ANTONIO ROYO MARÍN
Conforme a las enseñanzas de Jesucristo, San Pablo insiste en las dos grandes leyes de la vida espiritual: la mortificación de nuestras malas inclinaciones —la abnegación de sí mismo o renunciamiento evangélico— y la vida de unión constante con Jesucristo, tomado como regla de todos nuestros pensamientos, sentimientos y acciones: y sígame.
El evangelio de San Juan proclama la necesidad de la regeneración espiritual por el bautismo para estar en comunicación de vida divina con Jesucristo, «porque lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espíritu es espíritu» (Jn 3,6). Pablo desarrolla esta enseñanza de Jesús y deduce de ella toda su concepción de la vida cristiana, en la que el espíritu se opone igualmente a la carne.
El bautismo regenera al hombre, lo transforma, crea en él un nuevo ser y lo incorpora a Jesucristo. Le hace participar en la muerte y resurrección de Jesús y lo injerta en Cristo muerto y resucitado:
«¿No sabéis que cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados para participar en su muerte? Con Él hemos sido sepultados en el bautismo para participar en su muerte, para que como Él resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva. Porque, si hemos sido injertados en Él por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección. Pues sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado para que fuera destruido el cuerpo del pecado y ya no sirvamos al pecado» (Rom 6, 3-6).
Las aguas del bautismo, en las que el nuevo convertido es totalmente sumergido(1) para lavarse de sus manchas, simbolizan la muerte de Cristo y el sepulcro donde fue sepultado. El neófito, saliendo de su baño bautismal en el que ha recibido una vida nueva que ya no debe perder jamás, representa a Cristo saliendo de su tumba, viviendo una vida nueva y para siempre inmortal. El rito del bautismo, obrando lo que significa, produce, pues, en nosotros la muerte al pecado, la crucifixión y aniquilamiento del hombre viejo, sepultado en las aguas como Cristo en su tumba; y produce también una vida nueva, el hombre nuevo y regenerado a imagen de Cristo resucitado.
Esta participación del cristiano por el bautismo en la muerte y resurrección de Cristo constituye la base de la concepción paulina de la vida cristiana, como veremos. Al mismo tiempo, manifiesta las relaciones del cristiano con Cristo y los deberes que se derivan para él de su regeneración sobrenatural.
A diferencia de la muerte corporal, la muerte al pecado y la incorporación a Cristo resucitado pueden ser más o menos completas. Porque existen en el cristiano dos partes componentes y opuestas: la carne y el espíritu; existen en él como dos hombres enemigos que se combaten entre sí: el hombre viejo y el hombre nuevo. El cristiano, ayudado de la gracia, debe hacer triunfar al espíritu sobre la carne, al hombre nuevo sobre el viejo. La salvación depende de esta victoria. La vida cristiana y el grado de perfección de cada uno se miden por el progreso del espíritu sobre la carne, del hombre nuevo sobre el viejo.
Según esto, exponer la doctrina espiritual de San Pablo consiste en:
1o. Describir su concepción de la carne, del viejo hombre, y mostrar su oposición al espíritu, al hombre nuevo.
2o. Explicar en qué consiste el espíritu, el hombre nuevo.
3o. Indicar, en fin, las consecuencias ascéticas y místicas de las relaciones que unen al espíritu, al hombre nuevo, con el Espíritu Santo y con Cristo.
I. La carne y el hombre viejo. El combate del cristiano
La carne, en el sentido que aquí nos interesa, es la naturaleza humana tal como existe actualmente, o sea viciada por el pecado, infectada por la concupiscencia. Es el hombre tal como le ha dejado el pecado original. Y, a su vez, la carne viciada o concupiscencia viene a ser la causa de los pecados personales. Es también un principio de muerte, en rebelión constante contra el espíritu, y que la voluntad sola, sin la gracia, es impotente para reprimir. Escuchemos los gemidos de San Pablo a este propósito:
«Yo sé que no hay en mí, esto es, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pero si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado, que habita en mí. Por consiguiente, tengo en mí esta ley: que queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega. Porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior; pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rom 7,18-24; cf. Gál 5,17).
Las «obras de la carne» son el pecado y, finalmente, la muerte eterna. «El apetito de la carne es enemistad con Dios y no se sujeta ni puede sujetarse a la ley de Dios» (Rom 8,7). Los «frutos del Espíritu —por el contrario— son la vida y la paz» (Gál 5,22; Rom 8,6). El cristiano, regenerado en Cristo por el bautismo, no debe vivir según la carne, sino según el espíritu; de lo contrario no heredará el reino de Dios:
«Así, pues, hermanos, no somos deudores a la carne de vivir según la carne; que, si vivís según la carne, moriréis; mas, si con el espíritu mortificáis las obras del cuerpo, viviréis (Rom 8,12-13). Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos del espíritu, andemos también según el espíritu» (Gál 5,24-25).
El trabajo del cristiano consiste en mortificar sin cesar su carne para hacer vivir el espíritu, despojarse cada vez más completamente del hombre viejo, que ha sido «crucificado» con Cristo por el bautismo, para revestirse del hombre nuevo.
«Dejando, pues, vuestra antigua conducta, despojaos del hombre viejo, viciado por las concupiscencias seductoras; renovaos en el espíritu de vuestra mente y vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,22-24).
Las malas tendencias de la naturaleza caída, aunque fueron destruidas en principio por el bautismo, renacen continuamente. En cada página de sus epístolas recomienda San Pablo a los cristianos matar esas malas tendencias impidiéndolas hacer daño (Rom 8,13; Gál 5,24; Col 3,5; 2 Cor 4,10). El propio San Pablo «castiga duramente su cuerpo y lo reduce a servidumbre, por miedo a resultar descalificado después de haber adoctrinado a los demás» (1 Cor 9,29).
1) LUCHA CONTRA SÍ MISMO. La carne se opone al espíritu, y el hombre viejo, al hombre nuevo. El cristiano debe hacer triunfar al espíritu sobre la carne y al hombre nuevo sobre el viejo. De este modo, el discípulo de Cristo viene a convertirse en un soldado.
Y, en efecto, para San Pablo, la vida del cristiano es un combate constante. «He combatido el buen combate», escribía al fin de su vida (2 Tim 4,7). Y exhorta a su amigo y discípulo Timoteo a combatir del mismo modo «el buen combate de la fe» y a conquistar por la fuerza la vida eterna (1 Tim 6, 12). El mismo Cristo declaró abiertamente que el reino de los cielos debe conquistarse a viva fuerza y que «los esforzados» son los que lo arrebatan (Mt 11, 12).
En la primera epístola a los Corintios compara San Pablo al cristiano a un atleta de los juegos públicos (1 Cor 9,25), a ese luchador, tan popular en el mundo griego, que combate por «una corona perecedera», y que, sin embargo, no vacila en someterse a un régimen severo para dar a su cuerpo el vigor y la flexibilidad necesarios. Nosotros combatimos «por una corona imperecedera»: no temamos, pues, ser demasiado duros con nuestro cuerpo, a fin de asegurarnos la victoria.
2) LUCHA CONTRA EL DEMONIO. Pero es necesario luchar no solamente contra sí mismo, sino también contra el demonio, el gran tentador, que continúa seduciendo a. los hombres como sedujo a Eva por su astucia (1 Tes 3,5; 2 Cor 11,3). San Pablo pone en guardia a los cristianos contra Satanás y sus secuaces. Inspirándose en la armadura del soldado romano, describe en una imagen impresionante las armas espirituales que es necesario emplear en esta lucha:
«Vestíos de toda la armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo; que no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires. Tomad, pues, la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y, vencido todo, os mantengáis firmes. Estad, pues, alerta, ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la justicia y calzados los pies, prontos para anunciar el evangelio de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con que podáis apagar los encendidos dardos del maligno. Tomad el yelmo de la salvación y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios» (Ef 6, 11-17)(2).
3) LUCHA CONTRA EL MUNDO. Otro enemigo conspira con el demonio contra el cristiano. Es el mundo, o conjunto de los hombres que tienen un espíritu opuesto al Espíritu de Dios, que se inspiran en el espíritu de desobediencia y que viven según los caprichos de la carne (1 Cor 2,12; Ef 2,1-3). El apóstol San Juan declara, por su parte, que «todo lo que hay en el mundo: concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y soberbia de la vida, no viene del Padre, sino del mundo» (1 Jn 2,16). Sobre estas palabras se basa toda la doctrina, tan fundamental en la espiritualidad, de la triple concupiscencia.
El cristiano no debe, pues, amar el mundo ni lo que hay en el mundo: «Si alguno ama al mundo, no está en él el amor del Padre» (1 Jn 2, 15). La divisa del cristiano fiel será la del propio San Pablo: «El mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14).
En este combate encarnizado y perpetuo que el cristiano libra contra los enemigos de su salvación, debe permanecer lleno de confianza en la ayuda de Dios. Ninguna tentación le sobrevendrá que no sea «proporcionada» a las fuerzas del hombre sostenidas por la gracia. Es lo que San Pablo recordaba a los corintios para animarles a la lucha y a resistir victoriosamente las solicitaciones del mal:
«No os ha sobrevenido tentación que no fuera humana; y fiel es Dios que no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas; antes dispondrá con la tentación el éxito para que podáis resistirla» (1 Cor 10,13).
Estas palabras del Apóstol proyectan una luz reconfortante sobre el misterio de la tentación. Cualquiera que sea su odio contra nosotros, el tentador no podrá asaltarnos más que en la medida en que Dios se lo permita. Y si somos fieles a «la oración incesante» (1 Tes 5,17), seremos suficientemente fuertes para rechazar todos sus ataques.
4) EL IDEAL DE LA VIRGINIDAD. La lucha contra el demonio y el mundo, la mortificación de la propia carne, serán llevadas tanto más lejos cuanto la vida cristiana sea más intensa y el deseo de la perfección más grande. Hay una mortificación estrictamente necesaria para evitar las faltas «que excluyen del reino de Dios» (Gál 5,21). Y hay otra mortificación que sabe renunciar incluso a las cosas permitidas y que practican los fieles enamorados de un ideal de santidad más elevado que el del común de los cristianos. A éstos aconseja San Pablo la perfecta virginidad.
«Acerca de las vírgenes no tengo precepto del Señor; pero puedo daros consejo, como quien ha obtenido del Señor la gracia de ser fiel. Creo, pues, que por la instante necesidad es bueno que el hombre sea así (virgen)» (1 Cor 7,25-26).
El matrimonio es bueno y legítimo, pero la virginidad es mejor; porque permite entregarse a Dios sin reserva ni división y darse por entero a la oración:
«Yo os querría libres de cuidados. El célibe se cuida de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado ha de cuidarse de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, y así está dividido. La mujer no casada y la doncella sólo tienen que preocuparse de las cosas del Señor, de ser santas en cuerpo y en espíritu. Pero la casada ha de preocuparse de las cosas del mundo, de agradar a su marido. Esto os lo digo para vuestra conveniencia, no para tenderos un lazo, sino mirando a lo que es decoroso y fomenta el trato asiduo con el Señor sin distracción» (1 Cor 7,32-35).
San Pablo comenta con toda precisión y exactitud el pensamiento de Jesús sobre la virginidad y pone fuertemente de relieve la excelencia de ese estado. El autor del Apocalipsis exalta también la virginidad. Vio en el cielo al Cordero de Dios rodeado de vírgenes que le acompañan dondequiera que va, y oyó enajenado los acentos del «cántico nuevo» que sólo los vírgenes pueden cantar (Ap 14,1-5).
Esta enseñanza apostólica sobre la virginidad tendrá una inmensa resonancia a todo lo largo de los siglos, y hará que un gran número de cristianos se decidan a abrazar el celibato en el que el triunfo del espíritu sobre la carne es particularmente impresionante.
II. El espíritu del hombre nuevo.
Sus relaciones con el Espíritu Santo y con Cristo
El espíritu, que se levanta en el cristiano sobre las ruinas de la carne y del hombre viejo, es, según San Pablo, el hombre regenerado y rehecho por la gracia del bautismo.
«El hombre viejo y el hombre nuevo —escribe el padre Prat(3)— son dos estados consecutivos del mismo hombre, entregado primeramente a las influencias del pecado del que Adán es la fuente, y después a la gracia de la que Cristo es el dispensador... El hombre nuevo coincide, en cuanto al sentido, con el espíritu, y el hombre viejo coincide con la carne... El espíritu y la carne, en el sentido moral característico de la teología paulina, abarcan todo el hombre desde dos puntos de vista diferentes: el espíritu es el hombre bajo la influencia del Espíritu Santo; la carne es el hombre sin el Espíritu Santo».
Esta noción del espíritu, del hombre nuevo, según San Pablo, quedará mejor precisada todavía por el estudio de las relaciones que unen al cristiano, regenerado por el bautismo, al Espíritu Santo y a Jesucristo. Aquí es donde podremos descubrir toda la riqueza y toda la belleza de la doctrina espiritual del gran Apóstol.
1) EL ESPÍRITU SANTO EN EL CRISTIANO. El hombre, por el bautismo, se incorpora a Cristo, se convierte en un miembro de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Pero el Espíritu Santo, según San Pablo, es a la Iglesia lo que el alma es al cuerpo humano (cf. 1 Cor 12,13). Está presente en ella, la vivifica y le hace producir frutos sobrenaturales. El Espíritu Santo es también el alma de nuestras almas. Habita en nosotros, nos santifica y nos hace obrar sobrenaturalmente en vistas a la vida eterna(4).
San Juan nos enseña que el Espíritu Santo establece su morada en el alma del justo, en unión con el Padre y el Hijo. Y San Pablo declara, paralelamente, que el fiel es templo del Espíritu Santo y que debe, por lo mismo, conservarse en una gran pureza:
«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Cor 3,16)... «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que, por tanto, no os pertenecéis?» (ibíd., 6, 19)... «Huid, pues, de la impureza» (ibíd., 6, 18)(5) .
El Espíritu Santo toma posesión de nuestras almas, las mueve, las conduce y ayuda a triunfar de las solicitaciones de la carne. El mismo nos da testimonio de nuestra filiación adoptiva y nos hace recurrir con toda confianza a nuestro Padre, que está en los cielos:
«Si vivís según la carne, moriréis; mas, si con el espíritu mortificáis las obras del cuerpo, viviréis. Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios. Que no habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba! ¡Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios» (Rom 8,13-16; cf. 8,9-11; 2 Tim 1,14).
El mismo Espíritu Santo es quien nos enseña a orar tal como debe hacerlo un hijo de Dios:
«Y asimismo, también el Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; pero el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables» (Rom 8, 26). Y estas plegarias, siempre conformes a lo que nos conviene pedir, son aceptadas por Dios y despachadas favorablemente.
El divino huésped de nuestras almas no está, pues, inactivo. Nos empuja continuamente a la práctica del bien y al ejercicio de las virtudes cristianas:
«Su acción —escribe el padre Prat(6)— se extiende a todos los cristianos y a todas las manifestaciones de la vida sobrenatural, desde la regeneración del bautismo hasta la eterna beatitud. Obedecer a los impulsos de la gracia se dice corrientemente ‘caminar en el Espíritu, ser movido por el Espíritu’ (Rom 8,4.14); el conjunto de todas las virtudes es ‘el fruto del Espíritu’ (Gál 5,23). Todo lo que nos eleva por encima de nuestra naturaleza carnal..., todo lo que nos sumerge en una atmósfera divina, todo lo que nos transforma en seres ‘espirituales’, según la expresión preferida por San Pablo, recibe el nombre de ‘espíritu’ por alusión a la fuente de donde emana»
El cristiano ha de poner particular empeño en no resistir jamás a las inspiraciones del Espíritu Santo y no «contristarle» con esa resistencia (Ef 4,30).
2) CRISTO, CABEZA DEL CRISTIANO. Si el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, Cristo es la cabeza. La acción vivificadora de la cabeza no es inferior, según San Pablo, a la del alma; y Cristo, igual que el Espíritu Santo, santifica a la Iglesia y a cada uno de los fieles.
El bautismo produce entre Cristo y el cristiano una unión muy estrecha, comparada por San Pablo a la que existe en el cuerpo humano entre la cabeza y los miembros (Col 1,18; Ef 1,22; 4,15; 5,23; Col 2,10.18; 1 Cor 12,12). Es comparada también al injerto, que mezcla íntimamente dos vidas, la del tronco y la de la rama injertada (Rom 6,5; 11,17-24). San Juan asemeja esta unión a la que existe entre el sarmiento y la cepa a que pertenece (Jn 15,5). De suerte que Cristo y nosotros estamos «animados por un mismo principio vital (σύμφυτοι)». estamos «sujetos al mismo principio de actividad (σύμμορφοι)». Estamos «revestidos de Cristo» (Gál 3,27; Ef 4,24; Rom 13,14), «enraizados y edificados en Él» (Col 2,7), y vivimos la misma vida que vive Él(7).
Esta comunidad de vida asimila al cristiano a Cristo, hace de él verdaderamente otro Cristo. Todo lo que pasa en Jesús tiene su repercusión en el cristiano fiel, así como en el cuerpo humano la cabeza influye sobre los miembros y como en el injerto existe la más estrecha solidaridad entre la rama injertada y el tronco.
Esta unión que nos incorpora a Jesús es tal que los misterios de la vida del Salvador se reproducen espiritualmente en nosotros, particularmente los misterios de su muerte, resurrección y ascensión a los cielos, como vamos a ver a continuación.
a) La muerte de Cristo. El bautismo nos «sumerge» en la muerte de Cristo para hacernos morir al pecado (Rom 6,2-3). Jesús había cargado sobre su carne mortal e inocente todos los pecados de los hombres. Hizo morir en la cruz esta «carne semejante a la del pecado» (Rom 8,3) y la ha sepultado en la tumba, a fin de destruir con ella el pecado. Cristo resucitado se ha despojado de su carne mortal, símbolo del pecado y del hombre viejo, sobre el cual pesaban todos los crímenes de la humanidad, y se ha revestido de un cuerpo glorioso y vive con él una vida nueva. Por eso dice San Pablo que la muerte de Jesús «fue una muerte al pecado de una sola vez para siempre, y su vida gloriosa es una vida para Dios» (Rom 6,10).
El cristiano debe considerarse, a ejemplo del Salvador, como «muerto al pecado y vivo para Dios en Cristo Jesús Señor nuestro» (Rom 6,11). Una muerte mística, a semejanza de la muerte sangrienta del divino Crucificado, se obra sobrenaturalmente en nosotros en la regeneración bautismal. El bautismo ha aniquilado el pecado en nosotros. Nuestra carne de pecado, nuestro hombre viejo, han desaparecido bajo las aguas bautismales, donde fueron «sepultados y murieron con Cristo» (Col 2,12). Pero si el pecado y el hombre viejo, que es la causa del pecado en nosotros, han sido crucificados y destruidos con la carne mortal de Jesús, resulta que estamos muertos al pecado. Ya no somos «esclavos del pecado»: hemos sido «absueltos» por nuestra muerte espiritual en Cristo (Rom 6,7).
Según la doctrina de San Pablo, la verdadera conversión es una muerte. Es una participación en la muerte de Jesús, por la destrucción de nuestro hombre viejo y de nuestras pasiones, que son enteramente reprimidas. Cuando el Apóstol declara que nuestro hombre viejo y nuestras pasiones carnales han sido «crucificadas», no intenta servirse de expresiones simplemente metafóricas. Estas palabras expresan, para él, realidades profundas: la carne de pecado ha sido verdaderamente muerta en nosotros por el bautismo, por nuestra incorporación a Cristo crucificado.
Esta participación en la muerte de Jesucristo, iniciada en el bautismo, se continúa y perfecciona en la eucaristía. El cristiano que come el pan eucarístico y bebe la copa de la nueva alianza, comunica con el sacrificio de la cruz, porque la celebración de la eucaristía es una reiteración misteriosa, «sacramental», de la inmolación de Jesús en el Calvario. La comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo es, por lo mismo, el gran medio de participar en la muerte redentora y de mortificar nuestros perversos instintos.
Pero esta muerte de nuestras inclinaciones depravadas no es efecto únicamente de la gracia sacramental, sino también el resultado de nuestros esfuerzos. San Pablo nos exhorta sin cesar a llevar en nuestro cuerpo la imagen de Jesús crucificado y hacer morir en nosotros «los miembros del hombre terrestre» (2 Cor 4,10; Col 3,5). El hombre viejo ha sido destruido en principio, de derecho, por nuestra incorporación a Cristo crucificado; pero a nosotros nos toca luchar para destruirlo de hecho y en efecto. Este es el fundamento de la mortificación cristiana, de las austeridades de la penitencia y los rigores del ascetismo, que encuentran en la espiritualidad paulina su plena y entera justificación.
b) La resurrección. «Sepultados con Cristo en el bautismo, con Él fuimos asimismo resucitados por la fe en el poder de Dios, que le resucitó de entre los muertos» (Col 2,12). El bautismo produce, en efecto, una resurrección mística en nuestro ser espiritual, que es una participación en la resurrección de Jesucristo. Al hombre viejo destruido en las aguas bautismales sucede, por una correlación necesaria, el hombre nuevo y regenerado. El cristiano es «una nueva criatura» (Gál 6,15; 2 Cor 5,17), que vive «una vida nueva» (Rom 6,4) a imagen de Cristo resucitado.
El cristiano, mística o espiritualmente resucitado con Jesús, ha de esforzarse en conformar su vida con la del divino Resucitado. Pero Cristo, resucitado, ya no muere más; luego el cristiano, nacido a la vida de la gracia, ya no debe cometer jamás el mal. Morir otra vez a la vida divina recayendo de nuevo en el pecado después de haberse incorporado a Cristo resucitado e inmortal, es arrojarse a un estado contrario a la naturaleza. Es también obligar al Salvador, que es viviente, a llevar miembros muertos en su Cuerpo místico:
«Si hemos muerto con Cristo, también viviremos con Él; pues sabemos que Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no muere más, la muerte no tiene ya dominio sobre Él. Porque muriendo, murió al pecado una vez para siempre; pero viviendo, vive para Dios. Así, pues, haced cuenta de que estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús. Que no reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal obedeciendo a sus concupiscencias» (Rom 6,8-12).
Este tema de exhortación moral vuelve continuamente a la pluma del Apóstol, a fin de prevenir a los fieles contra las recaídas (2 Cor 5,14-15). Lejos de recaer en el mal, el cristiano se esforzará en «revestirse» más y más del «hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Ef 4,24; Col 3,10), a fin de ser plenamente conforme a Cristo resucitado.
Son muy claras las consecuencias de esta bella doctrina para la vida cristiana. La obligación de perseverar en el bien se impone rigurosamente a todo aquel que ha obtenido la vida de la gracia por el bautismo o que la ha recuperado por la penitencia.
c) La ascensión al cielo. Resucitado con Cristo, el cristiano es también elevado al cielo con Él. Cristo, después de su resurrección, se elevó al cielo. Nosotros, que estamos «injertados» en Él, «enraizados» en Él, estamos ya espiritualmente con Él en la patria celestial. Según San Pablo, estamos ya en el cielo sentados al lado de Jesús:
«Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo —de gracia habéis sido salvados— y nos resucitó y nos sentó en los cielos por Cristo Jesús, a fin de mostrar en los siglos venideros la excelsa riqueza de su gracia, por su bondad hacia nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2,4-7).
Si el cristiano está en el cielo en espíritu y de corazón con Cristo, su vida debe ser toda celestial y divina. Se esforzará en aficionarse a «las cosas de arriba, no a las de la tierra», y buscará sin cesar «las cosas de arriba, donde Cristo permanece sentado a la derecha de Dios» (Col 3,1-2). Porque el cristiano ha muerto a los bienes de la tierra. Su verdadera vida está en el cielo «escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). Un día se manifestará esta vida en la gloria celestial (Col 3,3-4). «Somos ciudadanos del cielo» (Flp 3,20). Vivamos, pues, como tales ciudadanos, como «hijos de la luz» que han abandonado definitivamente «las obras de las tinieblas» (Rom 13,12), como dice San Pablo en pos de San Juan:
«Fuisteis algún tiempo tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor; andad, pues, como hijos de la luz. El fruto de la luz es todo bondad, justicia y verdad. Buscad lo que es grato al Señor, sin comunicar en las obras vanas de las tinieblas, antes bien, estigmatizadlas» (Ef 5,8-11).
Dios «configura», pues, a los cristianos «con la imagen de su Hijo, a fin de que su Hijo sea el primogénito de un gran número de hermanos» (Rom 8,29). Los fieles quedan incorporados a Cristo, se identifican en cierto modo con Él. Dios les ama con el mismo amor con que ama a su Hijo y les hace partícipes de su suerte gloriosa. Ve en ellos a «hermanos» de su Hijo y «coherederos» destinados a «ser glorificados con Él» (Rom 8,17). En una palabra: los cristianos son «hijos de Dios» (Rom 8,16), asimilados a Jesús.
Este lazo misterioso que une al cristiano con Cristo tan íntimamente, exalta la confianza de San Pablo y le lleva a considerar como cosa de poca importancia «los sufrimientos del tiempo presente», puestos en comparación con el peso inmenso «de la gloria que está por venir» (Rom 8,18), reservada a los amigos del Salvador. Y asegura que «todas las cosas concurren al bien de los que aman a Dios» (Rom 8,28). En fin, tiene la plena certeza de que nada del mundo será capaz de separar al cristiano del amor que Cristo y Dios tienen por nosotros. Escuchemos este grito de entusiasmo que se escapa del alma ardiente del Apóstol:
«¿Quién nos arrebatará al amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?... Mas en todas estas cosas vencemos por aquel que nos amó. Porque persuadido estoy que ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo venidero, ni las virtudes, ni la altura ni la profundidad, ni ninguna otra criatura, podrá arrancarnos al amor de Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,35-39).
III. Consecuencias ascético-místicas de la doctrina de San Pablo
Hemos intentado resumir —siquiera sea a grandes rasgos y con muchas inevitables omisiones—, la magnífica doctrina de San Pablo sobre la creación del hombre nuevo en nosotros. Hemos admirado las maravillas de nuestra incorporación a Cristo y de nuestra vivificación sobrenatural por el Espíritu Santo. Hemos puesto de manifiesto, sobre todo, el aspecto «ontológico» de nuestra santificación, la parte de Dios en la obra de nuestra salvación. Pero el Apóstol insiste fuertemente también —lo hemos señalado con frecuencia— en el aspecto «psicológico» de la santidad, o sea en los esfuerzos que debemos hacer para hacerla realidad en nosotros.
La vida cristiana es el resultado de una doble cooperación: la de Dios, que nos configura con la imagen de su Hijo, y la nuestra, por la cual reproducimos esta imagen en nosotros. Considerada del lado nuestro, en la parte que corresponde a nuestros esfuerzos personales, la obra de nuestra santificación —San Pablo nos lo recuerda sin cesar— se cifra y reduce a la imitación de Jesucristo. Si el cristiano está incorporado al Salvador por la gracia divina, tiene la obligación de conformar su vida a la suya y de imitarla lo más perfectamente posible. Los miembros que componen el Cuerpo místico de Cristo serían infieles a su vocación si no reprodujeran en sí mismos la imagen más perfecta posible de su divino jefe.
Vamos a insistir un poco más en esta enseñanza fundamental de San Pablo, que es como el corolario de su concepción de la vida cristiana.
1) LA IMITACIÓN DE JESUCRISTO. El cristiano debe trabajar, ante todo, en apropiarse las disposiciones interiores de Jesús, según la recomendación de San Pab1o: «Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2,5). Las acciones exteriores no son más que la traducción o manifestación hacia fuera de las disposiciones interiores del alma. Si pensamos como Jesús, obraremos también como Él. Es, pues, esencial que conformemos nuestros pensamientos y sentimientos íntimos a los de Cristo, particularmente a sus sentimientos de humildad, que le han llevado, «aunque poseía la condición de Dios», a tomar «la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres»; y a sus sentimientos de obediencia, que le han hecho «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8).
El cristiano estudiará a Cristo en las diversas circunstancias de su vida, a fin de descubrir las disposiciones que le animaban y apropiárselas plenamente. Sus pensamientos y sus acciones vendrán a ser, de esta forma, conformes con los de Cristo, que será verdaderamente «la vida» del cristiano, como quiere el Apóstol (Col 3,4; Ef 3,17).
La doctrina de la vida interior que propondrá en el siglo XVIII la congregación del Oratorio del cardenal de Bérulle, procede en línea recta de la espiritualidad paulina.
Nuestros esfuerzos para conformarnos con Cristo e imitarle perfectamente tienden, según las expresiones mismas de San Pablo, a «revestirnos» de Cristo y a «formarlo» en nosotros (Gál 4,19). Esta formación de Jesús en nosotros se hace gradualmente en la misma medida de nuestra cooperación a la acción de la gracia. Sus diversos grados constituyen para San Pablo los grados mismos de la perfección, y corresponden a las diferentes edades de Cristo. Jesús permanece todavía en edad infantil en el nuevo convertido, que es un principiante. Crece a medida que el cristiano progresa en la virtud. El cristiano perfecto es aquel que llega a ser «varón perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo» (Ef 4,13). Pero la vida de Jesús en nosotros puede crecer indefinidamente. Y así como el Salvador no se cansa jamás de infundirnos su gracia, nosotros debemos procurar sin cesar «crecer en la caridad en unión con el mismo Cristo» (Ef 4,15; 5, 1-2). Nuestro supremo deseo, así como el término de todos nuestros esfuerzos, ha de ser el de identificarnos moralmente con Jesús.
2) LA EXPERIENCIA MÍSTICA. Estaba totalmente identificado con Cristo el gran Apóstol, que dijo: «Mi vida es Cristo» (Flp 1,20). Estas palabras fueron escritas sobre la tumba de Pablo en Roma como resumen de toda su vida y expresión verdadera de su alma. Cristo y Pablo no eran en verdad más que uno solo: no era Pablo quien vivía, sino Cristo en Pablo (Gál 2,20)(8). Los pensamientos de Pablo eran los de Jesús; sus sentimientos, los de su divino Maestro. Hablaba y obraba como Él y con toda verdad pudo escribir a los corintios: «Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo» (1 Cor 11,1).
Las expresiones tan fuertes, tan sorprendentes, de que se sirve San Pablo para expresar su unión con Jesucristo, hacen pensar en la unión mística con la que fueron favorecidos un gran número de santos. Pablo, en efecto, es un gran místico, dando a esta palabra el sentido clásico que tiene en Santa Teresa, en San Juan de la Cruz y en los teólogos católicos. Ha dejado en sus epístolas como una autobiografía mística, que se ha podido cotejar con los capítulos de la Vida de Santa Teresa en los que la gran santa de Ávila trata de la oración mística de unión(9).
La característica de la unión mística, de ese estado sobrenatural «que no podemos alcanzar por nuestra propia industria aunque mucho se procure, aunque disponernos para ello sí»(10), es la de experimentar el sentimiento de la presencia de Dios en el alma. Estos estados son intermitentes y alternan con períodos de desolación interior y de oscuridad. De vez en cuando Dios invade el alma del místico de una manera sensible e inconfundible, haciéndole sentir su presencia e inundándole de felicidad:
«Acaecíame —escribe Santa Teresa(11)—... algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí, y yo toda engolfada en Él»
San Pablo debía sentir a Cristo presente y viviendo en su alma cuando escribía:
«Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí. Y aunque al presente vivo en carne, vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gál 2,19-20).
¡Crucificado con Cristo! Pablo no lo está simplemente a la manera de los cristianos ordinarios que, reprimiendo sus pasiones y aceptando el sufrimiento, se unen al divino Crucificado. Lo está mucho más, por una comunión íntima con Cristo sufriente, a la manera de un Francisco de Asís:
«Guárdeme Dios de gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14).
Pablo pertenece eminentemente a la familia de los santos que han experimentado una «devoción» particular a la pasión de Cristo. Cuando piensa en Cristo «muerto por todos nosotros», el amor del gran Apóstol se inflama y se torna impaciente por vivir y morir «por aquel que ha muerto y resucitado» por nosotros (2 Cor 5,14-15; Rom 14,8).
El amor de Pablo a Cristo llegó a ser tan perfecto, tan ardiente y tan fuerte que se traducía en deseos intensos de morir para ver al Salvador y gozar de Él en el cielo: «Deseo morir para estar con Cristo, que es mucho mejor», escribía a los filipenses (1,23). Sólo la necesidad que las almas tenían de él podía suavizar esta cruel separación. No se encuentran acentos más inflamados en los escritos de los grandes místicos que ofrece la historia de la espiritualidad.
Lo que completa el parecido de San Pablo con los grandes místicos son sus dones extraordinarios: visiones, revelaciones, éxtasis y arrobamientos con que fue favorecido por Dios(12). Aparte de la aparición milagrosa de Jesús que derribó al perseguidor camino de Damasco (Act 9,1-19), existen en la vida del Apóstol otros muchos fenómenos sobrenaturales. Los ignoraríamos completamente si el propio San Pablo no se hubiera visto obligado a revelarlos para defender su reputación atacada por los cristianos judaizantes de Corinto. Excusándose, y muy a pesar suyo, hace valer ante sus adversarios sus títulos de gloria:
«Si es menester gloriarse, aunque no conviene, vendré a las visiones y revelaciones del Señor. Sé de un hombre en Cristo que hace catorce años —si en el cuerpo no lo sé, si fuera del cuerpo tampoco lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado hasta el tercer cielo; y sé que este hombre —si en el cuerpo o fuera del cuerpo no lo sé, Dios lo sabe— fue arrebatado al paraíso y oyó palabras inefables que el hombre no puede decir» (2 Cor 12,1-4).
3) LAS VIRTUDES CRISTIANAS. Las epístolas de San Pablo terminan casi siempre por fervientes exhortaciones a la práctica de las virtudes cristianas. Los exegetas han podido dividirlas casi todas ellas en dos partes: la parte dogmática y la parte moral. En la parte moral se encuentran como pequeños tratados de las virtudes cristianas, verdaderos tesoros para los autores espirituales, de los que aquí será suficiente recoger algunos fragmentos.
Las exhortaciones morales de San Pablo son deducidas de su doctrina fundamental de la incorporación del fiel a Cristo. Los que están revestidos de Cristo, deben vivir como Cristo:
«No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del nuevo que sin cesar se renueva... Revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente, siempre que alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros. Pero por encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es vínculo de perfección. Y la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados en un solo cuerpo. Sed agradecidos» (Col 3,9-15).
«Así, pues, os exhorto yo, preso en el Señor, a andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz» (Ef 4,1-3).
A los cristianos últimamente convertidos y obligados a vivir en medio de una sociedad pagana, les recomienda el Apóstol con especial insistencia la pureza de costumbres (Rom 13,11-14; Ef 4,17-30; 5,3-5; Flp 3,18-19; Gál 5,19-25). Predica a todos la humildad (Flp 2,3-11; Ef 4,2; Rom 12,16; Gál 6,3-5), la obediencia a los superiores (1 Tes 5,12-13; Heb 13,17), la sumisión a la autoridad civil (Rom 13,1-7; Tit 3,1), la prudencia (Co1 4,5-6), el deber de la limosna (2 Cor 8,1ss), la práctica de las virtudes familiares (Ef 5,21—6,9), la necesidad de la oración (1 Tes 5,17; Flp 4,6; Ef 6,18). En las epístolas pastorales a Timoteo y a Tito, el Apóstol ha dejado para los pastores de almas un verdadero código de santidad sacerdotal.
Pero sobre todo la caridad fraterna, el respeto mutuo, el soportarse los unos a los otros, es lo que San Pablo recomienda más frecuentemente. Puede decirse que de una manera o de otra vuelve a esto en todas sus epístolas.
Los cristianos son los miembros de un Cuerpo místico del que Cristo es la cabeza. La más íntima y profunda solidaridad une los unos a los otros, cualquiera que sea la diversidad de su condición, lo mismo que en el cuerpo humano los miembros dependen los unos de los otros cualquiera que sea la función que desempeñen en el conjunto del organismo. La consecuencia natural e inevitable es que debemos amarnos los unos a los otros y ayudarnos mutuamente. He aquí en qué forma tan entrañable nos invita a ello el gran Apóstol:
«Vuestra caridad sea sincera, aborreciendo el mal, adhiriéndoos al bien, amándoos los unos a los otros con amor fraternal, honrándoos a porfía unos a otros... Subvenid a las necesidades de los santos, sed solícitos en la hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis. Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran. Sed unánimes entre vosotros, no seáis altivos, mas allanaos a los humildes. No seáis prudentes a vuestros propios ojos. No volváis mal por mal; procurad lo bueno a los ojos de todos los hombres. A ser posible y en cuanto de vosotros depende, tened paz con todos. No os toméis la justicia por vosotros mismos, amadísimos, antes dad lugar a la ira, pues escrito está: A mí la venganza, yo haré justicia, dice el Señor. Por el contrario, si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber; que haciéndolo así, amontonáis carbones encendidos sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal, antes vence al mal con el bien» (Rom 12,9-21).
«No nos juzguemos, pues, ya más los unos a los otros, y mirad sobre todo de no poner tropiezos o escándalo al hermano» (Rom 14,13),
«Que cada uno cuide de complacer al prójimo, para su bien y edificación» (Rom 15,2).
«Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas, y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6,2).
San Pablo concede tanta importancia a la caridad fraterna, que la considera como el resumen de toda la ley divina, como el mandamiento que encierra todos los otros y asegura su perfecta observancia:
«No estéis en deuda con nadie, sino amaos los unos a los otros, porque quien ama al prójimo ha cumplido la ley. Pues no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y cualquier otro precepto, en esta sentencia se resume: ‘Amarás al prójimo como a ti mismo’. El amor no obra el mal del prójimo, pues el amor es la plenitud de la ley» (Rom 13,8-10).
Las páginas que San Pablo ha escrito sobre la caridad fraterna figuran entre las más bellas de sus epístolas. Proceden de un gran corazón, naturalmente afectuoso y transformado por la gracia. El corazón de Pablo se «ensanchaba» (2 Cor 6,11) para abarcar a los fieles de todas las iglesias. La ingratitud y las persecuciones eran impotentes para encogerlo. El corazón de Pablo era verdaderamente el corazón de Cristo, según la expresión de San Juan Crisóstomo(13).
«Aunque amándoos con mayor amor —escribe a los de Corinto— sea menos amado, yo de muy buena gana me gastaré y me desgastaré hasta agotarme por vuestras almas» (2 Cor 12,1 5).
La gran virtud de la caridad, practicada tan heroicamente por San Pablo en pos de Jesucristo, fue cantada por el gran Apóstol en términos líricos jamás superados por nadie. Nada mejor para cerrar este capítulo que recoger íntegramente el incomparable cántico paulino:
«Si hablando lenguas de hombres y de ángeles no tengo caridad, soy como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y si teniendo el don de profecía, y conociendo todos los misterios y toda la ciencia, y tanta fe que traslade los montes, si no tengo caridad, no soy nada. Y si repartiere toda mi hacienda y entregare mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha.
La caridad es paciente, es benigna; no es envidiosa, no es jactanciosa, no se hincha; no es descortés, no es interesada, no se irrita, no piensa mal; no se alegra de la injusticia, se complace en la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.
La caridad no pasa jamás. Las profecías tienen su fin, las lenguas cesarán, la ciencia se desvanecerá. Al presente, nuestro conocimiento es imperfecto, y lo mismo la profecía; cuando llegue el fin, desaparecerá eso que es imperfecto. Cuando yo era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre, dejé como inútiles las cosas de niño. Ahora vemos por un espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco sólo en parte, entonces conoceré como soy conocido. Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza y la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad» (1 Cor 13,1-13).
Tomado de
Los grandes maestros en la vida espiritual. Historia de la espiritualidad cristiana.
Antonio Royo Marín, BAC, España, 1990.
(1) En tiempo de san Pablo y en los primeros siglos de la Iglesia, el bautismo se administraba ordinariamente por inmersión. El candidato era enteramente sumergido en el agua por el ministro del sacramento. Este rito bautismal es el que inspira a san Pablo sus enseñanzas sobre la vida cristiana.
(2) San Pedro hace a los fieles recomendaciones análogas: «Sed sobrios y vigilad, porque vuestro adversario, el diablo, anda como un león rugiente dando vueltas buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe» (1 Pe 5,8).
(3) P. Prat: La théologie de S. Paul 2 p. 102 y 104.
(4) Hemos explicado largamente todo esto en nuestra obra El gran desconocido: El Espíritu Santo y sus dones, aparecida en la colección minor de la BAC (Madrid 1972).
(5) Como es sabido, las tres divinas personas habitan inseparablemente en el alma en gracia; pero san Pablo atribuye a la acción del Espíritu Santo en nosotros la obra de nuestra santificación.
(6) O.c.:2 p. 420.
(7) P. Prat:o.c., 1 p. 310.
(8) Era el yo moral de San Pablo el que estaba absorbido por Cristo. El yo físico, la personalidad del Apóstol, no había desaparecido. Cualquiera que sea el grado de santidad al que llegue un cristiano, continúa siendo siempre una criatura humana. Nada de unión panteísta entre Dios y las criaturas.
(9) Santa Teresa: Vida c.18ss.
(10) Santa Teresa: Relación al P. Rodrigo Álvarez n.3.
(11) Santa Teresa: Vida c.10 n.1.
(12) Estos dones extraordinarios acompañan muy frecuentemente a la unión mística, pero son fenómenos completamente distintos de ella. Muchos santos elevados a la unión mística no los han experimentado.
(13) «Cor Pauli, cor Christi» (San Juan Crisóstomo, Ad Rom. hom.32,3: PG 60,680).
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