéressement du Chrétien (París, 1955); M. S. Enslin, The Ethics of Paul (Cambridge, 1930); P. Grelot, La pareja humana en la Sagrada Escritura (Madrid, 1963); L. Legrand, The Biblical Doctrine of Virginity (Nueva York, 1963); W. Lowrie, Glorify God in Your Body: TTod 10 (1953-54), 492-500; G. T. Montague, Growth in Christ: A Study in Saint Paul’s Theology of Progress (Kirkwood, Mo., 1961); A. Vögtle, Die Tugend- und Lasterkataloge im NT (NTAbh 16/4-5; Münster, 1936); S. Wibbing, Die Tugend-und Lasterkataloge im NT (BZNW 25; Berlín, 1959).
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