viernes, 14 de agosto de 2009

PABLO DE TARSO

Antonio Salas o.s.a.
(Tomado de la revista Nuevos Horizontes, número 29, España, 1992)

I. EL APÓSTOL

1. PERSONALIDAD

¿Se puede saber cómo fue Pablo en verdad?

En general las noticias acerca de los autores neotestamentarios son bastante escasas. Tanto que resulta difícil emitir juicios valorativos sobre su idiosincrasia personal. Pues bien, Pablo es la excepción. De hecho tanto los testimonios del libro de los Hechos como sus propios retazos autobiográficos nos permiten bucear en el inagotable mundo de sus vivencias.

Se ha de comenzar advirtiendo, al respecto, que la perfección nunca ha sido atributo humano. Todo individuo es más bien un foco de pequeñez. Y en ella se dan cita cuantos portes fluyen de la debilidad. Siendo así, lógico es que Pablo, más que un monstruo sagrado, se nos presente como un ser humano de a pie donde campan por sus fueros los límites impuestos por la creaturidad.

Aun cuando resulte arriesgado configurar su personalidad, sí pueden acentuarse algunos de sus rasgos más señeros. Entre ellos, ¿cómo olvidar esa impronta genética a la que solemos denominar carácter? Cada persona ha recibido el suyo de la naturaleza para que se realice con él.

Es falso pensar que unos caracteres sean buenos y otros malos. A veces decimos: ¡qué mal carácter tiene fulano! ¿Por qué? Se nos responde: se encoleriza con suma facilidad. Tal argumento, esgrimido con profusión, se me antoja falto de consistencia. Y es que, si la naturaleza ha dotado a una persona de un carácter colérico, ¿cómo no se va a encolerizar? Esto no es malo. Nuestra religión nos garantiza que sólo el pecado se ha de ver como fuente de maldad. ¿Acaso es pecaminoso el carácter? ¡Absurdo pensarlo así!

Lo que sí hay son buenos y malos usos del carácter. Pienso que tan malo es encolerizarse cuando no hay motivo como no hacerlo cuando sí lo hay. Cada uno, pues, con su carácter. Y Pablo obviamente con el que le otorgó esa naturaleza, tras la cual los creyentes descubrimos nada menos que al propio Dios. ¿Cuál era el carácter del apóstol? Muy sencillo: ¡colérico! En tal caso, ¿por qué extrañarse viéndolo encolerizar? Y es que, al arderle la sangre, mal se podría contener. Al menos tal suele ser el patrimonio de los sanguíneos. Y a Pablo prefiero verlo más como norma que como excepción.

Así se explica que el apóstol no pueda presumir de equilibrio. Caracteres como el suyo se alían más con el ímpetu que con la moderación. Por ello les resultan tan fáciles —permítaseme la expresión— las «meteduras de pata». Pues bien, cuando tal ocurre, sólo hay dos alternativas: dejarla dentro o sacarla fuera. Y Pablo apuesta por la segunda. Por eso pasa parte de su vida deshaciendo entuertos. ¿Qué importa? Jugando limpio, hasta los tropezones ayudan a madurar.

Pablo no es, pues, un dechado de perfección. En realidad, quien decide ejercer de perfecto siempre acaba dando culto al «yo». El apóstol en cambio, haciendo un «tú» de su «yo», se lanza a evangelizar sin tomar el pulso al riesgo. ¿Extraña, pues, que no siempre consiga acertar? Su misma pequeñez le invita a pactar con el desacierto. Y haciéndolo, hasta sus errores afianzan su compromiso. Una persona así, ¿puede no entusiasmar a quienes —a pesar de sus defectos— luchan por un mundo mejor?

Pablo ¿ha sido objeto de una «leyenda negra»?

Quien rompe moldes, se indispone sin más con la instalación. De ello supo ya mucho Jesús. Y Pablo le tomó por modelo: «mi vivir es Cristo» (Flp 1,21). Nada sorprende, por tanto, que suscitara el recelo de quienes suscribían la tesis del conformismo. Ya desde muy pronto, trataron éstos de desautorizar a quien, arriesgando hasta su vida, anteponía libertad a ley (Gal 5,1).

Mas no acabarían ahí sus desvelos. Los veinte siglos de cristianismo son un libro abierto en el que se consigna una pertinaz campaña de difamación. ¿Quién no recuerda, en efecto, esas drásticas descripciones donde al apóstol se le supone rindiendo vasallaje a la neurosis? En ellas se le intenta presentar como un reprimido integral, cuyas luchas internas parecen catalizadas por la lujuria y el sexo.

Los detractores justifican sus denuncias con textos del propio Pablo. ¿No habla él, en efecto, de ese «aguijón de la carne» con que el ángel de Satanás no cesa de banderillear su cuerpo? (2Cor 12, 7-10). ¡Claro que sí! Pero hoy a nadie se le oculta que la expresión «carne», encuadrada en tal contexto, clama no por lujuria sino por debilidad. El apóstol trata simplemente de reflejar cómo la gracia divina contrarresta su flaqueza humana.

Entonces, ¿tuvo o no problema en lo sexual? Aun ignorándolo, supongo que acusaría los envites propios del sexo, ya que de lo contrario habría sido del todo excepcional. Mas no pienso que se molestara en consignarlos. En realidad, ¿a quién le podían importar? Lo que a todos interesaba era ver cómo el apóstol, a pesar de su compromiso crístico, seguía acusando el peso de su debilidad. Ser débil no es un baldón, pero —¡aceptándolo!— se ahuyenta la presunción.

Al apóstol también se le ha tildado de misógino. Y no faltan quienes —¡qué bien se cotiza la teología/ficción! — lo explican como trauma debido a la ausencia de madre. Pero, ¿por qué? Hay un argumento: a lo largo de sus cartas, dos textos (1 Cor 14, 34-35; 1Tim 2, 11-15) tratan con escasa consideración a la mujer. De nada sirve que Pablo le prodigue gran respeto en el resto de sus escritos y de su actividad pastoral. Parece como si estos dos textos acreditaran su misoginia.

Toda la argumentación cae por su base desde el momento en que la crítica contemporánea ha demostrado cómo ambos textos se deben a una interpolación posterior. Ni su estilo, ni su léxico, ni su contenido se ajustan al quehacer paulino. Aun cuando falte unanimidad de criterios, priva el parecer de que tal inserción se habría llevado a cabo tras la crisis montanista (final del siglo II), ya que en ella se pretendía la plena integración de la mujer en los ministerios sagrados.

Si en el siglo veinte tal reivindicación sigue pareciendo osadía, ¿cómo podía reaccionar a la sazón la ortodoxia? Muy sencillo: dando por inapelable la inferioridad femenina. Para avalar tal supuesto, se habrían introducido ambos textos en los escritos de Pablo, haciéndole decir lo que él jamás suscribió.

¿Por qué ese afán de hacer menos a Pablo? Los motivos son complejos, pues cada época razona de una manera. Existe, sin embargo, una constante difícil de obviar. Es la siguiente: la tradición católica muy poco ha hecho por rehabilitar al apóstol. Tal dato es incuestionable, por más que no todos le den la misma explicación. Personalmente creo que la razón se ha de buscar en el comprensible deseo de realzar la hegemonía de Pedro.

Y tal afán se ha acentuado aún más desde que Lutero apoyara en las tesis paulinas los postulados teológicos de la reforma. Tanto que, con el paso del tiempo, a Pablo se le ha acabado asociando con los «protestantes» en tanto Pedro se erige en símbolo inequívoco de «catolicidad». ¿Qué decir? Nada hay tan nefasto como una mentira disfrazada de verdad.

Considero que Pedro no será más cuanto menos se haga a Pablo. Las grandezas de ambos, lejos de contraponerse, se ensamblan de forma armónica en las coordenadas de esa fe crística que configura a la comunidad eclesial. Ojalá se disipen cuanto antes los últimos ramalazos de esa «leyenda negra» orquestada por un sinfín de intereses donde brilla por su ausencia el respeto que gesta el amor.

¿Cuáles fueron sus principales virtudes?

La grandeza de las personas se mide por su entrega a un ideal. En este sentido, Pablo raya en la genialidad. No en vano luchó con toda entereza por la causa que en cada momento juzgara más justa. Aun sin ser un modelo de virtud, destacan en su quehacer una serie de portes que configuran su espíritu de entrega. Pero hasta sus mismas virtudes quedan envueltas en un halo de normalidad. A la hora de destacar algunas, me parece obligado fijarse en las tres siguientes:

1. Honradez. Pablo siempre jugó limpio en la vida. Primero como judío, realzando las excelencias de la ley (Hch 9, 1-2). Y después como cristiano, proclamando el evangelio (2Cor 11, 22-29). Jamás se doblegó a la hora de defender su ideal (Gal 1,10). Prefería callar antes que hacer concesiones a quienes le exigían modificar su presentación del mensaje (Hch 9, 29). Su lema siempre fue: «ay de mí si no evangelizare» (1Cor 9, 6).

2. Compromiso. Toda su vida respira entrega. Tras su encuentro con el resucitado, pondría su máximo empeño en vivenciar a Cristo (Flp 1, 21), cuyas señales llevaba en su propio cuerpo (Gal 6, 17). Trató de hacerse todo con todos, pues así lo reivindicaba su forma de entender el evangelio (1Cor 9, 2), que le impulsaba a fusionarse con los demás (Gal 3, 26-29). Su porte comprometido le haría exclamar: «vivo, pero no yo, sino Cristo en mí» (Gal 3, 20).

3. Tenacidad. Jamás se arredró ante los problemas (2Cor 7, 5), que casi siempre lograba superar a fuerza de temple y constancia (Rom 5, 3). Pugnó por una visión abierta y dialogante del evangelio, enfrentándose a cuantos la trataban de bloquear (Gal 2, 14). Consagró casi toda su vida a la evangelización de la gentilidad, cuya inquietud serenaba con una doctrina de sesgo resurreccionista (Rom 15, 17-21). Así resume él su actitud: «vivir y actuar siempre de acuerdo con el "pneuma"» (Gal 5, 25).

Resulta fácil comprender que tales hayan de ser las virtudes de toda persona entregada a su ideal. Y si éste gravita en torno a la vivencia crística, lógico es que su máximo afán se cifre en evangelizar. Esto, sin desbordar las lindes de la normalidad, dignifica a la persona. ¿Cómo no sentirse interpelado ante porte tan retador? Pablo no es, pues, un monstruo sagrado, sino un creyente de a pie —como tú y como yo— que decide entregar su vida a la entronización de un «reino» donde el amor sublime a la ley.

¿Cuáles son sus principales defectos?

Todo defecto humano es expresión de debilidad. La perfección es pura quimera. Nada sorprende, pues, que el apóstol acusara los embates de unas limitaciones impuestas por su propia creaturidad. Y casi siempre relacionadas con su carácter. Siendo éste impulsivo, obvio es que afloraran un sinfín de portes faltos por completo de armonía. No resulta fácil inventariar sus defectos. No obstante, en aras a la claridad, creo oportuno destacar tres, ya que en ellos descubro las pistas para evaluar su endógena limitación.

1. Radicalismo. Su carácter impulsivo le indujo a adoptar posturas drásticas (Hch 19, 30), siendo a veces incapaz de calibrar los riesgos. Difícilmente desistía de sus propósitos (Hch 21, 13-14), a menos de ser Cristo quien se lo pidiera (Hch 16, 7). Jamás hizo concesiones a la prudencia, lo que le granjeó una serie de enemistades sobre todo entre quienes no sintonizaban con su proceder (Gal 1, 6-10). Trataba de justificar tal drasticismo como exigencia de su fidelidad (2Cor 1, 18).

2. Acrimonia. Incurría a veces en portes intransigentes que le indisponían con sus propios colaboradores (Hch 15, 39-40). Era mordaz con sus adversarios, a los que zahería con el insulto (Gal 5, 12). Denunciaba con virulencia la estupidez de cuantos trataban de desautorizarle (2Cor 10, 12), atacando con ímpetu a cuantos «falsos hermanos» desconcertaban a sus comunidades (Gal 2, 4). Su espíritu de polémica se avivaba aún más al agotársele la paciencia (Hch 15, 2).

3. Temeridad. No siempre era capaz de medir las consecuencias de su porte drástico e inflexible. Llegó incluso a insultar al sumo sacerdote, aun cuando muy poco después intentara retractarse (Hch 23, 3). Sus brusquedades enardecían al auditorio (18, 6), por más que las supusiera ordenadas por el propio Dios (Hch 18, 9-10). Su intrepidez rayó a veces en la arrogancia (2Cor 13, 2).

Pablo fue así. Con frecuencia sus apologistas tratan de trocar sus defectos en virtudes. ¿Por qué? Sólo aceptándolo cual fue, se estará en condiciones de evaluar cómo su espíritu de entrega cauterizó su mediocridad. Por lo demás, sus defectos son fruto, no de la malicia, sino de la limitación. Y ¿no es tal lo que a todos nos ocurre? Su actitud puede, por ende, resultar señera cara a encarnar una inquietud de entrega donde la perfección se ha de buscar, no en la persona, sino en el ideal por el que ésta decide apostar.

¿Cuál fue su actitud religiosa?

Pablo era un judío de la «diáspora». Por tanto se ha de encuadrar en el marco de los «helenistas». Nacido en Tarso (= la Atenas de Asia Menor), acusó en su infancia un inevitable cruce de culturas: la semita en base a su marco familiar (Hch 13, 2); la griega, en base a su entorno social. De niño tuvo que asistir al gimnasio donde se impartía una enseñanza acorde con las coordenas conceptuales del helenismo.

Sabemos que, al despuntar su adolescencia, se trasladó a Jerusalén con ánimo de convertirse en «rabino» (=teólogo). Y, en virtud de lo ocurrido en aquella ciudad, podemos definir sus sentimientos religiosos a nivel de juventud. El mismo diría más tarde que estudió los libros sagrados «a los pies de Gamaliel» (Hch 22, 3). Este rabino gozaba de singular prestigio (Hch 5, 34-39). Y militaba en la escuela teológica de Hillel. Ahí es donde podemos descubrir un dato de sumo interés.

¿Cómo no evocar, al respecto, que Jerusalén era a la sazón escenario de las más acres controversias teológicas? Estas quedaban catalizadas por las dos grandes escuelas rabínicas: la de HiIlel (vanguardista) y la de Shammai (integrista). El hecho de que el joven Saúl (tal era su nombre hebreo) apostara por los encuadres «hillelitas», permite suponerle proclive al vanguardismo.

Tal escuela ponía todo su empeño en abrir nuevos cauces a la ley mosaica. No en vano todos debían admitir su inoperancia fáctica. Cierto que la ley era la norma suprema de comportamiento. Mas, ¿lograba con ella sentirse el pueblo feliz? Bastaba abrir los ojos para ver que no era así. ¿Solución? Los «shammaítas» lo tenían muy claro: ¡intensificar la observancia legal! En cambio los «hiIlelitas» clamaban por expandir los horizontes de la ley a fin que su cumplimiento resultara menos traumatizante.

En tal marco se impone encuadrar la inquietud religiosa del futuro apóstol. Este vivió a fondo el problema. Lógico es que fuera así, pues su carácter impulsivo, unido al brío de la juventud, mal podía permitirle cruzarse de brazos. Era preciso hacer «algo» para que al fin no llegara a cumplir íntegramente la ley. Sólo así podría adentrarse el pueblo en el camino de la plenitud. Pero, hacer ...¿qué? Tal pregunta, al adentrarse en la vida, no podía menos de traducirse en crisis a nivel de interioridad.

Tal parece ser el caso del joven Saúl. Su pundonor y honradez, al alimón con su vehemencia de carácter, debieron dejarle claro que «algo» procedía hacer. En casos así, la duda suele engendrar crisis. Esta, por su parte, trueca en búsqueda la instalación. Se explica, en consecuencia, que aquel muchacho fogoso se lanzara con delirio en busca de una respuesta que calmara su inquietud.

Portes así eran frecuentes en la religiosidad de la época, donde los creyentes se afanaban por despejar sus incógnitas a fuerza de compromiso. Sobre todo cuando se aspiraba a una profesión (tal era el caso del joven Saúl) cifrada en clarificar al pueblo las reivindicaciones de la ley. Todo rabino aspiraba a ejercer de teólogo. Saúl no iba a ser la excepción. Mas, siendo vida la teología, ¿cómo enseñarla sin antes lograrla vivir?

Ello explica que su crisis, agudizada por su carácter, le indujera a hacer «algo» que diera eficacia a
una religión tan sublime como estéril. No en vano el pueblo seguía sumido en su esclavismo existencial. Y cuanto más se afanaba por romper mallas, más se llegaba a enredar. ¿Qué hacer? ¡Liberar a la religión! ¿De qué? De cuantas redes le trenzaba la ley. Y eso ¿cómo conseguirlo? Nadie conocía la respuesta. Pero todos convenían en que «algo» se imponía hacer. Pues bien... ¡por ello apostó Saúl!

2. CONVERSIÓN

Pablo ¿perseguidor de los cristianos?

Ha cundido en la tradición la imagen de un joven Saúl cuyo ímpetu religioso le indujo a perseguir cristianos. ¿Es cierto tal supuesto? A primera vista no admite réplica, pues hasta el propio Pablo lo llegaría a suscribir (Gal 1, 13-14). Mas aún con ello, hoy la crítica se cuestiona que las cosas de hecho ocurrieran así. Cierto que aquel joven inquieto ejerció de perseguidor (Hch 8, 3; 9, 1-12). Pero, ¿a quiénes perseguía? Y, ¿cuáles eran los motivos de su actitud?

Tales preguntas han de ser contestadas no desde la pasión sino desde la objetividad. Y ésta mal pudo encarnarla Pablo cuando evocaba sus años de juventud. Nada extraña, de hecho, que en su fase de madurez le avergonzara el recuerdo de haber perseguido a quienes después tan entrañablemente amó. Pero, ¿cómo olvidar que todo evento se ha de encuadrar en su adecuado contexto? Haciéndolo, surge sin más la pregunta: ¿a quiénes perseguía Saúl? Nuestra respuesta no admite réplicas: ¡a los cristianos! Y tenemos razón al pensar así. Sólo que no era tal como pensaba el futuro Pablo.

Y me explico. Durante su estancia en Jerusalén, entregado al estudio de la teología judaica, se tuvo que familiarizar con la ley. Esta, aun debiéndose celebrar como un sublime don, llevaba siglos archivando ineficacia. ¿Qué hacer? ¡Luchar por tornarla eficaz! ¿Cómo? Su reacción parece del todo lógica: persiguiendo a cuantos judíos, tras apostatar de su fe, aceptaban el liderazgo de un tal Jesús.

Así pues, aquel muchacho, pidiendo credenciales a la autoridad religiosa, se aprestó a perseguir. Pero ¿a quiénes? Su respuesta sólo podía ser una: a grupos de judíos apóstatas para convencerles de su equivocación. Por tanto, jamás pensó en arremeter contra los cristianos. Era a los judíos a quienes decidió perseguir. Y no para entregarlos al verdugo, sino para hacerles entrar en razón.

Dado que tales judíos eran a su vez cristianos, nada impide que el cristianismo se sintiera perseguido por él. Mas, analizando los hechos desde su contexto histórico, se ve que aquel joven iba en pos de sus correligionarios con ánimo de ahuyentar su lamentable error. Tales eran sin duda sus coordenadas mentales al actuar así. Lógico es que él mismo, años más tarde, se considerara un monstruo de maldad. Mas su juicio jamás pudo ser objetivo.

En su porte de perseguidor se impone descubrir la ansiedad de quien desea hacer «algo» útil para desanquilosar su religión. Esta se hallaba de hecho atrapada por las redes de un obtuso legalismo. Tanto que incluso algunos colectivos concretos habían decidido apostatar.

¿Qué hacer? Todo antes que cruzarse de brazos. Tal era al menos la respuesta dada por cuantos —entre ellos Saúl— vertían en crisis sus ansias de plenitud. Y ésta sólo se alcanzaría tras liberar a la religión. Liberarla... ¿de qué? De cuantas redes trenzaba un absurdo legalismo donde la persona humana se sabía falta de identidad. ¡Por ello luchó el futuro apóstol!

La «conversión» de Pablo ¿cómo entenderla?

Por una extraña paradoja, quien iba en pos de cristianos fue con Cristo con quien topó. Y tal encuentro iba a imprimir un viraje total a su vida. Su importancia no pasa desapercibida al autor del libro de los Hechos que lo describe en tres relatos distintos (Hch 9, 3-3; 22, 5-16; 26, 10-18). Y el propio apóstol también hace referencia a él cuando justifica la genuinidad de su ministerio (Gal 1, 12-17).

A tan singular evento se le suele denominar «conversión». Hoy, sin embargo, la crítica teológica impugna la validez del concepto para connotar lo que a Pablo en verdad le ocurrió. De hecho, en el lenguaje religioso de hoy, se entiende por «conversión» la mudanza de vida mala en buena o la enmienda de las costumbres.

¿Fue tal lo que a Pablo le sucedió? La tradición cristiana tenía muy claro que sí. De hecho, aquel joven, en virtud de su encuentro crístico, habría depuesto su saña de perseguidor para adoptar un porte de incondicional compromiso. Es decir, se habría desplomado un Saúl malo para levantarse un Pablo bueno. ¿Qué decir? Cambios tan drásticos no se acostumbran a dar.

Se ve, por otra parte, que aquel muchacho inquieto obraba con pundonor y honradez. Si perseguía a sus hermanos descarriados no era por saña sino por lealtad. Se lo exigía su compromiso religioso, cifrado a infundir eficacia a la ley. Ello invita a desterrar esa imagen tradicional, que presenta al joven perseguidor desplegando odio feroz. Tal Pablo sólo ha existido en la fantasía de un cristianismo ávido de portentosidad.

Aquel singular encuentro a lo sumo podría entenderse como una «conversión» de cuño bíblico. Mas ésta siempre se ha regido por parámetros muy distintos. La «conversión» (= «metanoia») bíblica implica, en realidad, un simple cambio de orientación existencial. Pongo un ejemplo. Si alguien, tras ejercer diez años de panadero, decidía abrir una zapatería, se había «convertido» de los panes a los zapatos. Mas ello no tenía ninguna connotación moral. Saúl, a las puertas de Damasco, también se «convirtió». ¿De qué a qué? Muy sencillo: de la ley al evangelio.

Hoy cada vez se insiste más en que, con motivo de esa singular cristofanía, se cayó un Pablo sin Cristo para levantarse un Pablo con él. Y con ello su búsqueda se tornó encuentro. Una vez que la persona logra encontrar lo que estaba buscando, por fuerza ha de experimentar un cambio en su proyección existencial. Y es que «búsqueda» nunca ha sido sinónimo de «encuentro».

La cristofanía paulina ¿cómo se ha de entender?

Ante todo se impone clarificar conceptos. ¿Qué es realmente una cristofanía? Muy sencillo: ¡una aparición del resucitado! Y en ésta se centran cuantos relatos bíblicos intentan plasmar el evento. ¿Quién ignora lo ocurrido allí? Solemos evocarlo más o menos así: aquel joven impulsivo se encaminaba a Damasco cuando de repente una luz le obcecó, desplomándolo del corcel. Y entonces... ¡vio Pablo a Jesús!

¿Qué decir? Tal descripción rezuma más grafismo que verosimilitud. Conviene ante todo consignar que los relatos bíblicos jamás aluden a ese presunto caballo del que suponemos desplomado al perseguidor. Al caballo lo ha introducido la imaginación popular. Mas ésta nunca ha sido experta en garantías. Sucede asimismo quo el futuro apóstol «vio» a Jesús precisamente después que la intensidad de la luz le acabase de cegar. ¿Cómo es posible que nunca le viera mientras podía ver y en cambio sí logró verle tan pronto como estrenó ceguera?

Tal paradoja clama por una explicación. Y ésta invita a su vez a cuestionarse no tanto por lo que los relatos dicen cuanto por lo que en verdad quieren decir. Hoy sabemos que existían a la sazón módulos literarios para expresar las «hierofanías» (= apariciones de seres divinos). Tales módulos vertían los hechos en diálogos, donde toda la iniciativa se suponía patrimonio de la divinidad. Los lectores sabían muy bien que los hechos no habían sucedido exactamente así. Pero de algún modo se imponía consignarlos.

Si estos criterios se aplican a la cristofanía paulina, resulta fácil comprender que cuanto en ella se dice no coincide sin más con lo que se quiere decir. Siendo una «cristofanía», Pablo tuvo que «ver» a Cristo. Mas, ¿cómo conjugar ceguera con visión? Aunque a primera vista parezca imposible, en realidad no lo es. De hecho, hay muchas formas de «ver». Y es que... ¡no sólo se ve con los ojos!

Voy a tratar de explicarlo. Con frecuencia los humanos estamos días y hasta meses dando vueltas sobre un tema que no nos deja de preocupar. Y cuanto más ahondamos en él, menos claro lo vemos. Pues bien, de repente se nos enciende como una luz interna que nos permite exclamar: ¡ahora lo veo claro! ¿Acaso «vemos» hoy algo que no «viéramos» ayer? Desde un plano empírico, la respuesta es «no»; desde un plano vivencial, la respuesta es «sí». Y es que también se puede ver con la vida. Visión que —como es obvio— no tiene por qué incidir en el ámbito sensorial.

Quizá por tal camino resulte más fácil aprehender el alcance de esa singular «visión» paulina. Nuestra fe nos garantiza que, habiendo «cristofanía», no pudo faltar visión. Mas al resucitado, ¿cómo se le logra ver? Es posible que con los ojos del cuerpo (¡eso no lo sé!), pero ciertamente con los ojos de la vida (¡eso sí lo sé!). En realidad, sólo una visión vivencial tiene fuerza para remodelar existencias.


Su encuentro con Cristo ¿en qué consistió?

Los módulos literarios para consignar «hierofanías» coincidían en buscar el mensaje en la reveIación hecha por el ser divino con motivo de su autopresentación. Pues bien, aplicando tales criterios a los relatos bíblicos, se ve cómo el resucitado, tras interpelar al perseguidor («Saúl, Saúl»: Hch 9, 4), acaba por revelarle quién es: «yo soy Jesús a quien tú persigues» (Hch 9, 6). Esta expresión, si se vierte en conceptos, resulta muy simple. Mas, ¿qué ocurre en caso de verterla en vivencias? Presenta una riqueza tal que nadie (ni Pablo) consigue agotar su mensaje.

Tanto es así que la crítica contemporánea descubre en ella la formulación embrionaria de toda la evangelización paulina. Cierto que ésta acabaría gestando una primorosa elaboración teológica. Mas toda ella arranca de tan excepcional revelación, entendiéndola —claro es— no desde la mente sino desde la vida. Y esto, ¿cómo se pone en pie? Tratemos de conseguirlo.

Para ello se impone ante todo preguntar: el joven Saúl, ¿perseguía en verdad a Jesús? ¡De modo alguno! Nadie en su sano juicio habría ido en busca de quien sabía muerto. La persecución iba, en realidad, dirigida contra los seguidores de ese Jesús a quien años antes se ejecutara en la cruz. Pues bien, en la revelación cristofánica, Jesús hace saber a Saúl que él se siente perseguido en sus discípulos. Tal aserto inspiraría más tarde toda la doctrina paulina en torno al «cuerpo de Cristo» (= eclesiología).

Saúl siente asimismo (lo «siente» desde la vida) que su interlocutor desvela su identidad: «yo soy Jesús». Pero Jesús, ¿no había muerto unos años antes? ¡Claro que sí! ¿Quién lo afirmaba? La historia. Y ésta, al consignar eventos, jamás ha admitido réplicas. En cambio, el mismo individuo, al que la historia acredita muerto, se autopresenta ahora como un «tú» dialogando con un «yo».

¿Conclusión? Jesús tenía por fuerza que seguir vivo, ya que de lo contrario, ¿cómo erigirse en alteridad dialógica de aquel joven tan sobrado de preguntas como falto de respuestas? El «tú» de Jesús, avivando un diálogo a nivel de vida, le hace saber a Saúl que el presunto muerto sigue vivo. Y ello, ¿cómo se puede explicar? Quien busque la respuesta desde la fe crística, sólo puede concluir: ¡ha resucitado! Sí, para que un muerto se comporte como un «tú», tiene que haber sido agraciado con el privilegio de la resurrección. Sólo resucitando puede un muerto tornarse alteridad.

Pienso que, analizando desde esa óptica la revelación cristofánica, resulta fácil asir que en ella el futuro Pablo se supiera interpelado en el plano de la fe. Y es que ésta siempre brota de lo hondo de Ia vivencia. Cuanto se vive no se puede demostrar. Ni falta que hace. La evidencia no requiere pruebas.

La cristofanía ¿fue en realidad una aparición del resucitado?

Sin la menor duda. Y el propio apóstol la considera tal. Por ello, cuando escribe a la comunidad corintia, no duda en equiparar su encuentro crístico con las apariciones pospascuales (1Cor 15, 3-8). Se autopresenta como un «aborto» (= «ektroma»), aunque en realidad el contexto parezca sugerir lo contrario. De hecho, viene agraciado con una aparición pospascual tras cerrarse el plazo teórico de las apariciones.

Quizá con la palabra «aborto» quiera connotar el apóstol su propia mezquindad con respeto a los «doce», cuyo engarce directo con Jesús les otorgaba una categoría que Pablo jamás cuestionó. No obstante, afirma de forma categórica que el resucitado también a él se le apareció. La cristofanía de Damasco queda así encuadrada en el ámbito de cuantas apariciones acreditaban la resurrección de Jesús.

El apóstol «ve», pues, al resucitado. Podrán discutir los críticos la perspectiva de tal visión. Para unos se trata de una realidad física, ya que el relato se ha de entender de manera literal. Otros en cambio (yo me incluyo entre ellos) claman por una visión fraguada en el plano de la vivencia. Y es que no sólo se puede ver hacia afuera. La visión puede también adentrarse en la interioridad. Tal visión, aunque no incida en lo empírico, no deja de ser real. De hecho quien se sabe agraciado con ella, siempre la celebra con alborozo muy singular.

Nadie ha dado jamás un drástico viraje a su vida sólo por «algo» visto en la exterioridad. Para que se fragüe tal cambio, es preciso que la visión incida también en lo más hondo del ser. Sólo en su arcano se forja el reciclaje integral. Y, a la luz de los testimonios bíblicos, se ve claro que el futuro apóstol se levantó del todo renovado a nivel de interioridad.

¿Motivo? Aquel encuentro había puesto fin a su búsqueda. Mas para que fuera así, era indispensable una visión que incidiera de plano en la vivencia. Tal visión le permitió descubrir en Jesús ese «algo» que tanto anhelaba encontrar. Y una vez consolidado el encuentro, Pablo dejó de ser el que fue. Había muerto un judío para nacer un cristiano.

Apariciones de esta índole son menos infrecuentes de lo que a primera vista se pudiera suponer. Son de hecho infinidad las personas que, tras una compleja fase de, búsqueda, culminan en el encuentro. Siempre que éste se ancla en categorías de fe hecha vida ( = resurrección), conlleva visión cristofánica. También nosotros la podemos compartir. Y no por ello precisamos hollar las lindes de la normalidad.

Quizá criterios así se hayan de esgrimir para aprehender la cristofanía paulina. Pienso que ésta rezumó normalidad, aun cuando los relatos bíblicos la tornen prodigio. Y es que cuanto incide en el plano de la vivencia, aunque normal, siempre se antoja portento cuando se pretende consignar.

Y tras la cristofanía ¿qué cambio acusó el apóstol?

Aún cuando los relatos bíblicos prodiguen la apología, no por ello dejan de ofrecer ciertos datos, cuya interpretación permite evaluar las implicaciones del encuentro cristofánico. Este culmina con una orden: «levántate, entra en la ciudad y allí te dirán lo que has de hacer» (Hch 9, 6). Y cuanto sigue no cesa de rozar el prodigio.

Sin embargo, ciertos rasgos permiten intuir el proceso del que fuera objeto Pablo. Este, siendo un foco de fogosidad, ardía en ansias de verter fuera sus vivencias. Tras el relato (mito al servicio de la historia) de su bautismo y consiguiente sanación, muestra ya el futuro apóstol un vivo interés de proclamar el «kerigma». No en vano había sido agraciado con un nuevo pentecostés. Mas, aunque la oferta fuera idéntica, no lo eran las circunstancias. Y éstas poco tardarían en conjugar el delirio con el fracaso.

De hecho, Pablo, una vez bautizado, se dedicó a predicar. ¿Cuál podía ser el contenido de su proclama? El autor sagrado lo resume haciéndola gravitar en torno al mesianismo de Jesús. ¿No empalma así con el anuncio de pentecostés? (Hch 2,36). Mas ahora afloran aspectos no exentos de conflictividad. De hecho, el proclamador choca con el rechazo del auditorio.

Este se supone integrado por judíos, ya que el apóstol decide compartir sus vivencias con el foco mismo de la religiosidad judaica (Hch 9, 20). Y su reacción no pudo ser más virulenta: ¿cómo fiarse de quien hasta entonces ejerciera de perseguidor? ¿Era un loco, un fanático, un farsante o un experto en el simulacro? En todo caso, era impensable fiarse de él. Nadie se aviene a confiar en quien se comporta con tan poca coherencia.

¿Qué hacer? Quizá sea ahí donde se imponga situar ese retiro al desierto (Gal 1, 17-20), que sin duda le ayudó a serenar su espíritu y verter en conceptos su caudal de vivencias. Cuando éstas desbordan por su intensidad —¿no es tal lo que sugiere la cristofanía?— cuesta mucho conceptualizarlas. Mas sólo así se pueden elaborar doctrinas que estimulen a la colectividad.

Lo cierto es que, tras regresar a Damasco, su proclama tuvo más solidez. No en vano tres años de reflexión, caldeada con el fuego de la vivencia, permiten fijar estrategias a la hora de evangelizar. Tal debió ser, por lógica, el sino de aquel hombre que llevaba años apostando por el compromiso. Tras encontrar lo que, aun sin saberlo, desde siempre buscara (= Cristo), decidió ofertarlo a cuantos compartían su mismo espíritu de búsqueda.

Mas no pudo impedir los envites de sus adversarios. A fuerza de urdimbres e intrigas (Hch 9, 20-25), le obligaron a huir para no perecer. ¿Cómo no recordar a quien, tras descolgarse en una espuerta por las murallas, emprende la fuga cual si fuera un malhechor? Es posible que esos rasgos reflejen situaciones históricas, pues se avienen muy bien con la virulencia de cuantos no lograban diferenciar el fanatismo de la fe.

En todo caso, se ve cómo la cristofanía exigió a Pablo modificar sus esquemas mentales. Y eso sí que conllevó una auténtica «conversión». Ya no podía confiar en quienes antes le arroparan, pues le consideraban apóstata y traidor. No es fácil afrontar situaciones ancladas en la intolerancia. Para ello se precisa una excepcional convicción. Esta, por supuesto, nunca le faltó al futuro apóstol. Por eso su huida se ha de ver como exigencia de un compromiso con apremio de cristificación. Y ésta no podía hacer concesiones a cuantos pruritos engendran los prejuicios.

¿Por qué permanece Pablo tantos años inactivo?

Resulta cuando menos curioso observar cómo Pablo, tras sus vicisitudes en la ciudad de Damasco, se trasladó precipitadamente a Jerusalén (Hch 9, 26-30). Y, según él mismo confesaría más tarde (Gal 1, 18-19), sólo permaneció dos semanas en aquella ciudad, sin contactar con los «doce», excepción hecha de Pedro y Santiago, el «hermano del Señor».

Curiosamente en la ciudad santa es recibido con un sinfín de suspicacias. Tanto que un grupo de «helenistas» intenta lincharle (Hch 9, 29). Pero ¿por qué? La actitud de sus adversarios queda dentro de la más pura lógica. ¿Cómo fiarse, en efecto, de ese hombre que hasta hacía poco blasonara de defender la ortodoxia judaica? Su presunta «conversión», ¿no sería una argucia cifrada en espiar desde dentro a la comunidad?

Por otra parte, el judaísmo ortodoxo le consideraba un auténtico traidor. Después de haber depositado en él su confianza hasta el punto de darle credenciales para actuar en nombre de la autoridad, el joven Saúl se había pasado al «enemigo». El judaísmo radical nunca fue tolerante con los apóstatas. Y, en lo que al apóstol concierne, se ve que su inquina no se atemperó con los años. Jamás le perdonaría su forma de proceder.

Resulta, por tanto, fácil comprender que Pablo se hallara del todo solo. Los judíos le odiaban por su presunta traición. Los cristianos no se fiaban de él. Tanto que algunos —¡nunca faltan extremistas!— le querían eliminar. Siendo tal la situación, lógico es que Pablo, aun consumiéndole el fuego de la ilusión, no lo pudiera ofertar. ¿Motivo? Nadie estaba dispuesto a escucharle. Le faltaban destinatarios. Todo empeño en violentar los hechos habría sido, pues, «dar coces contra el aguijón».

En esa coyuntura tan conflictiva, se deja sentir la providencial intervención de Bernabé. Este, que con el tiempo se convertiría en el gran amigo de Pablo, le invita a desaparecer. ¿Qué importancia podía tener el que Pablo ardiera en ansias de proclamar el «kerigma»? Las circunstancias le eran tan adversas que, al faltarle receptor, todo su esfuerzo resultaría estéril.

No le quedó, en consecuencia, otra alternativa que retirarse a su ciudad natal. Y en ella permanecería bastantes años en la más enervante inactividad. Quizá unos diez, aun cuando, siendo tan escasos los testimonios, resulte aventurado atornillar con exceso las fechas. En el «interim» la comunidad cristiana inició su expansionismo. Con motivo de la persecución decretada contra el sector «helenista» tras el linchamiento de Esteban (Hch 8, 1), muchos cristianos abandonarían aquel territorio, llevándose consigo el mensaje. Y, tras un sinfín de vicisitudes, acabarían asentándose en Antioquía de Siria.

Fue en esa ciudad donde, por vez primera en la historia, un nutrido grupo de paganos fue invitado a compartir la nueva fe. Tal praxis no podía tildarse de heterodoxa, dado que ya antes Pedro, admitiendo a Cornelio (Hch 10, 44-48), brindó a la gentilidad la oferta «kerigmática». La comunidad pagano-cristiana de Antioquía, aunque en un primer momento suscitara el lógico recelo de los líderes de Jerusalén, acabó clamando por su autonomía, sobre todo una vez que Bernabé se comprometiera a liderarla (Hch 11, 19-27).

Y ahí es donde Pablo tiene la oportunidad de dar pábulo a su inquietud apostólica. Bernabé le invita de hecho a compartir con él el liderazgo de esa nueva comunidad, cuyos miembros se encontraban por fortuna más allá del prejuicio. Al menos en cuanto a Pablo incumbía. Este les resultaba un perfecto desconocido. Tras tanto tiempo de anonimato, se había desvanecido cuando menos la animosidad del inicio. Ya nadie pedía la cabeza de aquel hombre que Ilevaba años apostando por el silencio. Tales actitudes hasta al integrismo arrancan respeto.

No obstante, una vez hallado el receptor adecuado, Pablo se lanzó con brío a caldear a los demás con el fuego de sus vivencias. Había tenido tiempo de madurar. Cierto que no por ello se habían desdibujado los rasgos más señeros de su carácter impulsivo. Pero lo vida misma, y sobre todo los contratiempos, curten de por sí hasta a los más rudos. No en vano es en la adversidad donde se fraguan los héroes. Por eso quien Ilevaba años rindiendo culto al fracaso, de repente tuvo opción a triunfar. Y obviamente el apóstol puso todo su empeño en no desaprovecharla.

Resulta apasionante recorrer, aunque sea a vuelapluma, las más señeras etapas de su fecunda labor. Quien durante años no hizo sino acumular olvido, de repente saltó a la primera plana de la notoriedad. Y no porque mostrara el mínimo afán de protagonismo. Al contrario, su talante personal no era proclive a la ostentación. Su única obsesión se cifró en evangelizar: «ay de mí si no evangelizare» (1Cor 9, 16). Mas, para evaluar su aporte evangelizador, se impone analizar de cerca la oferta que, a través de sus viajes, brindara a la gentilidad.


3. MISIÓN

¿Por qué se le considera el «apóstol de los gentiles»?

La razón se antoja del todo obvia desde el momento en que se analiza su labor misionera. Esta va orientada desde un principio hacia el paganismo. Y no porque el apóstol sienta especial predilección por los gentiles, sino simplemente por ser éstos los únicos que le quieren escuchar.

Es, por lo demás, verosímil que la postura religiosa del paganismo le resultara más afín a su propia idiosincrasia. Ya intenté expresar antes que, si bien faltan datos para aseverarlo, se supone que Pablo ya en su juventud hizo gala de un espíritu abierto y vanguardista. De no ser así, mal se explica que se hubiera enrolado en la escuela de Gamaliel, cuya tolerancia y comprensión llegó a ser casi proverbial. Tal tesitura siempre fomenta el diálogo.

El apóstol hace, por otra parte, gala de una libertad interior que no se aviene con el rigorismo legal que tanto propalaba la ortodoxia judaica. Este porte, acrisolado con el encuentro cristofánico, pudo muy bien acentuar su repudio al legalismo. Y ello, unido a su congénita inquietud, sin duda le impulsó hacia una gentilidad que, sin las mallas de la ley, buscaba una vivencia plena.

Sería falso pensar que los paganos fueran arreligiosos. Al contrario, hacían gala de una acendrada religiosidad, que solía gravitar en torno a los cultos mistéricos. Estaban a la sazón muy en boga los misterios de Atis, Cibeles, Isis y Osiris, Mitra, Dionisos... Y tales cultos, aunque envueltos en un halo de clasismo iniciático, compartían vivas ansias de «salvación». Tenían de hecho muy claro que sólo salvándose de cuantas bridas impone la caducidad, podrían adentrarse en la fase de plenitud y disfrutar de una dicha sin fin.

Para alcanzar tal meta, prodigaban un complejo entramado de cultos donde primaba una teología de cuño «mistérico». Pues bien, Pablo no tuvo gran dificultad en brindar a ese mundo ávido de plenitud un mensaje acorde con sus más hondas esperanzas. Para ello le bastó presentar la oferta evangélica como un singular «misterio» en el que Dios, a través de Jesús (= Cristo), ofertaba al ser humano lo que éste siempre anheló: ¡libertad a nivel de existencia!

Asimismo primaba en el imperio greco-romano una situación de desconcierto ante la gama casi infinita de ofertas religiosas, sin que ninguna lograra colmar las más hondas inquietudes de los creyentes. Se hermanaba, pues, la ansiedad con el desencanto, sobre todo entre quienes vivían a fondo su compromiso de fe. Esta clamaba por realización y sin embargo las situaciones concretas con frecuencia resultaban frustrantes.

A ese mundo decidió evangelizar Pablo. No le resultaba desconocido, ya que en los albores de su juventud tuvo por fuerza que asistir al gimnasio en la ciudad de Tarso. La cultura griega no le era, por tanto, extraña. Y tampoco su religión, sobre todo la que gravitaba en torno al «misterio». Quizá ello permita comprender por qué, a la hora de hacer su oferta evangélica, la encuadre también en un módulo «mistérico». De hecho, su enfoque no puede ser más retador: brinda un «misterio» con fuerza para liberar de su angustia a cuantos suspiran por plenitud. Tal «misterio» queda polarizado por la figura de «Cristo», al que el apóstol presenta como singular oferta de salvación.

Cabría, en consecuencia, afirmar que Pablo no se lanzó a la gentilidad por preferencias personales. Lo hizo ante todo porque el resto del mundo (= judaísmo) no le quería escuchar. Mas al propio tiempo cabe observar que su talante personal pudo abrirle las puertas para que sintonizara con aquel mundo que se debatía entre la angustia y la esperanza.
Y lo hacía sin dejarse bloquear por los imperativos de una ley que a la postre siempre acaba traumatizando. Los gentiles sólo querían vivir. ¿Cómo? Activando resortes religiosos. Sin embargo, la experiencia les demostraba que todo ello carecía de fuerza para brindarles plenitud. Pues bien, tal es lo que el apóstol oferta. ¿Podía no triunfar?

¿Cuál era el contenido de su oferta «kerigmática»?

Sería falso afirmar que el apóstol brindara un «kerigma» distinto al resto de los predicadores primitivos. Cierto que de ello le acusarían sus adversarios. Mas él se defendió con ahínco. Incluso se le trató de desacreditar tildándole de oportunista. ¿En qué sentido? Suponiendo que, tras recibir el «kerigma» de los «doce», lo habría modificado de acuerdo con sus criterios personales. Tal calumnia le crispaba los nervios hasta el punto de negar todo contacto directo con los «doce», por lo que éstos mal pudieron hacerle partícipe de su promulgación «kerigmática» (Gal 1, 11-24).

Pablo apela a su cristofanía para garantizar que su «kerigma» lo ha recibido directamente de Cristo. Se trata, por tanto, de una revelación personal donde él se supo penetrado por esa oferta de vida que fluye de la resurrección de Jesús. Y tal oferta es la que él hace a los gentiles. Por tanto, el «kerigma» paulino contiene idéntico contenido que el brindado por los demás predicadores primitivos.

Lo que sí varía es la forma de trasvasarlo a conceptos. Y es lógico. No en vano los «doce» se habían mantenido dentro de un módulo socio-religioso de cuño judaico. El en cambio se lanzó con valentía a la gentilidad. Y, claro, trató de hacerle una oferta acorde con su inquietud. Esta no gravitaba, por supuesto, en torno al mesianismo. Tal tema era exclusivo de la religión judía. Lo que el paganismo anhelaba era una fuerza con potencial de salvación.

Nada sorprende, por tanto, que el apóstol presente el «kerigma» como esa fuerza salvadora que la gentilidad llevaba siglos buscando. Siendo así, obvio es que Jesús venga aclamado, no como mesías, sino como salvador. Se trata, en el fondo, de una promulgación idéntica a la que se venía haciendo desde pentecostés. Sólo se modificaba su encuadre conceptual. Sin embargo, ello no impidió que sus enemigos (nunca le faltarían al apóstol) se empeñaran en denunciar como espuria su oferta de evangelización.

Pablo puso desde un principio todo su empeño en concienciar a los paganos de que Jesús, en virtud de su resurrección, se presentaba como ese potencial salvífico por el que tanto se suspiraba. Su éxito estribó precisamente en ello. El apóstol fue capaz de sintonizar con la inquietud religiosa del mundo al que hacia su oferta. Y con tal sintonía, no es difícil triunfar.

Se trata obviamente de un triunfo relativo. A nosotros suele impactarnos la figura del Pablo sabiendo que fueron sus comunidades las que lograrían sobrevivir. En cierto modo pudiera decirse que, desde una perspectiva histórica, el cristianismo se salvó porque el apóstol vertió su mensaje en un módulo conceptual de sesgo helénico. Y así, al desintegrarse el judeo-cristianismo, fueron las comunidades pagano-cristianas (casi todas de raigambre paulina) las que consiguieron asentarse en el imperio romano.

Ello es muy cierto. No obstante, la objetividad clama por analizar el aporte paulino desde su propio contexto. Y, al hacerlo, se ve de inmediato cómo sus éxitos estuvieron casi siempre jalonados de fracasos. De hecho, aun cuando lanzara un mensaje con fuerza para interpelar a la colectividad, sólo una insignificante minoría solía reaccionar de forma positiva. El resto armonizaba desinterés con desprecio.

La genialidad del apóstol se ha de cimentar en su inquebrantable tesón. Tenía muy claro que sólo el «kerigma» podía librar al mundo del caos. Por eso, aunque no siempre le hicieran caso, jamás lo cesó de anunciar. Logró, con un temple que bien quisieran los puritanos, constituir pequeños núcleos de creyentes en cuyo seno se vivía el compromiso con toda intensidad. Y ello giraba siempre en torno a la resurrección, la cual postulaba la primacía de la vida y, por ende, luchar contra cuantos portes eran expresión de pecado y de muerte.

Pablo no fue un líder de multitudes. Más bien se me antoja un carismático con fuerza para impactar a pequeños colectivos, cuya apertura existencial les situaba en el plano del diálogo. Y es que sólo en tal plano se le podía comprender. Pablo supo mucho de fracasos. Mas pienso que tampoco ignoraba que en la adversidad se fraguan los héroes. Por ello no cejó en su afán de lanzar al paganismo el «kerigma» pentecostal, aunque ajustado a la inquietud de sus respectivos destinatarios.

Tal porte distinguió toda su obra evangelizadora. Nunca hizo concesiones a un absurdo legalismo, del todo inexpresivo para quienes provenían de la gentilidad. A ellos les habló siempre de realización y libertad. Era el único lenguaje que podían entender. Mas su praxis no quedó consignada desde un principio en puros módulos conceptuales. No, primero la fue incubando a lo largo de viajes cifrados en la evangelización. Sólo más tarde recurriría a la teoría para refrendar su praxis. Y ésta se tradujo en un compromiso incondicional con la oferta «kerigmática». Sus viajes avalan tal realidad.

Sus viajes misioneros ¿cómo se han de entender?

Desde sus mismos orígenes, la comunidad cristiana activó al máximo los resortes de la evangelización. Ello permitió que la vivencia crística acabara interpelando a infinidad de personas. Y sobre todo al romper las bridas impuestas por los judaizantes y ofrecer el «kerigma» a la gentilidad. Tanto los «doce» como los «siete», conscientes de su condición de «apóstoles» (= enviados), activaron al máximo el proyecto de evangelización.

Pero quien de verdad rompió moldes fue la comunidad pagano-cristiana de Antioquía, donde Pablo compartía con Bernabé la misión de afianzar a los neófitos en la nueva fe. Se supone que el propio «pneuma» (= «espíritu») decide que ambos se lancen sin más a ejercer de misioneros entre la gentilidad (Hch 13, 2). Se ignora cuándo se tomó tal decisión. Mas muchos comentaristas coinciden en situarla en torno al año 45. Personalmente suscribo su parecer.

El autor del libro de los Hechos pone singular énfasis en realzar el alcance de la nueva praxis evangelizadora. Cierto que tal había sido el sentir comunitario desde el día mismo de pentecostés. Mas nadie había osado hasta entonces ofrecer el «kerigma» a los paganos. Lo impedían los prejuicios judaicos. Y es que a la sazón el judaísmo se consideraba, desde un punto de vista religioso, superior al resto de la humanidad. Algo parecido a lo que nos ha ocurrido a los católicos durante bastante tiempo.

Con tales supuestos, resultaba impensable evangelizar a la gentilidad. Se temía que ésta, en caso de compartir su inquietud religiosa, pusiera en peligro su pureza e integridad. Pues bien, los líderes antioquenos rompen tales prejuicios. Y se lanzan con brío a la nueva evangelización. Aun cuando en un principio Pablo acompañe a Bernabé, éste acabaría reincorporándose a Antioquía, quedando en manos paulinas esa nueva evangelización.

Sus viajes misioneros le acreditan como un enamorado del ser humano de a pie. Y a él (sin importar raza, cultura o condición) le ofrece cuanto recibiera de Cristo. En realidad, Pablo se limita a transmitir el flujo de sus vivencias. Lo hace además de tal forma que nadie le pueda tildar de exclusivista. De hecho, aun cuando sus objetivos se cifren en el paganismo, al llegar a un núcleo urbano comienza ofreciendo el «kerigma» a la minoría judaica. Sólo cuando ésta le desprecia, lanza su oferta a la gentilidad.

Su estrategia siempre rezumó transparencia. Y es que Pablo, hombre de impulsos primarios, rehuyó la complejidad. Su esquema era muy simple: llegaba a una ciudad y, tras proclamar el «kerigma» primero a los judíos (sinagoga) y después a los gentiles (ágora), sentaba las bases para constituir una nueva comunidad. Aun careciendo de datos que lo acrediten, no es osado suponer que las comunidades paulinas (cuando menos en su origen) estuvieron integradas por un número muy limitado de creyentes. ¡No importaba! Era una semilla que, a su tiempo, no podría menos de germinar.

El apóstol jamás se dejó atrapar por sus propias comunidades. Y me explico. Quien haya ejercido de misionero sabe que lo más arduo siempre es comenzar. Una vez que la comunidad se consolida, no es difícil tomarle gusto, sobre todo al pulsar de cerca su gratitud. Tal reacción se ha de considerar normal. ¿Mala? ¡En absoluto! Sí puede resultar malo, en cambio, dejarse hechizar por la lisonja, pues la inquietud primigenia puede acabar pactando con la instalación. Y ésta mal se aviene con el «kerigma».

Resulta elocuente ver cómo el apóstol, tras poner los cimientos de una comunidad, se va en busca de nuevos horizontes donde expandir la evangelización. Le devora la fiebre crística hasta el punto que todo su afán se cifra en evangelizar. Pero, ¿cómo? ¡Abriendo fronteras! Sus viajes no eran un paseo triunfal. Más bien aparecen jalonados de sinsabores y contratiempos. No era fácil la itinerancia. Y menos aún tal como Pablo la solía ejercer.

Quizá por ello resulten sus viajes tan sazonados de mensaje. En ellos se observa el compromiso de quien lucha por ofrecer a los demás esa misma libertad que a él Cristo le confiriera. Es indudable que en más de una ocasión su celo hasta le obcecó. ¿Quién no tropieza al buscar nuevos caminos? Sólo la instalación está exenta de riesgo. Sin embargo, Pablo decidió arriesgar, pues incluso sus despropósitos fueron expresión de amor. Cuando tal ocurre, hasta el yerro se torna acierto.

Para contactar más de cerca con su praxis misionera, se impone evocar el itinerario de su evangelización. Esta suele centrarse en sus «tres» famosos viajes. Nada mejor, pues, que resumirlos para asir el reto de quien los protagonizó.

Su primer viaje apostólico: objetivos

En este viaje se suponen alcanzados todos los objetivos, si bien tampoco faltan en él cuantas dificultades conlleva la evangelización. La «cruzada kerigmática» comenzó con los mejores auspicios. Siendo Chipre (= patria de Bernabé) la primera etapa del recorrido, sorprende la calurosa acogida que allí se rinde a los misioneros (Hch 13, 4-12). Parece incluso que el propio procónsul romano acaba convirtiéndose a la nueva fe. Sobre todo tras el ejemplar correctivo que el mago Elimas recibe a causa de su insolencia.

Todo ello está, por supuesto, envuelto en un halo de apología. Tanto que resulta muy difícil emitir veredicto sobre su grado de historicidad. Se tiene, de hecho, la impresión que todo confluye para que los predicadores puedan demostrar la genuinidad del «kerigma». Mas éste, ¿se apoya en los portentos o más bien en la vida que a través suya se quiere ofrecer? Hoy apostamos por la vida. Ayer en cambio fascinaba más el portento. Nada extraña, por lo mismo, que el autor sagrado trate de autenticar con él al «kerigma».

Todo el viaje aparece dominado por un afán de mostrar cómo la evangelización se ajusta a lo previsto. Mal se oculta el deseo de justificar que ese viaje puede servir de patrón para cuantos se decidan a evangelizar. De hecho, en él se observa el esquema que, al menos en principio, debe configurar un proyecto de misión donde hasta los logros se apuntalan con conflictos. Tales elementos serían los siguientes:

1. Admiración ante el mensaje (Hch 13, 6-12).
2. Disensiones internas (Hch 13, 13; 15, 37-39).
3. Evangelización a los judíos (Hch 13, 16b-42).
4. Evangelización a los gentiles (Hch 13, 46b-49).
5. Persecución de los judíos (Hch 13, 50-51; 14, 4-6.19).
6. Regreso triunfal (Hch 14, 27).

Se halla todo tan coherentemente ensamblado que algunos comentaristas contemporáneos ponen en duda que tal viaje se haya de aceptar como histórico. Más bien se trataría, a su juicio, de un esquema convencional, cifrado en mostrar cómo se debe gestar cualquier intento de evangelizar paganos. ¿Qué decir? Cierto que se observan resabios de esquematismo en la narración. Pero no creo obligado negar la historicidad de lo en ella descrito. Quizá la solución estribe (siempre sueIe ocurrir así) en un justo punto medio, que rehúse aceptar los relatos cual si se tratara de crónicas, mas sin por ello privarles de una elemental historicidad.

Lo que sí se ha de ver como elaboración teológica es el discurso puesto en labios de Pablo cuando oferta el «kerigma» a la comunidad judía de Antioquía de Pisidia (Hch 13, 16-42). En él se intenta consignar cómo acostumbraba el apóstol formular su oferta «kerigmática» siempre que se dirigía a los «israelitas». Y es curioso que, a grandes rasgos, se observa clara coincidencia con los discursos «kerigmáticos» de Pedro: 2, 14-26; 3, 12-26; 4, 8-12; 10, 34-43.

En todos ellos se hace una síntesis del porte histórico del judaísmo ante las ofertas de la divinidad. Esta decidió por fin enviar nada menos que a su propio hijo, a quien se clavaría en la cruz. No obstante, su muerte no pone fin a su misión. Esta culmina más bien en su triunfo pascual. Por tanto, quien acepta la resurrección de Jesús se sitúa sin más en el plano idóneo para vivenciar la fe crística.

Es sabido que un discurso, para que sea «kerigmático», ha de abocar a la resurrección de Jesús, convirtiéndola en puro reclamo de fe. Ello equivale a proclamar que sólo quien se adecua a sus exigencias, entronizando al resucitado en el centro de su existencia, está en condiciones de ser cristiano. Al menos, tal se infiere de la formulación «kerigmática» vertida en ese discurso paulino que la crítica considera convencional. Y no por ser pura invención del autor sagrado, sino por reflejarse en él las líneas más señeras del «kerigma» ofrecido por Pablo a quienes (= judíos) ajustan a la ley mosaica sus coordenadas de fe.

El viaje se muestra jalonado de anécdotas, donde el lector avisado puede descubrir pistas válidas para enriquecer su existencia. Me voy a fijar sólo en tres:

1. Pablo y Marcos no se avienen. El autor sagrado alude de pasada a su disensión. Mas no debió ser trivial. No en vano, años más tarde, cuando se decide reanudar la evangelización, Pablo opta por hacerlo solo, ya que Bernabé sugiere la compañía de Marcos. El litigio no debió ser baladí, pues terminaron discutiendo y separándose (Hch 15, 36-40). Pienso legítimo suponer que Pablo no se sentía a gusto con Marcos. ¿Razones? Quizá porque Marcos, al entroncar con Pedro y los «doce», podía concebir de forma distinta la evangelización. Esto es verosímil, por más que en el fondo desconozcamos el auténtico motivo. Lo que no admite réplica es que ambos distaban mucho de estar de acuerdo.

Y ello, ¿debe acaso sorprender? ¡En absoluto! Más aún, se me antoja del todo normativo cara a configurar proyectos de evangelización. Pablo nos está diciendo a gritos (cuando menos así lo entiendo yo) que, para abrir camino, las compañías incómodas no hacen más que estorbar. Y no se alegue diciendo que Marcos era muy «(bueno» (= santo). Claro que lo era. También lo es el agua bendita y no por ello sirve para freír huevos. A buen entendedor... ¿para qué más palabras?

2. Las temibles «mujeres religiosas». Los judíos siempre han hecho gala de excepcional sagacidad. Y la muestran en el ardid urdido para terminar con Pablo. Tienen la ocurrencia de soliviantar nada menos que a las «mujeres religiosas» de Antioquía de Pisidia (Hch 13, 50). Pero, ¿quiénes eran tales mujeres? Muy sencillo: si la connotación hubiera que acomodarla al argot religioso de hoy, podríase descubrir una «beata» tras cada una de ellas. «Beatas». Pues sí... ¡quién no las conoce! Se pasan la vida hablando bien de Dios y mal de los hombres. Un enjambre de «beatas» bien orquestado siempre ha sido el arma más eficaz para desautorizar a quien intenta hacer reino.

3. La tozudez del apóstol. Ya dije antes que no hay caracteres malos. Lo que sí hay son malos usos del carácter que a cada uno nos toca en ese singular reparto de Dios. Pablo tenía «su» carácter. Además ...¡bien definido! Y gracias a él, pudo afrontar con tanta entereza la más visceral persecución. De hecho, tras el acoso de las «beatas» (¡inexorablemente eficaz!), los predicadores quedaron sin más proscritos. Y no sólo eso, sino que el celo de sus detractores casi acabó en lapidación (Hch 14, 5). No obstante, no hay contratiempo con fuste para amedrentar al apóstol. Casi osaría afirmar que Pablo, como buen carismático, se crecía en la adversidad. Tal firmeza, ¿cómo calificarla? A unos se les antojará tozudez y a otros convicción. ¿Qué decir? Veo a Pablo como un dechado de entrega al ideal. Y en este sentido su porte me resulta señero. Aunque su carácter lo envuelva en un lógico halo de radicalidad.

Los ejemplos podrían multiplicarse. Pero los tres aducidos me parecen suficientes para comprender cómo el quehacer paulino no logra salir inmune de cuantas redes trenza la pequeñez. Y con ello se ha de contar a la hora de hacer reino. La «misión» no se fragua con exotismo sino con dedicación. Y ésta requiere a veces afrontar con entereza cuantos muros levanta esa limitación humana que tan bien se alía con la estupidez.

Su segundo viaje apostólico: objetivos

Los relatos de Hch presentan este segundo viaje (a. 49-52?) en un tono muy distinto al primero. Este parece incluso de mero tanteo, comparado con el alcance del que, tras su discusión con Bernabé (Hch 15, 39-40), emprendió en compañía de Silas, y de Timoteo que en Derbe se les juntó (Hch 16, 1). Tras reconfortar a las comunidades constituidas con anterioridad, atravesarían los misioneros toda la península de Asia Menor con el propósito de encaminarse hacia Bitinia, en los aledaños del Mar Negro.

Sin embargo, en Tróade ocurre lo inesperado. Durante un sueño recibe Pablo un aviso (se supone debido a un ángel) para que se dirija a Macedonia, enclavada en el continente europeo (Hch 16, 8). El apóstol, siempre pronto a seguir las insinuaciones divinas, surca el mar y atraviesa toda la región macedonia (Filipos, Tesalónica y Berea), acumulando sinsabores en tanto no cesa de proclamar el «kerigma» (Hch 16, 11 — 17, 15). Resulta sugestivo leer con calma esos relatos de Hch cuyo grafismo permite intuir el tesón y la entrega de aquel hombre tan enamorado de su ministerio. Invito al lector a que lo haga. Su lectura no le defraudará.

En aras a la claridad, prefiero centrar mi atención en dos etapas de ese viaje, por ser en ellas donde mejor se percibe lo que Pablo aspiró a conseguir. Me refiero obviamente a su estancia en Atenas y Corinto, ya que ambas ciudades acaban polarizando el interés de Ia narración.

1. Pablo en Atenas. Esta ciudad de la Acaya era el foco principal de la cultura griega, que a la sazón primaba en todo el imperio romano. Y allí prueba el apóstol fortuna nada menos que con la élite del saber estoico. Tal es al menos lo que se infiere de su discurso en el «areópago», colina situada en los aledaños de la «acrópolis» (Hch 17, 22-31). En él vierte el autor sagrado la síntesis del «kerigma» tal como Pablo lo presentaba al paganismo. Su formulación se adecua a las categorías filosóficas de la «estoa» (cuna del estoicismo), cuya búsqueda de lo divino se había hecho proverbial.

El discurso se supone centrado en ese «dios desconocido» (Hch 17, 23b), al que los atenienses adoran sin conocer. Toda la proclama paulina se amolda a las exigencias socio-culturales de una filosofía que servía a su vez de soporte á la religión. En él se alude al poder creador de la divinidad y al engarce de lo humano con lo divino. Tales planteamientos empalman con el creacionismo bíblico sin que tampoco desentonen de cuantos encuadres panteístas brindaba la filosofía helénica.

Sin embargo, para proclamar el «kerigma» era imprescindible abocar a la resurrección de Jesús. Y ésta viene presentada en el discurso (Hch 17, 31) por más que con ella se acentúe el sublime poder de Dios. La reacción del auditorio viene consignada con cáustica concisión: ¡los atenienses se burlan de Pablo! Y ello no es en absoluto extraño, dado que su visión antropológica mal podía sintonizar con la doctrina resurreccionista, al hacer ésta extensiva al cuerpo la salvación anclada en un más allá» de plenitud.

Todo ello, ¿podía no repugnar al mundo griego que erigía al cuerpo en forjador de maldad? ¿Cómo la fuente del mal podía compartir las delicias de un eterno bienestar? ¡Absurdo! Pues bien —tal es el lema paulino—, la absurdez de los filósofos se torna esperanza para el hombre de fe. Sobre todo si tal fe se ancla en la oferta que Dios brinda al mundo a través de su enviado Jesús.

El discurso en el «areópago» recoge la oferta «kerigmática» que el apóstol presenta a la gentilidad. Dado que ésta vertía su inquietud religiosa en el módulo de la cultura griega, lógico es que, cuando menos al principio, reaccionara con un rechazo visceral. Mas no por ello se desalienta el apóstol. Sobre todo viendo cómo una «minoría» (Hch 17, 34) acaba sintonizando con él. He ahí la clave para evaluar su estrategia: la fe crística, sólo encarnada en grupos minoritarios, se abrirá camino a nivel de humanidad. Tal táctica, aunque proclive al desencanto, terminaría catapultando la nueva vivencia de fe.

2. Pablo en Corinto. Su estancia se prolongaría cerca de un año y medio. Y no estuvo exenta de conflictividad. Es sabido que aquella ciudad, aun siendo la cuna del estoicismo, hacía gala de una excesiva tolerancia moral. Sobre todo en lo que concierne al sexo. Tanto que el verbo «korintiar» (= hacer el corintio) se aceptaba como sinónimo de fornicar. Claro, sobre tales pilares mal se podía cimentar el «kerigma». No obstante, a Pablo jamás le arredró la adversidad. Quizá por ello aceptara el reto de evangelizar a quienes no ponían coto al «cuerpo» por creerlo foco de pura maldad.

En tal ámbito, ¿podía arraigar el «kerigma»? Aparentemente no, pues éste arrancaba de la resurrección, la cual reservaba al «cuerpo» un puesto en el «más allá». Sin embargo, el relato de Hch sugiere que el apóstol logró un número considerable de adeptos. Tanto que los judíos, aunando revanchismo e inquina, acabarían acusándole ante el procónsul Galión, quien desestimó su alegato (Hch 18, 12-17). Galión, hermano mayor de Séneca, era cordobés como él. Se trata, por tanto, del único personaje hispano cuyo nombre consigna la Biblia.

La permanencia del apóstol en aquella conflictiva ciudad no resultó en absoluto estéril. Al contrario, fijó los cimientos de una comunidad cristiana a la que más tarde agraciaría con dos oportunas cartas. ¿Cómo pudo vivenciarse la fe crística en ambiente tan libertino? Fenómenos así nunca faltan en la historia. Esta atestigua, en efecto, que donde campa el desenfreno suelen aflorar minorías que, hartas de tanta vacuidad, claman a gritos por ofertas de plenitud. Siendo tal lo que Pablo ofrecía, es explicable cuanto en Corinto ocurrió.

Su tercer viaje apostólico: objetivos

Este, aun siendo menos ambicioso en recorrido, resultaría más fecundo a nivel de evangelización. Su primordial objetivo se cifró de antemano en avivar la fe de un presunto núcleo cristiano en Efeso al que Apolo proclamara el «kerigma» (Hch 18, 24-28). Y en aquella ciudad permanecería el apóstol unos tres años (54/57?), haciendo acopio de sorprendente tenacidad. De hecho, su llegada fue proclive al desencanto, ya que la evangelización de Apolo sintonizaba con el mensaje, no de Jesús, sino del Bautista (Hch 18, 25; 19, 3).

Este dato nos sugiere que, en ciertos círculos del cristianismo naciente, echaron hondas raíces las doctrinas del Bautista. Tanto que en algunos casos darían pábulo a la confusión, pues muchos se presentaban como cristianos sin que lo fueran en verdad. Pablo se vio obligado a clarificar posturas. Y, tras hacerlo, ... ¡estrenó comunidad!

Su estancia en Efeso estuvo salpicada con un sinfín de contrariedades (cárcel incluida), con fuerza para desalentar a quien no tuviera temple paulino. Mas éste se hallaba inmune al desaliento, sobre todo cuando estaba en juego la genuinidad de la fe. Su compromiso con Cristo le hizo desplegar un esfuerzo titánico, cifrado en decantar posturas. Y, tal como suele ocurrir, al final se impondría la razón. Pablo vio, en efecto, con qué fuerza germinaba la novel comunidad (Hch 18, 1-22).

No obstante, el destino parecía siempre pronto a depararle las más infaustas sorpresas. Y a ello solía cooperar la fogosidad de aquel hombre, cuyo carácter hacía pocas concesiones a la prudencia. Resulta hasta grotesca la narración donde se describe el motín de los orfebres efesios, cuyo celo religioso era el más fiel aliado de unos intereses crematísticos que Pablo jamás quiso contemplar (Hch 18, 23-40).

Lo cierto es que, ante el éxito del apóstol, iba en declive el negocio de quienes vivían a costa de la diosa Diana (= Artemisa). Su templo llevaba siglos convocando peregrinos. Era como un «Lourdes» de la antigüedad. En tales casos (¿quién no lo sabe?) son muchas las familias que viven a costa de la religiosidad. Los orfebres de Efeso fabricaban templetes de plata que, reproduciendo el «Artemisium» (= templo de la diosa), constituían las delicias de turistas y creyentes. ¿Quién regresa hoy de Lourdes sin su lista de «souvenirs»? Pues igual ocurría entonces en Efeso.

Ello explica que los orfebres, al ver en mengua el negocio, se abalanzaran a las calles reivindicando los derechos de su divinidad. Y al grito «grande es la Diana (= Artemisa) de los efesios», hasta el teatro se llenó. A veces las grandes ideas se fraguan en el estómago. Sobre todo cuando los ideólogos ven en peligro su pan. En casos así, no resulta difícil enardecer a la turba, la cual casi nunca logra asir los genuinos motivos de un alboroto con atuendo religioso. La religión siempre ha sido un arma eficaz para amotinar a los pueblos.

Este episodio anecdótico (hasta la anécdota puede respirar tragedia) invita a valorar la impetuosidad del apóstol. Estando la enardecida turba reunida en el teatro, donde se podían alojar cerca de cuarenta mil, Pablo tiene la brillante idea de presentarse allí. Cualquier persona, cuyo porte se ancle en la sensatez, comprende que tal presencia sólo sirve para crispar ánimos. Y es que una masa delirante jamás se aviene a razones. En tales casos, el instinto se torna ley.

Mas Pablo no deja de personarse allí. Trata incluso de demostrar a la turba que a él no le falta razón. ¿Quién ha convencido jamás a una masa fanatizada? El fanatismo aborta todo intento de razonar. Lógico es, por tanto, que el apóstol estuviera a punto de pagar cara su osadía. Si salió ileso no fue por méritos propios sino por ayuda ajena. Por mucho menos, a otros se les llegó a linchar. Pablo, blasonando de iluso, desafió a los «molinos de viento». Y éstos por poco lo trituran.

Resulta muy elocuente su reacción tras el inevitable fracaso. Pablo, que era temerario pero no estúpido, comprendió de inmediato cuán mala partida quiso jugarle su endógena fogosidad. Y, aceptando la derrota, renunció a pugnar contra el absurdo. Por eso, abandonando Efeso, hizo un fugaz recorrido, cifrado en consolidar a las comunidades que previamente fundara.

Sus viajes misioneros se antojan, no obstante, el más expresivo homenaje a quien hermanara vivencia con fe. Para el apóstol, vivir llegó a ser sinónimo de creer. Por eso su único objetivo se cifró en expandir al máximo sus propias vivencias. Personas así, aunque pródigas en defectos, acaban por convencer. Y es que el ser humano siempre apuesta por la vida. Cuando ésta se torna oferta... ¿quién la osa rechazar?

Nadie como el apóstol brindó un anuncio evangélico más en sintonía con la inquietud vivencial del creyente. Por eso su porte sigue interpelando tan hondo hoy.

4. APERTURISMO

Pablo ¿proclamó un evangelio distinto al de los «doce»?

Tal fue el infundio que no cesaron de propalar sus adversarios. Con el fin de desacreditarle, presentaban su enfoque doctrinal como distinto al de los «doce». De haber sido cierto, en el cristianismo primitivo habrían circulado «dos» evangelios. Y tal supuesto viene virulentamente impugnado por el propio apóstol. Tanto que cualquier oferta no acorde con el genuino «kerigma» ha de ser rechazada sin vacilación. Y ello aun cuando fuera un ángel su proclamador (Gal 1, 6-10).

Carecen, por tanto, de consistencia todos los intentos (¡tampoco faltan hoy!) de fraccionar en dos bloques autóctonos la predicación de los orígenes. Pablo jamás pretendió ofrecer un evangelio «suyo». Se limitó a transmitir el mismo que recibiera (hecho vivencia) en su encuentro cristofánico. Lo que sí cambiaban eran los destinatarios. De hecho, los «doce» se dirigieron al judaísmo, mientras él no cesó de interpelar a la gentilidad. Y el cambio de auditorio siempre exige remodelar los encuadres.

Esto a todos nos ocurre a diario. Así, por ejemplo, si un teólogo se afana hoy por transmitir una doctrina, ¿lo hará igual si habla a un grupo de aldeanos que si enseña en el aula de una universidad? No obstante, la diversificación de su oferta incidirá únicamente en la forma. Es decir, la doctrina será en ambos casos la misma, aunque difiera por completo la manera de exponerla. Y ello se debe, no a un prurito personal, sino a las exigencias del receptor.

¿Cómo olvidar que el apóstol se afanó en todo momento por amoldar el evangelio a la gentilidad? Y ésta se hallaba mediatizada por unos imperativos socioculturales concretos que nada tenían en común con los del judaísmo palestino. Este se sabía condicionado por la observancia de la ley, hasta el punto que sólo con ella se suponía viable su realización integral. En cambio los paganos acusaban la presión no tanto de la ley cuanto de su angustia existencial.

Nada sorprende, en consecuencia, que Pablo adentre su visión evangélica en un módulo donde primen criterios de libertad. Y es que sólo en él podían hallar los gentiles respuesta a su desazón. Esta venía provocada por la sensación de esclavismo que les causaba su angustia. Y a toda costa se querían liberar. Su grito era, pues, muy simple: ¡libertad! A tal concepto ajusta, por tanto, el apóstol toda la formulación evangélica.

Es evidente que la comunidad cristiana tuvo que asumir esta doble perspectiva en la proclama «kerigmática». No en vano estaba integrada por dos colectivos (paganismo/judaísmo) que casi sólo compartían el ansia de felicidad. Su manera de pensar era antagónica. Ello explica que la tesitura de la gentilidad exigiera al apóstol abrir los horizontes de la evangelización hasta el punto que ésta, rompiendo cuantas amarras imponía el legalismo, sintonizara con su grito de libertad.

Los planteamientos paulinos se sitúan, por lo mismo, en un plano de mayor tolerancia. Sólo así podían engarzar con las inquietudes de aquel amplio sector de la humanidad, cuyo afán se cifraba en romper las redes de su propia angustia. No es difícil intuir que tales encuadres chocaran frontalmente con quienes, aun jugando limpio (¿por qué no?), acusaban los envites de ese trauma que a la larga siempre genera la comezón legalista.

Aun cuando la difidencia se remonte a los orígenes, tras su primer viaje alcanza cotas difíciles de superar. De hecho, una vez regresado a Antioquía, comprueba cómo un grupo de judaizantes (= cristianos provenientes de la comunidad de Jerusalén), se empeñan en desautorizarle. Y es que, a su juicio, el apóstol había ofrecido una visión «kerigmática» donde la observancia legal apenas revestía importancia.

La objeción no era falsa, mas tampoco cierta al cien por cien. Lógico es que Pablo no acentuara el legalismo, pero ¿acaso por ello su proclama evangélica invalidaba a la ley? ¡En absoluto! Ignorar nunca ha sido sinónimo de impugnar. Y si los paganos no se regulaban por criterios legales, ¿qué sentido tenía verter el «kerigma» en módulos de ley?

Pablo siempre lo tuvo muy claro: la ley sirve para quien sirve. Por tanto, ¿por qué empeñarse en hacerla servir para cuantas no se avienen a ella? Su presunto desenfado, aunque lógico y coherente, hería a los legalistas. Siempre suele ocurrir igual. Quien milita en el legalismo acostumbra a sentirse zaherido por cuantos encuadres, apostando por la vida, se ajustan a unas coordenadas donde no prima la ley. Pero ésta, ¿acaso es imprescindible?

La reacción del apóstol es tajante. Personalmente, la entiendo muy bien. Sobre todo al comprobar (¿cuándo no ocurre así?) quo sus más enconados adversarios nada hacían por evangelizar. El había pasado casi tres años luchando a brazo partido por adentrar el «kerigma» en la gentilidad. Buenos disgustos había cosechado a lo largo del trienio. ¿Cómo no enojarse viendo que quienes nada hacían eran los más empeñados en su difamación? Ignoro si Pablo se acordaría a la sazón del «perro del hortelano». Pero sí sé cuán drástica fue su reacción. Y, por su puesto, le aplaudo el gusto.

¿Qué ocurrió en el «concilio» de Jerusalén?

Son aún muchos los que se empeñan (ya antes lo insinué) en contraponer a Pablo con Pedro, cual si entre ambos hubieran mediado posturas irreconciliables. Creo que tal antagonismo es fruto de una fantasía puesta las más de las veces al servicio de la apología. Cierto que Pablo en una ocasión se encara con Pedro, reprochándole su comportamiento en la comunidad antioquena (Gal 2, 11-21). Mas de una fricción eventual no se infiere un enfrentamiento sistemático.

El llamado «concilio» de Jerusalén permite más bien descubrir una postura bastante afín entre ambos apóstoles. Quien no sintonizaba con Pablo era sin duda Santiago, el «hermano del Señor». Este, que lideraba la comunidad de Jerusalén, adoptó desde el principio un porte judaizante. Pretendía que la experiencia cristiana no se emancipara de la ley mosaica. Tanto que, para compartir la fe crística, juzgaba imprescindible someterse al rito de la circuncisión. Ello equivalía a verter el cristianismo en un módulo judaico.

Tal era el sentir de cuantos, en la ciudad de Antioquía, alentaban la campaña de denuncias contra el proceder paulino. El apóstol, harto ya de intrigas entre bastidores, quiso clarificar el tema con los propios líderes de la comunidad eclesial. Y para hacerlo, se trasladó a Jerusalén, donde se procedería a dirimir un litigio que los enemigos de Pablo se afanaban por agrandar. El autor de Hch nos describe lo ocurrido allí (Hch 15, 1-21). En sus datos apoyo mi reflexión.

Creo incuestionable el antagonismo entre la facción judaizante (Santiago) y la paganizante (Pablo). Y, en caso de no conseguir una conciliación, se habría derivado sin duda a dos visiones distintas de Iglesia. Mas, ¿cómo olvidar que el «pneuma» («espíritu») dirigía los pasos de la comunidad? A él se ha de responsabilizar, pues, de esa providencial asamblea donde, tras el careo de rigor, se clarificarían las posturas.

Todo lector desapasionado puede constatar cómo el porte de Santiago mal se aviene en un principio con la praxis asumida por Pablo y quienes compartían sus criterios de evangelización. Sin embargo, el autor sagrado tiene el suficiente tacto como para mostrar que hasta Santiago, a pesar de su encuadre judaizante, no pudo impugnar el quehacer paulino. Y es que éste fluía del encuentro cristofánico, el cual engarzaba a su vez con la experiencia pentecostal.

Sería, sin embargo, la oportuna intervención de Pedro la clave para despejar toda incógnita. Sin despreciar a Santiago, apostó en firme por Pablo. Y no podía hacer menos, habida cuenta que su praxis jamás atentó contra la ortodoxia. Pedro pidió a la asamblea un voto de confianza incondicional para el «kerigma» paulino, que cada vez interpelaba más de cerca al sector paganizante de la comunidad. Esta iba en continuo aumento, con el lógico recelo de cuantos pugnaban por «cristianizar» la ley de Moisés.

No obstante, en todo conflicto la razón suele repartirse entre los contendientes. Ello indica que, aunque Pablo reivindicara un respeto total, no por ello Santiago defendía portes del todo absurdos. Cierto que sus exigencias no podían ser suscritas sin más. Al contrario, se le conminaría a deponer su intransigencia. Mas no por ello estaba completamente falto de razón. En algunos puntos concretos, se imponía dársela. Y así se hizo en verdad.

A raíz de aquella providencial asamblea, los evangelizadores de la gentilidad se comprometieron a que sus comunidades se abstuvieran de «cuatro» praxis concretas: a) carne inmolada a los ídolos («idololitos»); b) impureza (¿fornicación?); c) sangre; d) animales muertos por asfixia (Hch 15, 20.29). Y ello, ¿por qué? Muy sencillo: tales prácticas repugnaban a cuantos provenían del judaísmo. Y éstos tenían pleno derecho a exigir que el resto de la comunidad nada hiciera que les pudiera escandalizar.

De las cuatro prohibiciones, tres se han de relacionar con el ritualismo de los alimentos que la ley mosaica describía con suma meticulosidad. Lógico era que, dentro de la comunidad eclesial, nadie comiera la sangre ni la carne de animales estrangulados u ofrecidos a los ídolos. Y es que para la mentalidad judaica, todo ello se consideraba aberrante. Respecto a la cuarta cláusula («impureza»/ ¿fornicación?) no hay consenso entre los críticos. No parece aludir al simple acto de fornicar, ya que él jamás escandalizó al judaísmo. Quizá pueda sugerirse con ello la «impureza» inherente a las relaciones entre ciertos parientes, que el costumbrismo pagano consentía pero que el judaico repudiaba de manera visceral (cf. 1Cor 5, 1-13: el caso del incestuoso).

Lo cierto es que, tras clarificar portes, todos se comprometieron a respetar en el futuro el quehacer paulino. Pablo se erige, pues, en el gran triunfador. ¿Qué decir? Cuando los portes fluyen de una mentalidad muy arraigada, el simple compromiso verbal o escrito carece de fuerza para diluir prejuicios. Y algo así a Pablo ciertamente le ocurrió.

La praxis paulina ¿fue en verdad respetada tras el «concilio»?

Las conclusiones de la asamblea no admitían réplica. Incluso, para evitar equívocos, todos suscribieron un «decreto» que, tras enviarlo a la comunidad antioquena, debía servir en el futuro de salvoconducto doctrinal a cuantos evangelizadores sintonizaran con el quehacer paulino. Se trata, a juicio de muchos comentaristas, de un documento cuyo arcaísmo le acredita como expresión gráfica de lo que en verdad sucedió (Hch 15, 23b-29).

Así pues, sobre el papel todo quedaba claro. Pero, ¿y en la práctica? Ahí es donde los problemas se suelen generar. Y es que, en realidad, firmar un documento cuesta menos que respetar cuanto se decreta en él. De hecho, resulta incuestionable que el apóstol siguió acusando muy de cerca los envites de quienes abogaban por la judaización de la vivencia crística.

Cierto que ya no podían apoyarse en el refrendo directo de los líderes. Mas, ¿qué importaba? Quien milita en la intolerancia, se aferra a todo con tal de servir a la «ortodoxia». No suele parar mientes en que la «ortopraxis» tiene a su vez su propia reivindicación.

Pablo supo mucho de incomprensiones. De vez en cuando así lo atestiguan sus cartas. ¡Sobre todo Gálatas! Esta viene escrita en un momento de exasperación. Y, ¿cómo no soliviantarse al constatar que los judaizantes, a pesar de lo convenido en Jerusalén, no cejaban en su afán de inquietar a los fieles de Galacia en aras a un absurdo puritanismo legal?

Pablo se indigna. Y con toda razón. ¿Por qué los judaizantes siguen firmes en su campaña de difamación? ¿No se había acordado que su praxis era válida? ¿Por qué, pues, ese obtuso afán de desautorizar su labor? Quien lea sin prejuicios esa hermosa carta paulina, muy pronto comprobará cuán firme se muestra el apóstol en defender su ideal. Y al propio tiempo no tiene remilgos en arremeter contra quienes subrepticiamente (¡estrategia eficaz!) se infiltran en su comunidad. Y es que éstos, sin dar la cara, le tildan de libertino.

Su enojo es tal que no duda en desenmascarar a sus adversarios, conminándoles a la más fulminante esterilidad: «ojalá se castrasen todos los que os perturban» (Gal 5, 12). Y los gálatas podían entenderlo muy bien, ya que en aquella región se prodigaban ciertos cultos mistéricos donde resultaba muy familiar la praxis de castración. No hablaba, pues, en metáfora el apóstol.

La tenacidad de sus adversarios jamás tuvo fuerza para atemperar su compromiso con un «kerigma» sito más allá del ámbito de la ley. El apóstol se mantuvo firme en su actitud de apertura, ya que sólo ésta le permitía sintonizar con un mundo ávido de libertad. Muchos paganos se rendían ante su oferta, ya que ésta no hacía sino verter en conceptos sus vivencias, las cuales arrancaban de su experiencia cristofánica. Por eso Pablo jamás se avino a ceder. Ello hubiera supuesto traicionar a Cristo, el cual le dictaba, no con palabras sino con vida, cuanto él debía transmitir.

Pero su vida entera se vio cuajada de incomprensión. Y es que la ley nunca ha tenido entrañas. Quienes a ella se aferran, mal pueden vibrar al mismo ritmo de quien apuesta por el amor. Son lenguajes tan distintos que, aun coincidiendo en doctrinas, resulta imposible la comprensión. En realidad, ¿de qué sirve dialogar con conceptos si las vivencias no comparten la alteridad?

El aperturismo paulino ¿opuesto a la ley?

Quien se aferra a la ley no es por ello quien mejor la cumple. A veces sus preceptos vienen observados mucho mejor por los que, aun con etiquetado de inobservantes, luchan con denuedo por un ideal. Sobre todo si éste engarza con los objetivos que se trazara el legislador. Y creo que tal encuadre se ajusta muy bien al sentir del apóstol. Este hablaba poco de ley. Incluso cuando lo hacía era para impugnar a cuantos le asignaban una primacía que a él se le antojaba idolización.

Su tesis, al respecto, no puede ser más señera: por más que los judaizantes se afanen por inculcar la observancia de la ley, siempre será cierto que tal ley nunca ha sido cumplida de forma íntegra. La historia misma del judaísmo se erigía en testimonio. De hecho, todos coincidían en suscribir que la ley jamás se había cumplido en su totalidad.

Ahora bien, la ley, si no es observada de forma plena, queda sin más transgredida. Y quien la quebranta, se hace acreedor al castigo, por más que se empeñe en blasonar de legalista. Pongo un ejemplo. Si la ley de circulación tiene un número determinado de normas, basta quebrantar una sola para convertirse en infractor. De hecho, si un conductor no respeta un «stop», de poco sirve que cumpla las demás normas. El agente de tráfico le multará, no por las muchas normas que cumple, sino por la que acaba de quebrantar. Y cuando la ley es compleja —¡pocas como la de Moisés! —, ¿puede alguien no transgredir alguno de sus preceptos? Pues bien, siempre que tal ocurra, se infringe sin más la ley.

El apóstol, tras denunciar la inobservancia legal de quienes tanto le atacan, muestra cómo el evangelio sí que permite cumplir «toda» la ley. Pero, ¿es posible? ¡Por supuesto que sí! ¿Cómo? Para ello no es preciso observar de forma impecable cada uno de sus preceptos. Si tal fuera la exigencia, nadie la podría cumplir. Mas al apóstol se le antoja mucho más simple. A su juicio, para observar «toda» la ley, basta amar a los demás como a sí mismo. No en vano «toda» la ley se resume en ese solo precepto: «amarás al prójimo como a ti mismo» (Gal 5, 14).

Para ajustarse a sus exigencias, no se requiere ejercer de observante. Basta tratar al «tú» cual si éste fuera un «yo». ¿Tan sencillo? Pablo cuando menos lo ve así. Por eso hace gravitar su oferta evangélica en torno al tema del amor. Quien ama está sin duda en condiciones de cumplir la ley, por más que no sea ella la que canalice su existencia. Y es que «toda» la ley se cumple, no observando preceptos, sino prodigando amor.

Su enfoque no podía menos de lastimar los oídos de cuantos puritanos clamaban por la ortodoxia. No sé por qué (aunque sí crea saberlo) los que apuestan por la ley tienden a creerse más ortodoxos. La ortodoxia evangélica no fluye de la ley sino del amor. Y esto, ¿quién lo dijo? Pablo sin duda. Pero antes que él... ¡lo había dicho Jesús! Y pienso que a él nadie osará impugnarle.

La visión paulina rompe los moldes del legalismo para entronizar una nueva praxis anclada en criterios de amor. Quien ama, ¿puede no engendrar libertad? Y es que, de hecho, a la libertad nadie la puede ofertar. Es la propia persona quien la debe entronizar en su interior. Sólo así estará en condiciones de ahuyentar su propia angustia. Y tal era la meta por la que suspiraba el paganismo al que Pablo evangelizó.

El evangelio ¿grito de libertad?

Es posible que a más de un lector el solo enunciado le resulte ofensivo. Pero, ¿acaso el evangelio no es potencial liberador? Si no ayuda a liberar, ¿para qué lo precisa el hombre? Para ahuyentar el libertinaje cuenta ya con la ley. Esta, trocando el «puedo» en «debo», evita que la persona llegue a abocar al caos. Mas, ¿acaso la adentra por ello en un ámbito de libertad? No, en las lindes de la libertad no tiene acceso la ley.

Pablo clama por la liberación integral. Y ancla tal aserto en un postulado crístico. No en vano, a su juicio, Cristo nos libertó para que seamos libres (Gal 5, 1). Aunque parezca tautología, en realidad no lo es. Y es que, en el entorno cultural de la época era frecuente liberar a un esclavo para una nueva esclavitud. En cambio Cristo nos liberta para la plena libertad. Y quien se sabe del todo libre, ¿se ha de obsesionar por la ley?

Pienso que el planteamiento paulino resulta irrefutable. No se me oculta, no obstante, que jamás le faltaron enemigos dispuestos a desautorizar su oferta doctrinal. Y los legalistas de turno, a la hora de impugnarle, siempre tomaban por referencia su espíritu de fidelidad a la ley. ¿Acaso a uno solo se le ocurrió jamás cuestionarse por su grado de fidelidad al amor? Tal pregunta resulta absurda para quien confunde la observancia con la perfección.

El apóstol se afanó por fraguar una visión «kerigmática» donde la liberación de la persona fuera más importante que la simple observancia de la ley. Por ello había dado su vida Jesús. Ahora bien, ni a Jesús le entendieron los judíos de su tiempo ni a Pablo le pudieron comprender quienes seguían esgrimiendo categorías judaicas. Y es que la palabra «amor» (¡fuerza liberante!) no figura en el diccionario de la ley. Esta sólo entiende de observancia.

Mal servicio prestaría, pues, al apóstol quien se afanara por encuadrar su mensaje en un parámetro legal. Tanto su praxis misionera como su obra teológica gravitan por completo en torno a esa entrega plenificante que siempre fluyó del amor. Así lo había enseñado Jesús y así trató de vivirlo él. Sobre todo a partir del momento en que (¡encuentro cristofánico¡) comprendió desde la vida cuán fascinante resulta fraguar positividad. Esta veda el acceso a la ley. Y es que la ley se inventó para conjurar lo negativo.

La personalidad de apóstol, vista al desnudo, resulta fascinante. Pocos como él apostaron tan en firme por activar un mensaje que, tras encarnarlo, exigía proclamación. Tal es la ley por la que se rige el amor. Este clama por comunicarse. Y cuando el ser humano se torna comunicación, entabla un diálogo a nivel de vivencia donde la ley nunca consigue ser relación. Tal diálogo conecta al «yo» con el «tú» en una alteridad donde la oferta crística no cesa de romper redes ¿Cuáles? Cuantas frenan al ser humano en su ansia de plenitud. Y ésta sólo se consigue conforme se sortean los envites de una angustia que fluye de lo que convenimos en denominar «pecado».

Nada ha de sorprender, por tanto, que el apóstol, apostando por el hombre, esboce una visión religiosa donde el grito de libertad denuncia cuantos portes genera el pecado. A Pablo no le interesa el pecado en sí. Lo que le importa en verdad es la liberación del hombre. Mas para alcanzar tal meta, es indispensable que antes se pulvericen cuantos portes fluyen de la negatividad. Y en ella prima el pecado. Para ahuyentarlo, se inventó la ley. Mas para liberar, sólo el amor se antoja eficaz.


II. EL TEÓLOGO

1. EL «CORPUS» PAULINO
EL «CORPUS» PAULINO
Pablo ¿el primer teólogo cristiano?

La crítica contemporánea, al estudiar la formación de los escritos neotestamentarios, sugiere que éstos debieron atravesar diversas fases redaccionales hasta conseguir su configuración definitiva. Y se habla, al respecto, de ciertas «hojas volantes», que por supuesto no se han conservado, pero que sí pudieron ayudar en los orígenes a la promulgación del mensaje.

Tales «hojas volantes» constituirían la consignación doctrinal más embrionaria. Muchas habrían sido utilizadas como «fuentes» por los autores que hoy consideramos inspirados. Esas «hojas» supondrían, por tanto, el primer esfuerzo cara a verter la vivencia crística en un módulo doctrinal. Mas, al no haberse conservado, se ignora su aporte y contenido. Por ello hoy la reflexión crítica, al hurgar en los escritos neotestamentarios, coincide en admitir que Pablo fue el primer teólogo cristiano.

No se olvide que, al morir (¿año 62 ó 67?), aún no se había elaborado la tradición evangélica, excepción hecha acaso de Marcos. Por ello se conviene en afirmar que 1Tes (a. 51) es sin duda el escrito más arcaico de los veintisiete que integran la revelación neotestamentaria.

Si Pablo se ha de aceptar, pues, como el primer teólogo cristiano, lógico es admitir las dificultades con las que sin duda topó al verter sus vivencias en un módulo religioso. Resulta muy difícil evaluar desde hoy la problemática que al apóstol sin duda se le plantearía.

Y es que, al consignar su fe cristiana, ignoraba cómo plasmar la dinámica de unos conceptos que, al anclarse en la vivencia, reivindicaban excepcional novedad.

Se ha de comprender asimismo que su reflexión teológica jamás se oferta como definitiva. Nada extraño, por tanto, que algunas de sus doctrinas vengan revisadas a lo largo de las cartas. Pensar que un tema se haya de aceptar como definitivo por el simple hecho de consignarlo el apóstol, refleja un grado supino de ingenuidad.

Pablo jamás trató de formular una teología sistematizada. Y es que a él lo que en verdad le inquietaba era afianzar el compromiso de sus comunidades. Estas acusaban con frecuencia el lógico desconcierto de los inicios, sobre todo al buscar un engarce entre las exigencias de su vivencia y los imperativos de su entorno cultural. No resultaba fácil armonizar cultura y fe en un mundo que, aun blasonando de religioso, no lograba conectar con la divinidad.

Los escritos paulinos son en general de cuño catequético. En ellos se propone, no tanto elaborar una síntesis doctrinal del compromiso cristiano, cuanto despejar las incógnitas que se van planteando en sus respectivas comunidades. Estas, mientras contaban con la presencia de Pablo, resolvían sin dificultad los problemas. Mas, al quedarse solas, topaban con obstáculos imposibles de sortear. A menos de contar con la ayuda de su líder: ¡Pablo! Y, cuando a él acuden, éste siempre se muestra pronto a cooperar.

¿Qué se ha de entender por «corpus» paulino?

La palabra latina «corpus» (= cuerpo) pretende designar el conjunto de escritos a los que, de algún modo, se concede cierta paternidad paulina. No se infiere de ello que el apóstol los haya redactado a todos sin más. Sino simplemente que cada uno ofrece un enfoque doctrinal bastante afín al de Pablo.

El «corpus» paulino hace, pues, gala de coherencia. En él los temas son abordados de acuerdo a unos criterios bastantes homogéneos. Posiblemente se vierta en ellos el sentir de cuantos compartían el ansia de adentrar el «kerigma» en la gentilidad. No se olvide que ésta se hallaba mediatizada por la cultura griega, cuyos imperativos antropológicos planteaban con frecuencia incógnitas no fáciles de despejar.

Y dentro de este «corpus», ¿cuántas cartas claman de hecho por la autoría paulina? Dista mucho de existir, al respecto, consenso entre los críticos. Y es que a veces resulta casi imposible precisar si una carta la redactó el apóstol o es más bien obra de algún discípulo que, para darle más fuerza, se la quiso asignar. No se olvide, en efecto, que a la sazón estaba en boga la pseudonimia, en virtud de la cual un escritor no dudaba en rubricar su obra con un nombre ajeno, si creía que así hallaría más aceptación. ¡Los derechos de autor aún no se habían inventado!

El «corpus» paulino suele dividirse en cuatro bloques:

1. Tesalonicenses. Se trata de dos cartas breves, supuestamente dirigidas a la comunidad de Tesalónica, cuya obsesión por el fin del mundo traía en jaque a creyentes y apóstoles. Urgía resolver los problemas que tan hondo atenazaban a aquella comunidad en ciernes. Y tal es lo que Pablo pretende. No se suelen poner objeciones sobre la autoría paulina de 1Tesalonicenses. Esta se supone escrita en torno al año 51. Respecto a 2Tesalonicenses ya comienzan las discrepancias, pues un sector de la crítica la sitúa muy poco después de la primera y la acepta como elaboración de Pablo. Otros en cambio sugieren que habría sido redactada cuando menos un decenio más tarde por algún autor anónimo, que se la asignó al apóstol para darle mayor credibilidad.

2. Grandes cartas. Estas son las cuatro consideradas neurálgicas en lo que concierne al pensamiento paulino. Son las siguientes: Romanos, 1Corintios, 2Corintios y Gálatas. Nadie osa cuestionar que el tándem Romanos-Gálatas sea elaboración personal del apóstol, el cual vertería en ambas la esencia de su proclamación evangélica. Aunque sus estilos no sean del todo afines, se advierte en ellas tal coherencia doctrinal que sólo pudo dársela la pluma de Pablo.

1Corintios tampoco se impugna. En cambio, 2Corintios cuenta con un sector de la crítica no del todo acorde a suscribir su paternidad paulina. En todo caso, las cuatro grandes cartas se habrían redactado durante su tercer viaje, cuando se hallaba el apóstol en Efeso (¿a. 54-57?).

3. Cartas de la cautividad. Estas son también cuatro: Filipenses, Colosenses, Efesios y Filemón. La crítica tradicional las suponía redactadas por el apóstol durante su largo cautiverio romano. Hace ya más de un siglo que tal supuesto se comenzó a cuestionar. Y hoy la crítica más desapasionada tiende a suponer que, salvo el billetito a Filemón, esos escritos se han de ver como «deuteropaulinos». Es decir, los habría redactado algún discípulo del apóstol que asió a fondo su fibra teológica. Por ello consiguió darles un enfoque muy acorde con el de Pablo, aun cuando sus doctrinas neurálgicas conlleven una más depurada elaboración.

4. Cartas pastorales. Son tres: 1Timoteo, 2Timoteo y Tito. Y todas ellas rubricadas por el propio apóstol. Mas aún así, hoy priva el parecer de ser fruto de una fase más evolucionada en la andadura eclesial. No en vano en ellas se observan claros síntomas de estructuración comunitaria. Y esto mal pudo ocurrir hasta finales del siglo primero. Por eso son cada vez más quienes apuestan por una autoría anónima. Su autor las presentaría como redactadas por Pablo, ya que de este modo pensaba alcanzar mejor sus objetivos catequético-pastorales. Pero ciertamente Pablo no las pudo redactar.

Así pues, el «corpus» paulino es un bello mosaico taraceado con piezas de diversa procedencia. Dominan, por supuesto, las que acreditan autoría paulina. Pero, en el fondo, lo que más interesa es realzar su ensamblaje doctrinal, que las convierte en el aporte más arcaico de cuantos integran los escritos neotestamentarios. Es obvio que no todos los encuadres doctrinales reflejen idéntica fase de evolución. Mas sí brindan un enfoque armónico. Ello justifica el nombre de «corpus» acuñado por la crítica a fin de autenticar con él el flujo de la evangelización paulina.

¿Qué orientación imprime el apóstol a sus escritos?

Para asir el contenido doctrinal del «corpus» paulino es preciso encuadrar cada uno de sus escritos en su correspondiente marco ambiental. Y ello exige ante todo dejar muy claro que cada carta fue redactada para afrontar problemáticas concretas. Es decir, ninguna fue elaborada de forma teórica o especulativa, cual si se pretendiera sintetizar el mensaje evangélico. No, su génesis fue muy otra. Toda carta conlleva respuestas a los interrogantes que las comunidades paulinas previamente decidían formular.

De ello se infiere que jamás se ha de buscar en esos escritos una estructura orgánica. Tal objetivo no entra en los cálculos de su autor. Este se limita más bien a resolver los problemas, que no podía menos de plantear todo intento de ajustar la vida comunitaria a las exigencias del «kerigma». Así pues, en cada carta se abordan puntos concretos de acuerdo con la situación de la comunidad a la que va dirigida.

Ello explica, por otra parte, la ausencia de encuadres supuestamente válidos para canalizar la andadura de la gran comunidad eclesial. Tal inquietud nunca viene contemplada por el apóstol cuyo único afán al respecto se cifra en fundamentar a las comunidades locales, ya que de lo contrario mal podría subsistir la Iglesia. Esta no es sino la resultante de unos colectivos concretos, cada uno de los cuales busca vivenciar un mensaje que, arrancando de Jesús, viene ofrecido a través del «kerigma», para ahuyentar con él cuantas mallas impiden que los humanos apuesten en serio por la felicidad.

Siendo así, lógico es que la obra teológica de Pablo no se deba desconectar de su labor misionera. Se antoja más bien como el complemento ideal de su proyecto evangelizador. Mal se hubiera logrado afrontar el futuro, sin fijar antes las bases de una vivencia crística acorde con el «kerigma». Cierto que éste, tal como ya antes indiqué, no viene vertido por Pablo en el mismo módulo conceptual de los «doce». Mas ello, ¿qué importa? En realidad, su valor estriba en sentar las bases para que sus comunidades encarnen la vivencia «kerigmática» cara a alimentarse así con esa oferta de vida que Dios, a través de Jesús, decidiera brindar al mundo.

Tal encuadre viene respetado en todo el «corpus». Hoy la comunidad cristiana sabe que en él puede hallar la formulación más genuina del misterio cristiano. Y queda a su vez invitada a explotar sus valores, ya que éstos reflejan una vivencia anterior incluso a la que plasman los evangelios. La oferta del «corpus» clama, pues, por una garantía total.

Sin embargo, se ha de evitar en todo momento el peligro de aceptar estos escritos cual si en ellos se contuviera un sistema de teología. Se les ha de analizar más bien desde una óptica catequético-pastoral. Cierto que su contenido sigue siendo válido hoy. Y se impone, por supuesto, ajustarlo a los módulos sistemáticos que lleva siglos fraguando la teología. Mas cuando la crítica emprende tal labor, ha de consignar que con ello no intenta plasmar lo que Pablo vertió en sus escritos. Y es que éstos rezuman pura sencillez. En ellos sólo interesa ayudar a vivir. No en vano, quien vive con autenticidad sabe abiertas las puertas que le adentran en un ámbito de plenitud.

La teología paulina ¿cómo estudiarla hoy?

Existen, al respecto, infinidad de estrategias. Y todas, mientras no se demuestre lo contrario, reivindican legitimidad. Siendo así, lógico es que yo también propugne la mía. Ignoro si es la más acertada, pero pretendo al menos que resulte eficaz. Para ello he de comenzar evocando que a Pablo sólo se le asirá encuadrándolo en un marco vanguardista. Quien busque en sus escritos puro refrendo ortodoxo, mejor es que llame a otra puerta. Pablo poco le puede ayudar.

Hoy son cada vez más quienes, al adentrarse en este «corpus», admiten como axioma el talante vanguardista de su autor. Resulta por lo demás muy complejo evaluar su aperturismo, pues no en vano choca de continuo con los frenos impuestos por el afán de judaización. Y el apóstol no siempre pudo ni supo romper ese freno que incluso a él le llegó a bloquear. Mas aún así, sus cartas ahuyentan el desencanto. Y pugnan por entronizar la esperanza en el fondo del corazón. Sólo así estarán los creyentes en condiciones de afrontar el futuro con ansias de plenitud.

Pablo jamás pretendió acuñar un sistema teológico de sesgo personalista. Por ello no puso reparos a incorporar en su obra cuantos conceptos válidos le brindaban otras experiencias religiosas de la época. ¿Cómo olvidar, al respecto, que las llamadas «religiones mistéricas» se afanaban por activar una esperanza liberadora en base a un encuentro de cada creyente con la divinidad? El apóstol, fiel a su lema de evangelizar, cifró su objetivo en ofrecer el «misterio» de Cristo como clave para despejar todas las incógnitas a nivel de humanidad.

Ello explica que sus encuadres doctrinales se hallen enmarcados en módulos de cuño cristocéntrico. Sí, es de Cristo de donde Pablo supone fluir esa fuerza que el ser humano precisa para romper las bridas de su desvalimiento existencial. Mas esa oferta crística erige a su vez al hombre en protagonista. No en vano es el ser humano quien pone en marcha todo el proyecto salvífico de Dios. Nada sorprende, por tanto, que el apóstol apueste en firme por las personas, sobre todo por cuantas comparten el peso de esa angustia que frena sus ansias de plenitud.

Siendo fiel a este lema, juzgo oportuno analizar la teología paulina desde una óptica antropocéntrica. Es decir, sólo partiendo del hombre se puede valorar cuanto por él hace Dios. Y éste, ¿no vierte en Cristo su oferta? Así pues, siendo ante todo catequéticos los objetivos paulinos, considero válido el intento de verter sus doctrinas teológicas en los puntos que, a mi juicio, más ayuden a vivir.

¿Por cuáles optar en concreto? Aun sabiendo que las opciones son casi infinitas, decido centrarme en las tres temáticas que constituyen, en mi opinión, el engranaje medular de todo su aporte teológico. Son las siguientes:

1. El hombre: entre la angustia y la esperanza. ¿Cómo no evaluar de hecho que sólo ahuyentando las redes de la limitación, tal corno las trenza el pecado, se podrán activar resortes de plenitud? El apóstol, partiendo de lo que el ser humano «es», marca las pistas para que, con la ayuda crística, se ajuste a lo que «debe ser».

2. El evangelio: entre la ley y la libertad. Sólo la dinámica evangélica tiene fuerza para liberar a la persona humana de cuanto le impide ser feliz. Cierto que el judaísmo había buscado la solución en la ley. A juicio de Pablo, sólo su observancia integral tiene fuerza liberante. Mas para ello se impone, no tanto cumplir simples preceptos, cuanto activar al máximo el potencial del amor. Quien ama, cumple toda la ley y, por ende, se adentra con pie firme en la libertad integral.

3. La Iglesia: entre lo sacro y lo profano. La liberación que fluye del evangelio se rige por categorías comunitarias y no individuales. Ello equivale a afirmar que todo individuo, si quiere en verdad ser feliz, ha de vibrar al ritmo de la gran comunidad eclesial. Sólo ésta adentra en la plenitud. Pero la visión eclesiológica de Pablo se sitúa más allá del puro parámetro estructural y clama por un engarce con el mensaje de Cristo, ya que únicamente éste puede forjar libertad. Para que la Iglesia alcance tal meta, se ha de liberar a sí misma de todo freno y entablar diálogo con el conjunto creacional. Sólo cuando el mundo se torne alteridad, se activarán al máximo los resortes crísticos.

Pues bien, en torno, a estos tres puntos van a gravitar el resto de mis reflexiones, cifradas en familiarizarse con la teología paulina. Esta es, por supuesto, un reto a vivir. Creo que los temas seleccionados contienen una sublime oferta vivencial. Ello me permite confiar que, si los lectores logran asir tal mensaje, su vida atisbará plenitud. Y si tal logra, ¿qué más puede anhelar?

2. EL HOMBRE: ENTRE LA ANGUSTIA Y LA ESPERANZA

Pablo, ¿cómo explica su propia situación existencial?

Pablo, al ejercer de teólogo, evita la pura especulación. Parte siempre de realidades sangrantes. Y busca soluciones con fuerza para tranquilizar. Entre tales realidades, el ser humano por fuerza ha de ocupar un lugar de honor. Mas, ¿cómo analizar la situación del hombre? Pablo responde: ¡analizándome a mí¡ Tal encuadre no puede menos de resultar retador. Sobre todo cuando se intenta ver cómo la fe crística se brinda a trocar su angustia en esperanza.

Cuando Pablo lanza una mirada al fondo mismo de su existencia, tarda poco en topar con una innegable realidad, a la que la expresión religiosa del hombre le asignara un nombre: ¡pecado! El apóstol se sabe atenazado por su poder caótico que le impide actuar como quisiera (Rom 7, 16-17). Constata asimismo que ocurre igual con el resto de los hombres (Rom 3, 23). La humanidad entera sufre, en realidad, los efectos de ese pecado, que el propio hombre ha introducido en el mundo (Rom 5, 12). Ello indica que, para verse libres de su opresión, es preciso lanzarlo fuera, no sólo de los hombres, sino del propio mundo.

El encuadre paulino clama por una perspectiva cósmica del pecado. Así como los individuos acusamos su presencia en nuestro porte egoísta, causa del desequilibrio imperante en las relaciones interhumanas, también el mundo entero la comparte en cuantas situaciones rompen su armonía creacional: cataclismos, tifones, sequías; ¿Cómo luchar contra enemigo tan poderoso? El hombre puede afanarse por erradicarlo de su existencia, pero, ¿cómo echarlo fuera del mundo? Tal meta será pura utopía, mientras el ser humano no controle el devenir cósmico.

Quien se adentre en esta visión pronto comprenderá su importancia frente al poder del pecado. El hombre puede aspirar en principio a alejarlo de su existencia. Mas con ello no quiebra su poder, que seguirá oprimiendo, mientras el mundo no recobre su equilibrio creacional, objetivo que rebasa por completo las posibilidades del ser humano. Este queda, pues, invitado a programar su vida contando con la presencia del pecado. Es inútil que malgaste sus energías en un absurdo afán de exterminarlo, pues tal ha sido el error compartido por muchos pueblos.

Pablo no quiere que los cristianos incurran en la misma equivocación. Por eso invita a aceptar una forzosa coexistencia con ese poder atenazante. Y así el creyente, lejos de entablar un combate frontal con el pecado, deberá luchar por verse libre de su opresión. No importa tanto exterminar al pecado cuanto alejarlo de la existencia.

La presencia del pecado en cada creyente se convierte en un reto, que le invita a revisar su vida. Viendo cómo ésta da pábulo a un porte egoísta, ha de afianzar posiciones para atemperarlo. Su propia vivencia del pecado queda convertida así en un estímulo, cifrado en trocar su egoísmo en amor, para sentir cada vez más cercano a Dios. En el supuesto de no existir el pecado, la vida «actual» del hombre carecería de sentido. Sólo el pecado es capaz de estimularle, haciéndole comprender las ventajas de una progresiva superación.

Cierto que el hombre, viviendo de otra forma, no necesitaría superarse. Mas su existencia concreta (¡no tiene otra!) lo exige, sirviéndole de estímulo la vivencia del pecado. Este, visto así, deja de ser para el creyente una pura realidad caótica para convertirse en una situación vivencial, cuya opresión agobiante le hace valorar las excelencias de una libertad realizante. Tales son las coordenadas a conjugar para convertir el pecado, vivido por cada creyente, en foco de esperanza.

El pecado ¿se distingue de la transgresión?

La perspectiva cósmica del pecado sigue su ritmo, siendo el hombre incapaz de alterarlo (Rom 8, 20-22). El apóstol le invita, no obstante, a analizar su vivencia pecaminosa, en orden a liberarla de toda carga opresora. Ahora bien, ¿cómo puede cada individuo tomar el pulso a su presunto desequilibrio existencial? Sólo tiene una alternativa: ¡examinando sus obras! Estas le indican cómo actúa frente a unas normas supuestamente dadas por Dios.

Tal normativa puede descubrirse en el orden creacional o en un sistema religioso concreto. Pablo, que opta por adentrarse en el marco de su existencia, muestra cómo el designio divino se plasma (¡para él!) en la ley (Rom 7, 7-25). Esta le propone unos preceptos, cuya transgresión le permite detectar su vivencia del pecado. Cierto que tal pecado anidaba ya en su interioridad, independientemente de las transgresiones, pero sólo éstas hacen que aflore a su conciencia.

Existe, por lo mismo, una diferencia sustancial entre pecado y transgresión. El primero refleja la vivencia condicionada por ese poder caótico que el apóstol supone expandido en el mundo entero. La segunda revierte en actos concretos, donde se quebranta lo ordenado por Dios. Sin las transgresiones, carecería el hombre de criterio para valorar su realidad pecaminosa. Con ello se abre un horizonte nuevo respecto a la forma de entender la culpabilidad. Es obvio que nos preocupe el pecado porque nos hace sentirnos culpables de no jugar limpio con Dios.

El planteamiento paulino exige precisar si el concepto de «culpa» debe relacionarse necesariamente con el pecado o con la transgresión. Mientras no se aclare este dilema, será inútil todo empeño por afrontar la dinámica existencial. ¿Tiene el hombre culpa de vivir esa situación de pecado que envuelve a todo el conjunto creacional? ¿Dónde descubrir su auténtica culpabilidad?

Ambas incógnitas claman por una respuesta clarificante. Para ello, urge adentrarse una vez más en el pensamiento paulino en orden a ver dónde ubicar ese sentido de culpa, que la experiencia religiosa del hombre siempre asoció con un pecado, cuyo origen y naturaleza era incapaz de precisar.

El hombre ¿víctima de su propia limitación?

Todo individuo, al nacer, queda inmerso en un mundo en marcha. La teoría evolucionista ha puesto de manifiesto que, mientras el mundo no culmine su proceso, tendrá que hacer frente a las limitaciones inherentes a todo desarrollo gradual. Cada época de la historia ofrece sus propios condicionantes, impuestos por su fase evolutiva. Siendo así, resultaría absurdo buscar hoy una perfección que sólo aflorará al término del proceso evolutivo.

Tal visión del cosmos, que hoy responde a leyes científicas, fue envasada por la antigüedad en módulos míticos. Pues bien, dado su sentir religioso, llegó a sacralizar fenómenos o situaciones que hoy se consideran normales. Y ello hizo que realidades propias del proceso evolutivo (terremotos, borrascas...) se vincularan con el concepto de pecado. Pablo comparte tal supuesto, por lo que asocia la realidad del pecado con deficiencias que hoy sabemos debidas a la evolución (Rom 8, 20-22).

Los límites de la evolución afectan a cada individuo, desde el momento mismo de ser persona humana. El sacralismo religioso, compartido por el apóstol, presenta esta realidad como vivencia del pecado. Es decir, la fuerza del pecado expandida en el mundo entero afecta a todo individuo tan pronto como su condición humana le integra en el conjunto cósmico. ¿De dónde recibe el individuo tal legado? Simplemente, de su propia humanización, es decir, de su entronque con Adán.

El pecado, que domina el cosmos como limitación impuesta por el proceso evolutivo, se encarna en cada ser humano, donde se traduce en condicionantes y deficiencias. Estas se van atemperando en el curso de la existencia, ya que en ella se realiza también una evolución que sólo el óbito llega a frenar. Sin embargo, cada individuo se ve acompañado, a lo largo de su vida, por el lastre de esas limitaciones, que la ciencia explica como secuela lógica del proceso evolutivo, mientras Pablo, influido por el sacralismo de la época, conecta con el pecado.

Nadie puede vivir sin el íncubo de ese pecado. ¿Acaso tal vivencia respira culpabilidad? El individuo no es responsable de compartir la limitación y engarzar con su dinámica. De lo contrario, quedaría del todo marginado sin nexo alguno con el conjunto creacional. Así se explica que los niños ya al nacer acusen en sus vidas la presencia del pecado, reflejada en sus limitaciones. Siendo esto cierto, nadie osaría afirmar que tales niños sean culpables de esa vivencia que, a la luz de la teología paulina, se presenta como pecaminosa. Por eso la teología tradicional jamás ha osado afirmar la condenación de los niños muertos sin recibir el bautismo, asociando su destino con un presunto «limbo», cuya existencia nadie ha podido demostrar.

Todo individuo es, pues, pecador. Mas ello no es en sí denigrante. ¿Cómo lamentar el hecho de compartir la limitación propia de un mundo que sigue haciéndose? ¡Nadie puede vivir sin tal límite! En este sentido, afirma Pablo que el propio Jesús se «empecató» (2Cor 5, 21), asumiendo una carne semejante a la del pecado (Rom 8, 3). Mas tal pecado queda en el plano de la inconsciencia hasta que la persona choca con el peso de la ley (Rom 7, 7), la cual sólo obliga a quien tiene uso de razón.

En consecuencia, el problema para el hombre no puede estribar en saberse pecador por el simple hecho de compartir las limitaciones propias de un mundo en marcha. Tal pecado carece de fuerza para convertirle en culpable. ¿Dónde buscar una explicación a su sentimiento de culpabilidad frente a un Dios al que, por otra parte, necesita saberle amigo?

El hombre ¿culpable de sus transgresiones?

Las transgresiones sólo se inician una vez que el individuo queda colocado frente a la ley. Sin ésta, no hay posibilidad de transgredir (Rom 4, 15). El apóstol describe con todo dramatismo su postura ante la ley, que le hace saberse transgresor (Rom 7, 7-25). Constata asimismo su incapacidad de observarla. Por más que la desee cumplir, no lo consigue. Ni él mismo comprende su comportamiento. Lo explica alegando el influjo del pecado, que le oprime desde dentro. Tal pecado se traduce en una limitación existencial, que frena todo deseo de ajustarse a las exigencias de una ley, que el propio apóstol califica de «santa» (Rom 7, 12).

Igual ocurre con el resto de la humanidad. Cada individuo, al tomar conciencia de su libertad, se sabe condicionado por imperativos legales. Así lo exige su pertenencia a la sociedad, que le integra a su vez en el acorde cósmico. Este tiene unas exigencias concretas, estampadas en módulos de ley. Nadie puede sintonizar con el ritmo creacional a menos de someterse a esas exigencias que cada sociedad (civil o religiosa) intenta codificar en una legislación concreta.

El hombre, si juega limpio consigo, desea cumplir cuantas leyes le brindan una integración en el concierto del universo. Sin embargo, la experiencia demuestra que nadie lo logra, siendo Pablo un testimonio calificado. Existe, por lo mismo, un claro desnivel entre lo que el individuo quiere y lo que logra. ¿A qué se debe tal fisura? La respuesta paulina es tajante: «¡al pecado!» Este obliga en cierto modo a que toda persona transgreda la ley.

En teoría, la ley (¡es santa!) se da para que se cumpla. Pero el hombre no lo consigue. El fallo no se ha de buscar en la ley. Luego hay que buscarlo en el individuo, cuyo pecado le impone unos frenos que nunca consigue romper. Así pues, la simple transgresión le resulta inevitable. Nadie puede sustraerse a ella, por más que ansíe vivir de acuerdo con esa ley.

La presencia de las transgresiones en la vida de cada individuo sirve para que éstos tomen contacto real con su pecado. Antes de iniciar su periplo transgresional, cada persona ha ido viviendo ya su limitación, pero sin trasvasarla al plano moral. Tal trasvase viene postulado por sus transgresiones, las cuales le sitúan frente a una ley que, siendo santa, recaba en último análisis la paternidad divina. Ahora bien, el freno del pecado hace a su vez que el transgresor actúe cercenado por los límites inherentes a su condición de hombre.

Quien transgrede, opera más desde la debilidad que desde la malicia. Siendo ésta necesaria para que aflore la «culpa», cabe preguntar: ¿es culpable el hombre cuando quebranta la ley, no como expresión de engreimiento, sino como exigencia de su debilidad? Ser débil no es un baldón. Mas las leyes creacionales sólo pueden, por otra parte, ser cumplidas por quien respire fortaleza. No siendo tal la condición real del hombre, ¿puede considerarse culpable al simple transgresor? ¡Cuántos transgresores merecen más lástima que reproche!

A primera vista pudiera pensarse que la culpa no tiene cabida en el hombre, cuyo pecado es signo de su limitación, mientras las transgresiones son fruto de su debilidad. Tal conclusión sería falsa, pues excluiría la necesidad de la redención. Pablo es consciente te de que el hombre, en su condición de pecador, carga con una culpa moral, de la que sólo la ayuda divina puede librarle (Rom 3, 23). En realidad, todo individuo es reo de culpa ante Dios (Rom 3, 19), respirando por ello puras categorías de muerte (Ef 2, 1). Resta, no obstante, por ver dónde anclar tal culpabilidad.

El hombre ¿culpable de su presunción?

Todo individuo, conforme va quebrantando la ley, contraviene los designios del legislador, que puede incluso castigar con penas cada infracción. Pablo aplica este criterio a la «ley mosaica», por ser la que de algún modo podía afectarle. Hoy los cristianos hemos de trasvasar el análisis paulino al complejo mundo de la «legislación eclesiástica». Es obvio que ésta, al igual que las demás, venga quebrantada con suma frecuencia, pudiendo en tales casos aplicarse un correctivo penal.

El problema estriba en precisar hasta qué punto los transgresores de esta ley (¡todos lo somos!) respiran culpabilidad. El tema, visto a la luz de la reflexión paulina, es bastante complejo, pues la transgresión viene en cierto modo imperada por la vivencia del pecado, contra la que el hombre nada puede hacer. ¿Dónde descubrir, pues, su porte culpable?

Es cierto que, tras cada transgresión, se esconde debilidad. Esta hace a su vez que el individuo adquiera conciencia de sus límites. Por tanto, siempre media un nexo entre transgresión (debilidad) y pecado (limitación). Ello hace precisamente que el individuo, al transgredir una ley, deba definir su actitud ante la misma. Existen, al respecto, dos alternativas:

1. La de quien lamenta su transgresión, por más que se sepa incapaz de evitarla. Así lo ha intentado, de hecho, repetidas veces, pero a la hora de actuar es incapaz de controlar sus actos, que le llevan a quebrantar lo legislado. Tal actitud es simple expresión de la debilidad propia de quien comparte la limitación de un mundo en marcha.

2. La de quien, lejos de lamentar su transgresión, desprecia la ley. Tal postura quizá no llegue a reflejarse en una reflexión razonada. Pero puede venir plasmada en la actitud de vida, propia de cuantos viven como si no hubiera ley. Y así sus transgresiones sirven para alejarles cada vez más del legislador.

En este segundo caso, se encierra una clara postura de culpa. Nadie tiene derecho a despreciar las normas impuestas en nombre del creador. Mas la culpabilidad no radica en la transgresión, sino en la postura engreída de quien la comete. Del todo distinta es la situación expresada en la primera alternativa. En ella, todo presunto transgresor de la ley, fruto de su propia debilidad, recibe un reto cifrado en definirse ante el legislador (= Dios).

Quien acepta su hegemonía, aunque en cada caso concreto su debilidad le induzca a quebrantar la ley, no tiene porqué sentirse culpable. Para que haya culpa, es preciso rechazar esa hegemonía de Dios, expresada en un módulo legal, a causa de la limitación inherente al proceso evolutivo del cosmos.

Este criterio, en teoría muy claro, ayuda sólo a comprender cómo muchos transgresores pueden vivir al margen de una culpabilidad punible. Su vivencia del pecado justifica su proceder. Deja, no obstante, sin clarificar dónde descubre el individuo su aceptación o rechazo de la hegemonía divina, raíz última de su porte culpable. Para ello es preciso hurgar en la esencia de esa realidad trágica que todos compartimos, por más que ansiemos vivamente sacudirnos su yugo.

¿Cómo activar la esperanza de plena realización?

El hombre es inteligente. Por ello, al verse sumido en esa situación trágica, se siente incómodo. Quisiera sacudirse el peso de la angustia provocado por su sentimiento de culpa. Sabe que la solución es sencilla: ¡aceptarse como es! Mas ello trastocaría tan a fondo su postura en la vida que se confiesa incapaz de conseguirlo. Cierto que le parece fácil desde un punto de vista racional. Sin embargo, las dificultades le resultan insuperables al plantearlo desde un plano vivencial.

En el caso hipotético que el ser humano se aceptara como es, no tendría cabida en él cuanto respira engreimiento y presunción. Pues bien, le basta analizarse someramente para comprobar cómo le domina el orgullo, el egoísmo, los celos, la envidia, la lujuria, la codicia... La presencia de todas estas lacras connotan su falta de aceptación.

Viviendo así, no puede sentirse feliz. Por ello busca la forma de sacudirse el peso de esa presunción, que ha salpicado de culpa a su pecado. Ahora bien, la fuerza de su culpa no le ha librado del yugo de su limitación, por lo que, al desear liberarse, le fallan las fuerzas. El hombre, una vez que traduce a culpa su límite, es incapaz de poner fin a su tragedia. Por eso su historia atestigua la inutilidad de sus esfuerzos cara a situarse en un plano de libertad. Para conseguirlo debería doblegar antes el impulso de su presunción. Y esto rebasa sus posibilidades, ya que las cercena el freno de su propio límite.

Al hombre sólo le resta, pues, solicitar la ayuda divina para afrontar su engreimiento, requisito indispensable si desea erradicar de su interior todo resabio de culpa. Pablo expone este tema mostrando cómo Dios jamás ha desatendido las súplicas del hombre, por más que éste, a pesar de la ayuda otorgada, siguiera obcecándose en su absurdo engreimiento.

Resulta difícil de comprender cómo el ser humano, sabiéndose culpable no por pecador y transgresor sino por engreído y presuntuoso, persista en esta situación de «pecado hecho culpa» que le abruma hasta esclavizarle. La explicación estriba en su afán de aparentar lo que no es, cual si fuera así capaz de engañar a Dios. A Dios nadie le engaña. Mas el hombre, aún sabiéndolo, persiste en su postura.

Tal actitud es absurda desde la razón, pero lógica desde la vida, pues es simple consecuencia de no haberse aceptado tal cual es. Por ello su vida respira egoísmo, rencor, envidia... y un sinfín de vivencias que no engarzan con la dinámica de Dios. Tan trágica es su situación que, aun abriéndole su pecado (= límite) una esperanza de superación, él mismo se la va cerrando conforme su engreimiento convierte su limitación en fuente, no de superación liberante, sino de frustración asfixiante.

Careciendo de fuerzas para poner fin a su tragedia, sólo le resta una alternativa: ¡la ayuda divina! Y ésta la va recibiendo en el curso de toda su historia. Pablo es tan drástico en este punto que llega a demostrar cómo el hombre, si quiere de verdad respirar libertad, no tiene más que aceptar la ayuda que Dios le brinda.

3. EL EVANGELIO. ENTRE LA LEY Y LA LIBERTAD

Dios, ¿cómo se compromete a salvar al hombre?

A primera vista pudiera parecer que la religión cristiana presume de antilegalista. Y así lo suponen cuantos, en el curso de la historia, han adoptado una actitud de denuncia contra su organigrama estructural, propugnando puras vivencias carismáticas donde cada creyente se limite a sincerarse con su propia fe crística.

Tal encuadre ha resultado catastrófico para el cristianismo, consciente de que todo porte antilegalista no responde a su espíritu fundacional. Si la dinámica de pentecostés se ancló en la vivencia, no por ello despreció la ley. Al contrario, requirió su ayuda para dar consistencia a su fe crística. Idéntica es la actitud de Pablo dispuesto a negar la hegemonía indiscutible de los valores legales (Rom 7, 23-25), por más que éstos deban jugar un papel de importancia en la andadura de la comunidad.

La religión cristiana siempre ha mostrado profundo respeto hacia cuanto fluye del organigrama legal. Sin embargo, por cimentarse sobre la resurrección de Jesús, no puede gravitar en torno a una serie de normas legales, cual si éstas fueran la médula misma de su religiosidad. Un cristianismo sin ley abocaría al caos. Pero un cristianismo legalista tampoco podría subsistir.

Así lo expresa Pablo evocando cómo la ley mosaica careció de fuerza para brindar al pueblo cuanto éste requería para salvarse (Rom 3, 20). El legalismo obtuso sumió al judaísmo en el desoncierto, hasta el punto de incurrir en posturas religiosas poco acordes con las exigencias de Dios. Pablo denuncia incluso alguna praxis poco ortodoxa, fruto de un legalismo acendrado (Gal 4, 8-11).

El apóstol insiste en realzar la fuerza de las promesas divinas, dirigidas al patriarca Abrahán (Gal 3, 15-18). Este puso en marcha la andadura de un pueblo comprometido a fiarse de su Dios. Ahora bien, la historia de Israel es un libro abierto donde afloran sus infidelidades. De haberse mantenido fiel a la promesa, habría adoptado un porte de total fe y confianza en la divinidad. Y lejos de pretender apoyarse en sus propias fuerzas, sería Dios quien hubiera regido sus destinos. Sin embargo, no ocurrió así. A partir de la época patriarcal, el pueblo elegido fue acumulando la infidelidad y arrogancia propias de quien decide no fiarse de Dios.

El gran error del pueblo elegido estribó en no integrarse en la dinámica de la promesa, que hubiera abocado a Cristo, por ser éste su realización (Rom 4, 18-25). De hecho, el judaísmo fue incapaz de reconocer en Jesús la presencia del mesías libertador, precisamente por no haberse ajustado a las pautas marcadas por la promesa divina. Su legalismo obtuso le cerró las puertas a su realización. En realidad, Yahvé le había hecho partícipe de su designio salvífico, incoando con él una nueva economía, cuya revelación iba vinculada a las promesas divinas. Al venir éstas olvidadas, se trocaron los planes divinos, quedando el pueblo desconectado del proceso histórico-salvífico. El apóstol atribuye todo este desajuste al excesivo legalismo del pueblo, que convirtió la ley mosaica en el centro de toda su experiencia religiosa.

Sería, no obstante, falso suponer que la ley sólo aporta aspectos negativos a la trayectoria de la comunidad. Su carga positiva es tan grande que Pablo no duda en presentarla como santa (Rom 7, 12). Mas a pesar de ello carece de fuerza para ahuyentar el pecado que cierra al hombre el camino de su realización. Por tanto, para salvarse, es preciso erradicar antes la fuerza de ese pecado, objetivo que sólo podrá lograrse con la ayuda que fluye de la obra de Cristo.

Quien recurre a la ley en busca de apoyo, corre el riesgo de verse decepcionado. En cambio, la ley ofrece al hombre una serie de estímulos, válidos para canalizar su vida hasta el punto de abocar a la plenitud existencial. Dios no dio la ley para que el hombre se salvara con ella. Entonces, ¿para qué sirve, en concreto, esa legislación? Tal es la pregunta que Pablo se hace con toda crudeza.

Y en este compromiso divino, ¿qué misión cumple la ley?

El apóstol parte del supuesto que el pueblo elegido, caso de haberse ajustado a las promesas divinas, habría logrado salvarse. Al no hacerlo, plugo a Dios darle un nuevo toque de alerta cifrado en orientar su existencia. Y fue entonces cuando apareció la ley. Esta, dice Pablo, fue añadida a la promesa. Ello indica que la salvación jamás ha de asociarse con esta última, pues no puede fluir de una simple añadidura. Ahora bien, ¿para qué añadió Dios la ley? La respuesta es categórica: ¡en orden a las transgresiones de los hombres! (Gal 3, 19).
Es ésta sin duda una de las expresiones más polémicas de todos los escritos paulinos: ¿Qué pretende significar con ella el apóstol? Aun siendo muchas las hipótesis fraguadas al respecto por la teología moderna, se impone el criterio de quienes ven en la frase un deseo de vincular la ley con la transgresión. Es decir, el apóstol sugeriría que la ley fue añadida por Dios, a fin que los hombres cometieran transgresiones. ¿Cómo es posible que sea tal el pensamiento paulino? ¿Acaso quiere Dios que los individuos sean transgresores?

Para asir la mente del apóstol, se impone encuadrar esta expresión en el conjunto de su pensamiento. Y éste asegura que sin ley no existe posibilidad de transgredir (Rom 7, 7-9). Aduce el dato de su experiencia personal para garantizar que sólo la ley le hizo tomar conciencia de su condición de transgresor. Pues bien, Dios, dando la ley al pueblo, le abrió con ella las puertas de las transgresiones.

Ello no indica, sin embargo, que Dios pretendiera convertir a cada individuo en empedernido transgresor. El sentir del apóstol es contundente: ¡Dios quiere que el pecador se salve! (Rom 5, 9; 10, 13). Compartiendo el pueblo la vivencia del pecado, Dios dejó sentir su designio salvífico a través de la promesa. Ello indica que, si el pueblo se hubiera fiado de Dios, habría tenido garantizada su salvación. Ahora bien, el rechazo colectivo de la promesa hizo que Dios optara por estimularle con una legislación que ciertamente no podría cumplir, pues para ello hubiera necesitado verse antes libre de su pecado.

Al no ser así, el pueblo carecía de fuerzas para cumplir las prescripciones al tropezar con la rémora de sus transgresiones. Dios pretendía, no que transgrediera, sino que se salvara. Mas, por haber rechazado la ayuda inherente a la promesa, «sólo» a fuerza de transgredir podía el pueblo tomar el pulso a su situación trágica y lanzar una mirada a Dios para pedirle ayuda. Y esto era precisamente lo que deseaba Dios.

Así pues, la ley hace que el hombre cometa transgresiones, cosa por lo demás obvia, dado que sin ella nadie puede cometerlas. La transgresión es posible a partir del momento en que una ley ordena o prohíbe algo. Al hombre le duele constatar su realidad transgresora, sobre todo cuando ésta pone al descubierto su mezquindad. No obstante, la vivencia de su pecado unida a su rechazo de la promesa hicieron que Dios le otorgara la ley mosaica para estimularle.

A fuerza de transgredirla, el hombre iba constatando su impotencia, que le hacía sentirse necesitado de una ayuda de Dios, el cual tenía decidido enviarle a Jesús como respuesta liberadora. Así pues, la trayectoria de la ley debía por necesidad abocar a Cristo. Tal es la tesis paulina, expuesta con todo esmero, a fin que los cristianos valoren la carga positiva de la legislación mosaica.

El legalismo, ¿puede convertirse en trampa para el hombre?

Si la ley no sirve para que el hombre se salve con ella, ¿cuál es su misión concreta? El apóstol, evocando la historia del pueblo elegido, recurre a la figura helénica del pedagogo (Gal 3, 24), esclavo a quien los señores encomendaban el cuidado de sus hijos hasta que éstos alcanzaran la mayoría de edad (Gal 4, 2).

El hijo en su estado de niñez era el pueblo elegido; el pedagogo, la ley. Esta tenía como misión encaminarle hacia Cristo, con quien el pueblo alcanzaría su mayoría de edad. Durante esta compleja andadura, el pueblo debió vivir en un régimen de esclavitud, ya que la ley en sí sólo puede esclavizar (Gal 4, 21-31). En el sentir del apóstol, la ley vendría a ser como el cauce destinado a canalizar la revelación divina.

Acaso para entender su pensamiento sea conveniente recurrir a un símil: Dios derramó agua abundante (gracia) sobre una enorme montaña (promesa) a fin que el hombre se lavara con ella de su mugre existencial (salvación). Mas para que las personas pudieran inmergirse en esa agua salvífica, era necesario que ésta abocara antes a un lago (Cristo). ¿Cómo lograr que todo el flujo del agua (gracia) desemboque en ese lago, donde el ser humano pueda limpiarse de la mugre provocada por su pecado?

El pueblo elegido, al no interesarse por el don de la promesa, corrió el riesgo de que toda la fuerza del agua salvífica acabara dispersándose. Para evitarlo, Dios le dio un cauce excepcional: ¡la ley! Su misión era clara: canalizar esa agua salvífica para que llegara de la montaña (promesa) al lago regenerador (Cristo). Y en este sentido, la función de la ley se presenta como sublime y decisoria.

El error radicó en el pueblo que, obsesionándose ante un puro encuadre legalista, tanto se fijó en el cauce (ley) que se olvidó del agua (promesa). Y sólo en ésta podía hallar remedio a sus males. El judaísmo llegó a enorgullecerse de una legislación que suponía mucho más depurada que las demás.

Ello provocó un obtuso engreimiento, ya que fomentó en el pueblo un espíritu legalista, donde interesaba observar las formas, aun cuando el interior de la persona fuera un foco de perversión.

Para desvirtuar tal enfoque formularon los profetas una sana teología de la interioridad (Os 6, 6; Am 4, 4; Is 1, 10-17). Pero el pueblo interpretó su doctrina desde el legalismo, privándola así de su potencial liberador.

Pablo sabe que la ley no fue dada para que el hombre se salve observándola. La razón es obvia: para cumplir lo prescrito en la ley, el hombre precisa sacudir antes el peso de su pecado ¿Cómo pensar, pues, que fuese dada para liberarle de su pecado? Tal supuesto es considerado absurdo por el apóstol (Gal 3, 21), quien esboza una visión ilusionada, mostrando cómo Cristo culmina la andadura de la ley. Y así la liberación del pecado sólo puede realizarse a través de Cristo, que empalma con la línea de la promesa, pues en él desemboca aquella agua (gracia) que Dios ofreciera al hombre para lavarse de su mugre existencial.

Los judaizantes pierden, por tanto, el tiempo si se empeñan en entronizar de nuevo la hegemonía de la ley. Esta ha fracasado como régimen de salvación (Gal 2, 16). ¿Por qué molestar, pues, a los cristianos, invitándoles a regirse de nuevo por parámetros legalistas? Quien así procede va en contra de los principios fundacionales de la comunidad cristiana, ya que ésta busca en Cristo la fuente de energía necesaria para erradicar el pecado. Y es en Cristo donde —¡qué claro lo ve Pablo!— se realiza la auténtica liberación del creyente.

CRISTO,
Cristo ¿sitúa al hombre más allá de la ley?

El designio salvífico de Dios culmina en un acto de amor. Sólo así se explica que Dios envíe a su propio hijo para que todos los seres humanos podamos compartir la filiación divina. Con ello quedan rotos los moldes de la religiosidad judía que, aferrándose al monismo divino, consideraba la divinidad como valor exclusivo de Yahvé (Is 2, 10-17; 12, 6).

Idéntico porte venía compartido por todas las religiones antiguas, donde no cabía la sola posibilidad de que el hombre se adentrara en el plano divino. Mucho menos podían imaginar que Dios se dignara compartir de algún modo con los humanos su divinidad. En cambio, Pablo demuestra que así ocurre cuando envía a su hijo como portador de esa ayuda salvífica ofrecida a quienes pugnan por su realización integral.
La religión cristiana rompe la tesis del monismo divino, mostrando cómo el ser humano puede de algún modo compartir la divinidad. De esta forma se proclama indirectamente la sublime dignidad del hombre, cuya condición de imagen divina (Gen 1, 27) le permite entablar un diálogo con Dios, pudiéndole denominar «padre» (Gal 4, 6). Y ello gracias a la aportación de Jesús, en quien culmina toda la ley (Rom 10, 4).

Así la obra de Cristo deja sin fuerza a la ley, cuya misión era temporal. Debía simplemente preparar al hombre hasta que éste alcanzara su mayoría de edad, objetivo que logra cuando (llegada la plenitud de los tiempos: Gal 4, 4) Dios envía a su hijo para liberarle de la esclavitud (ley) e introducirle en un horizonte de libertad (gracia), donde pueda disfrutar su condición de hijo, meta inasible mientras vivía atenazado por el pecado.

Con esto la religión cristiana resuelve uno de los problemas más candentes en la experiencia religiosa del hombre. Este siempre había anhelado infiltrarse en el plano divino para entablar un trato de igualdad con los dioses. Creía que con ello quedarían satisfechas sus más íntimas aspiraciones. La tradición bíblica comparte idéntica inquietud, denunciando la esterilidad de cuantos esfuerzos hizo el ser humano por adentrarse en el plano divino.

El hombre seguía convencido de que «sólo» un nexo directo con Dios tendría fuerza para liberarle de su angustia existencial. Pues bien, Pablo garantiza que tal nexo no sólo resulta posible, sino que viene a ser algo normal, pues con él consigue ser tratado como hijo por la divinidad (Gal 4, 7). Sin embargo, tal objetivo se logra no en base a los esfuerzos humanos, sino a un don gratuito de Dios, que decide dejar sentir su presencia en el mundo a través de su hijo (= Jesús).

El cristianismo enseña así que, para conectar con Dios, no es necesario infiltrarse en los dominios de la divinidad, al adentrarse ésta en el plano humano. La presencia de Cristo muestra que la salvación no exige al hombre hacerse igual a Dios, puesto que ya Dios se ha hecho igual a él. Aunque parezca lo mismo, el enfoque es antagónico.

En realidad, el hombre siempre creyó que para salvarse debía remontarse más allá de su propia limitación. Dios en cambio le enseña que para ello no precisa salir del plano humano, pues éste queda enaltecido con toda la grandeza de su hijo (Gal 4, 4-5). La presencia de Jesús (¡el hijo de Dios!) hace posible que cada individuo comparta una filiación adoptiva, en virtud de la cual se sienta vinculado con Dios en base a un nexo, no tanto de temor (ley), cuanto de esa confianza amorosa que infunde la obra del enviado divino (fe).

La presencia de Cristo brinda, pues, al hombre la posibilidad de situarse más allá de la ley, no porque ésta quede abolida, sino por instaurar Cristo una economía nueva regida por criterios de amor. Y la fuerza de la ley termina donde comienza a primar el amor. Quien explote los resortes de la dinámica amorosa, comprenderá que ésta exige una profunda actitud de fe, traducida en una entrega de vida, donde aflore el compromiso con la divinidad presencializada en Jesús, a quien los cristianos proclaman «mesías» en virtud de su triunfo pascual.

La economía cristiana se sitúa más allá de la ley para regularse por un nuevo módulo: ¡el evangelio! Tal es el sentir del apóstol, que esboza al respecto una hermosa teología del amor, dominada por criterios de índole vivencial, siendo la obra de Cristo su máximo aval y garante.

El evangelio ¿liberación por el amor?

Pablo sugiere que Cristo permite al hombre disfrutar de una plena libertad existencial (Gal 5,1). Por ello es absurdo empeñarse en implantar criterios de ley, ya que ésta se mueve en un marco de esclavitud. La persona libre queda situada más allá de la ley. Y ello no supone desprecio o ignorancia. Al contrario, la libertad rebasa los horizontes legales, por lo que no puede ajustarse a ellos. Quien respira aires de libertad no queda condicionado por los imperativos de la ley. Es posible que incluso cumpla cuanto ésta ordene, pero lo hará como exigencia de su compromiso de vida hacia cuanto fluye de la liberación.

Muchos puritanos tildaron al apóstol de laxo y ambicioso (2Cor 10, 12-18). Y sólo porque estimulaba a sus comunidades, invitándolas a regirse por parámetros de amor, el cual se ancla a su vez en el don gratuito que Dios brinda al hombre a través de la obra de Cristo (Rom 8, 31-39).

La tesis paulina era del todo acorde a los criterios fundacionales de la nueva experiencia religiosa, pues ésta proclamaba la hegemonía del resucitado. Era él quien había logrado ese sueño de liberación, que el judaísmo se empeñó en vincular con la ley. Esta había cumplido ya su cometido y quedó sin vigor una vez que Cristo instaurara el nuevo régimen de salvación (= evangelio).

El apóstol presenta la acción de Cristo de forma tal que cada creyente se sienta comprometido a integrarse en su dinámica. ¿Cómo? Explotando los resortes de una vivencia amorosa que, al rebasar las lindes de la horizontalidad (hombre-hombre), adquiera una perspectiva vertical (hombre-Dios). Sin embargo, el verticalismo del amor sólo resulta viable a partir de la horizontalidad (Gal 5, 14), ya que la presencia de Cristo (hombre-Dios) permite elevar las relaciones interhumanas al plano divino.

Quien se rija por este criterio, sintonizará sin duda con las pautas que marcara el «pneuma» (= espíritu) a la comunidad (Gal 5, 5). Y quien se deja guiar por el «pneuma» ya no está bajo la ley (Gal 5, 18). El amor queda así convertido en la norma suprema del cristianismo. Este ha de entablar con Dios un diálogo amoroso, que la presencia de Cristo priva de su pura verticalidad, dándole un sentido diagonal. De hecho, el hombre consigue relacionarse amorosamente con lo divino sin remontarse más allá del puro plano humano. Y todo ello gracias a Cristo, el hijo de Dios (Gal 4, 4).

Ahora bien, el amor es ante todo operativo y tiende a comunicarse. Quien se rija por su parámetro deberá reflejarlo en su existencia, la cual recibe con ello una plenitud de la que antes carecía, pudiendo así explotar unos resortes nuevos que ayuden a la realización existencial de los creyentes. ¿Cómo obrar de acuerdo con el amor? ¡Qué difícil resulta saberlo! Es mucho más fácil ajustarse a las exigencias de la ley, pues ésta las concreta en preceptos y normas. El amor en cambio no puede estamparse en módulos concretos. Pablo muestra, no obstante, cómo la vivencia cristiana cuenta con recursos suficientes para exigir a sus miembros situarse más allá de la simple ley y adoptar un porte amoroso que, regulando sus vidas, les libere de su angustia existencial.

La oferta del evangelio ¿cómo traducirla a vida?

A primera vista pudiera parecer aligera el compromiso religioso. No es así. Y Pablo es muy drástico sobre este punto. Evoca, de hecho, el programa de vida a que se obliga al creyente para explotar sus valores existenciales (Ef 4, 17; Gal 6, 1-2). Sólo una entrega decidida puede situarle más allá del ámbito de la ley. Y tal entrega exige que Cristo ocupe el centro de su existencia.

Para hacer viable ese compromiso, es preciso que el cristiano renuncie a cuantas situaciones puedan entorpecerle. En este sentido el evangelio se presenta como radical. Mucho se ha discutido en torno a su radicalismo. En él se han apoyado incluso quienes abogan por una vivencia cristiana donde imperen criterios de pura ascesis y renuncia, aunque no sea tal el sentir de la teología evangélica.

Pablo denuncia el rigorismo de cuantos buscan el refrendo de la ley como justificativo de su actuación personal. La ley no puede estimular al hombre, impulsándole a una dinámica realizante. Sirve más bien para impedir que se desvíe o inhiba en su propósito de entablar diálogo con la divinidad.

El cristiano, al contar con el apoyo de Cristo que le permite compartir la filiación divina (Rom 8, 14-17), no puede conformarse con criterios de ley, ya que ella sólo le ayuda a evitar riesgos y peligros. Y esto ya lo tiene garantizado en virtud de su vivencia crística, la cual queda así convertida en su propia ley. Mas tal vivencia sólo resulta viable desde un encuadre de fe, que exige regular la vida por el patrón que marca la entrega a Cristo.

La teología paulina sugiere que cada creyente recibirá premio o castigo en conformidad con sus obras pues así lo postula la justicia de Dios (Rom 2, 6-11), siendo por eso necesario un esfuerzo incesante por obrar bien. No basta, pues, blasonar de creyente esgrimiendo como argumento la fidelidad a la ley. Incluso hoy muchos cristianos se creen en el camino de la salvación «sólo» porque no transgreden sus preceptos. Tal actitud es en principio digna de elogio, pero insuficiente para situarse en el camino de realización existencial.

¿Cómo conciliar esa necesidad de las «obras» (Rom 2, 6) con la tesis sobre su inoperancia (Rom 3, 20; Gal 2, 16)? Debe advertirse que Pablo unas veces alude a las obras de la ley, las cuales carecen de capacidad salvadora. Otras en cambio piensa en las obras del cristiano, cuya fuerza salvífica es patente, debido al hecho de apoyarse en la dinámica del resucitado. Para el apóstol la experiencia cris tiana es todo menos pasivista, pues invita a romper cuantas barreras bloquean el compromiso crístico del creyente. Este deberá abocar incluso a situaciones conflictivas, donde se impone optar siempre por la realización, aun cuando le exija un sinfín de renuncias.

Vista así, la praxis, cristiana es una de las más radicales. Sólo que mientras otras cimentan su radicalismo en el estricto cumplimiento de normas y leyes, la nuestra lo hace gravitar en torno a un sincero espíritu de entrega a Cristo, cuyo reino se intenta expandir en el mundo. El cristiano queda invitado a actuar con una entrega incondicional, de forma tal que sus actos sean expresión de ese amor que le infunde su compromiso crístico. Quien engarza con el resucitado no puede menos de reflejar en su vida un espíritu de lucha por un mundo mejor. Y ello se traducirá en una actividad, donde las obras sean expresión de esa vivencia realizante, que Cristo brinda a la comunidad a través de su «pneuma» pentecostal.

4. LA IGLESIA. ENTRE LO SANTO Y LO PROFANO

Fuera de la Iglesia ¿no es posible salvarse?

Quien se adentra en el proyecto salvífico de Dios poco tarda en constatar cómo éste, si se ajusta a un módulo evangélico, clama por coordinar esfuerzos a nivel de humanidad. Es decir, la oferta salvífica exige que cada ser humano brinde una adecuada respuesta, pero no sólo como persona concreta sino también como integrante de un mundo con ansias de plenitud. Esta, tal como se infiere del evangelio, sólo se alcanzará si los esfuerzos humanos se canalizan a través del módulo eclesial. Unicamente la Iglesia, al encarnar la dinámica evangélica, puede ofrecer resortes con marchamo de salvación.

Siendo este enfoque claro para nosotros, las dificultades surgen al fijar las lindes de la comunidad eclesial. Cierto que ésta ha de anclarse en la experiencia de Pentecostés. Pero ¿dónde descubrir hoy la expresión comunitaria de aquel singular evento? Sobran quizá visiones de Iglesia. Cada confesión, que se autopresenta como cristiana, cree encarnar la dinámica pentecostal. Y esto suele traducirse en exclusivismos exasperantes.

Es frecuente aferrarse al famoso axioma paulino: «fuera de la Iglesia no hay salvación». Nadie impugna la validez de este aserto. Menos claras son las conclusiones que de él se infieren, pues muchos excluyen sin más del proceso salvífico a cuantos no engarzan con su visión eclesial.

Por desgracia, este encuadre se ha mantenido con tesón en algunos sectores del catolicismo, abocando a actitudes engreídas, donde sólo ellos se juzgan aptos para optar a una salvación auténtica. ¿Y el resto de la humanidad? ¡Condenada!

Este planteamiento absurdo incurre en una petición de principio, dando por demostrado lo que debería probar. Porque, en realidad, ¿qué ha de entenderse por Iglesia? Cierto que fuera de ella nadie se salva. Mas ¿cuáles son sus auténticos horizontes? Muchos críticos para clarificar este tema tratan hoy de esgrimir criterios distintos. ¿Cómo? En vez de partir del concepto de Iglesia, comienzan fijándose en la idea de salvación. Y su argumentación queda así: dado que fuera de la Iglesia nadie puede salvarse, véase hasta dónde alcanza de hecho la salvación y se habrán delimitado con ello los horizontes de la comunidad eclesial.

Este planteamiento es mucho más sano, pues permite revisar el concepto mismo de Iglesia dentro de la experiencia religiosa del hombre. Esgrimiendo tales criterios, mal se puede soslayar la siguiente pregunta: ¿qué se ha de entender realmente por Iglesia? Es obvio que la respuesta se haya de buscar en la reflexión neotestamentaria. Se trata, en realidad, de un concepto acuñado en los orígenes mismos de la experiencia crística. Y a él se deberá ajustar quien pugne por una visión eclesial con fuerza para liberar al hombre del acoso de su propia angustia.

Quien tal hace, no tarda en comprobar que fue Pablo quien acuñó el concepto de «ekklesia» (= Iglesia), puesto que la tradición evangélica sólo lo utiliza dos veces (Mt 16, 18; 18, 17) con claro influjo de los escritos paulinos. Estos formulan una tesis eclesiológica, según la cual la comunidad cristiana encarna el espíritu del antiguo «qahal» (asamblea) hebreo, si bien con un cariz nuevo, debido a su vivencia pentecostal.

Se sirve de «ekklesia» bien para designar a las comunidades locales (1 Cor 1, 2; 2Cor 1, 1; 8, 1; Gal 1, 2.22...), bien para abarcar a cuantos creyentes comparten el sano deseo de vivir de acuerdo con las exigencias de pentecostés (1Cor 10, 32; 12, 28; 15, 9; Gal 1, 13...). Incluso en ocasiones llega a aplicarlo a la misma comunidad familiar (Rom 16, 5.23; 1Cor 16, 29; Flm 2).

Ese uso plurivalente del concepto dificulta aún más todo intento de ofrecer una definición precisa de Iglesia. Y es que el apóstol jamás lo hace. Por ello se ha gestado una amplia gama de visiones eclesiológicas, que no siempre empalman con el sentir de la tradición neotestamentaria. Cierto que ésta no define a la «ekklesia», pero da las pistas suficientes para evitar los riesgos de un desviacionismo eclesial.

De hecho, jamás podrá armonizarse con la visión bíblica de Iglesia todo intento de reducirla a una simple ideología filosófico-política o de encuadrarla sin más en un puro módulo estructural. ¿Cómo canalizar de forma adecuada el flujo eclesial que se desprende de la reflexión neotestamentaria? La respuesta debe buscarse en los escritos paulinos, por ser en ellos donde se definen con más nitidez las lindes válidas para fijar el concepto genuino de la Iglesia de Cristo.

La Iglesia ¿en qué sentido es «cuerpo de Cristo»?

El apóstol expone este tema en diversos escritos, si bien no siempre con idéntico criterio. De hecho, en 1 Cor 12, 12-30 esboza una concepción muy simplista. Viendo las luchas intestinas que corroían a la comunidad corintia, intenta serenar sus ánimos, demostrándole cómo cada creyente debe ocupar un lugar concreto dentro de la comunidad. En ella nadie es más ni nadie es menos.

Todos comparten la dinámica del resucitado, cuyo cuerpo triunfal se encarna en cuantos vivencian la misma fe. Así el cuerpo del resucitado rebasa las lindes de la materia para reivindicar una dimensión vivencial, ya que se presencializa en cada creyente que el apóstol define como miembro al servicio de todo el organismo. La Iglesia, pues, en cuanto cuerpo de Cristo, sería la resultante de una simbiosis entre el cuerpo real del resucitado y los miembros de la comunidad eclesial.

Tal visión, que peca de excesivo simplicismo, pretende demostrar ante todo que la vida de cada cristiano está de algún modo al servicio de toda la comunidad eclesial. Por tanto, ha de sentirse miembro útil de un organismo armónico, cuya vivencia pentecostal le convierte en el cuerpo real del resucitado.

El mismo símil aflora en los escritos de la cautividad, pero con un encuadre del todo distinto. Aquí se emplea en sentido metafórico, por más que la metáfora presente una fisura imperdonable. De hecho, por una parte define a Cristo como cabeza de la Iglesia (Col 1, 18), mientras ésta queda por otra convertida en cuerpo de Cristo (Ef 4, 12). El apóstol se inspira, por supuesto, en el símil del organismo humano tal como hiciera ya en 1Cor. Pero con una salvedad. Ahora su visión depurada supone que Cristo (= cabeza) se diferencia de la Iglesia (cuerpo).

¿Queda, por tanto, Cristo fuera de la Iglesia? Así lo sugiere la metáfora paulina, si bien un análisis más hondo invita a pensar que la comunidad eclesial ha de estar plenamente integrada en la dinámica crística, la cual la penetra hasta sus más remotas junturas (Col 2, 19), infundiéndole toda su savia vital (Ef 4, 16).

La pertenencia a la Iglesia exige, por tanto, un engarce con la savia que el resucitado ofrece a toda la creación, cuya primogenitura ejerce de derecho. Pues bien, cuantos truecan tal derecho en dominio real, quedan convertidos sin más en parte integrante de su cuerpo, reivindicando con ello categoría eclesial.

Para pertenecer a la Iglesia crística, el apóstol no marca ningún requisito de índole estructural. Se limita a bucear en el tema de la incorporación, la cual fluye a su vez de ese orden cósmico impuesto por el creador, pero truncado por el pecado. Cristo quiere reordenar el conjunto creacional, constituyéndose para ello en fuerza suprema del cosmos. Sólo que éste no siempre reacciona ante el reto crístico. Cuando sí lo hace, el cosmos queda convertido en Iglesia.

Se ve, pues, cómo todo individuo forma en principio parte de ese conjunto creacional, al que Dios impusiera un orden que el pecado quebró, siendo Cristo quien intenta restaurarlo con su acto redentor. Por tanto, para pertenecer a la Iglesia basta recobrar el orden que Dios infundiera al cosmos. ¿Cómo lograrlo? Integrándose en la dinámica del resucitado, que Pablo presenta como un proceso de incorporación crística. Siempre que así ocurre, el individuo, sin perder su condición de ser creacional, queda además convertido en ser eclesial.

La Iglesia ¿engloba también los valores profanos?

La tradición cristiana ha tendido a establecer una neta diferenciación entre el ámbito eclesial y el mundano. El primero estaría representado por los valores sacros, mientras en el segundo imperaría el profanismo. Tal dicotomía teológica fomentó un espíritu de aislamiento, cifrado en evitar toda posible «profanación».

Ello respondía sin duda a una concepción dualista del cosmos, que halla su mejor exponente en los escritos joánicos donde se establece una diferencia radical entre comunidad crística y mundo (Jn 15, 18-27). Este último sería expresión de las fuerzas caóticas que pugnan por domeñar al hombre y esclavizarlo. Jesús en cambio habría lanzado un reto a su comunidad, invitándola a mantenerse alejada del mundo, pues sólo así podría respirar auténticas categorías crísticas (Jn 17, 13-29).

Este enfoque joánico es válido, pero siempre que se adecue a los módulos dualistas en los que se inspiró su autor. Lástima que la tradición eclesiástica haya absolutizado tal doctrina, convirtiéndola en criterio supremo de identidad eclesial.

La visión paulina es radicalmente opuesta. Parte, en realidad, de una concepción optimista del mundo visto como una obra en la que Dios ha vertido sus propias perfecciones. La eclesiología paulina está, en consecuencia, impregnada de aroma cósmico, al evocar cómo Dios deja sentir su presencia en el conjunto creacional. Tal enfoque excluye que Dios pueda ser descubierto sólo en las realidades sacras. Todo el universo clama por convertirse en portavoz de la divinidad.

Ello es del todo obvio, ya que Dios se dimensiona con él en cuanto creador. Ocurre, no obstante, que el pecado bloquea de hecho todo diálogo entre creador y creatura. Pues bien, sólo erradicando su fuerza podrá restaurarse el orden creacional. Para lograrlo, Dios envía a su hijo, cuya obra liberadora tiende a abarcar toda la creación, por más que el pecado siga levantando barreras infranqueables. ¿Cómo quebrar su poder? ¡Cristo es la respuesta!

El apóstol esboza una visión, donde la fuerza liberadora de Cristo debe hacerse extensiva a toda la creación. Sólo que la creación, cuando se ve penetrada por tal fuerza y se ajusta a sus exigencias, queda sin más convertida en Iglesia. Esta visión paulina invita a preguntar si la gran labor del cristianismo debe centrarse en «eclesializar» todos los resortes cósmicos o, por el contrario, en «mundanizar» toda su dinámica eclesial.

Aunque ambas opciones parezcan idénticas, claman por una concepción de Iglesia muy otra a la que suele privar en distintos sectores del cristianismo, donde se aboga por una eclesiología cuyo hermetismo estructural la distancia del resto de la creación. En cambio, el apóstol cifra el compromiso eclesial en difundir la vivencia de Cristo en el resto del mundo, para que éste pueda compartir el privilegio de la incorporación crística, integrándose así en la dinámica eclesial.

Con ello se abren las puertas a una Iglesia cósmica. ¿Cómo justificar tal encuadre? Quizá la respuesta deba buscarse en la propia eclesiología paulina, donde la comunidad eclesial, al ser «plenitud» de Cristo, ha de comprometerse a expandir su hegemonía hasta los últimos confines del orbe.

Cristo ¿en qué sentido es «plenitud» del cosmos?

El apóstol concede excepcional importancia al concepto de «plenitud» (= pleroma), que aplica indistintamente a Dios, a Cristo y a la Iglesia. Ello demuestra ya de por sí cómo tal «plenitud» es plurivalente, haciéndose aún más difícil su recta comprensión desde el momento que viene puesta en relación directa con el mundo.

Así lo sugiere un análisis de la tradición veterotestamentaria, donde Dios viene presentado como «plenitud» del universo (Jer 23, 24; Sal 139, 13; Job 29, 24-26; Sab 1, 7). Mientras éste a su vez permite que Dios explote su poder creador a medida que lo va llenando. Se llega incluso a establecer un nexo de identidad entre Dios y el universo, sólo justificable desde el creacionismo, pues de lo contrario se abocaría al panteísmo emanantista (Eclo 43, 27).

Pablo engarza con esta tradición, si bien pone en evidencia cómo Dios hace cesión a Cristo de esa «plenitud», para que él la ejerza a su vez sobre el universo. Cristo recibe, pues, de Dios la encomienda de llenar todo el cosmos con su fuerza liberadora. ¿Cuándo y cómo lleva a término tal misiva?

La respuesta debe buscarse en el gran himno cristológico de Pablo (Col 1, 15-20). Allí afirma el apóstol que Cristo recibe tal «plenitud» cuando reconcilia el universo (Col 1, 19). Se trata, no obstante, de un texto muy controvertido por plantear un interrogante vital: ¿de quién recibe Cristo su «pleroma» (= plenitud)? A primera vista parece ser Dios el autor de tal encomienda. Sin embargo, el sentido gramatical del texto sugiere que la misma «plenitud» de la divinidad reposa en Cristo en virtud de su función como creador y reconciliador.

Ahora bien, ¿en qué sentido ha de entenderse aquí la obra creadora de Cristo? Este viene presentado como primogénito de toda una creación (Col 1, 15b). Muchos autores lo entienden aplicado a la creación misma del cosmos. De ser así, la frase exigiría un artículo determinado («prototokos pases tes ktiseos» = primogénito de toda la creación). Al no aparecer tal artículo, algunos críticos sugieren que el apóstol piensa en la primogenitura de Cristo sobre una creación. ¿Cuál? La que el propio Cristo instaura con su acto redentor, que inauguró un nuevo orden en el cosmos, al comenzar a vibrar la energía que fluye de su resurrección.

Así se comprende que cuantas realidades integran esa nueva creación se presenten como hechas en y para Cristo. La mediación de Cristo es clara, pues sólo gracias a su obra redentora comienza el universo a vivir de forma nueva, pudiéndose por ello hablarse de una nueva creación, cuyo eje coordinador sea el propio Cristo.

Ello justifica que el apóstol, presentando a Cristo revestido con la «plenitud» divina, signifique no tanto una visión personalizada de Dios cuanto una visión de su divinidad que, si bien se distingue del mundo, no puede separarse de él. Tal «plenitud» la había adquirido Dios en virtud de la creación, con lo que el universo queda integrado en esa «plenitud» divina.

Pablo sugiere que tal «plenitud» reposa en Cristo, por lo que todo el universo queda en cierto modo fusionado con él. Es como si la sabiduría creadora de Dios se revistiera de carne (= Jesús) para renovar con su obra redentora (= reconciliación) a la universalidad de las criaturas. Se trata, por tanto, de una nueva creación, cuyo líder indiscutible es Cristo.

El apóstol señala así los nexos que median entre Cristo y el cosmos. Los frutos de la reconciliación crística han de extenderse, pues, a todo el universo sin excluir tampoco a las mismas criaturas angélicas (Col 1, 20b). Con ello la eclesiología paulina reivindica una clara perspectiva cósmica, pues no en vano Cristo, en virtud de su misión creadora y reconciliadora, integra de algún modo en él a todo el universo, que comparte así la «plenitud» de su divinidad.

¿Qué lugar ocupa la Iglesia en este proceso? Ya se vio antes que el apóstol presenta a la propia Iglesia como «plenitud» de Cristo (Ef 1, 23). En consecuencia, si Cristo recibe de hecho su «plenitud» gracias a sus nexos con el universo, cabe preguntar si la eclesiología paulina puede «estudiarse» al margen del conjunto creacional, el cual, en virtud del acto redentor, se halla vinculado también a Cristo.

La Iglesia ¿cómo se ha de proyectar hacia toda la creación?

Un análisis minucioso del concepto «pleroma», a la luz de los escritos de la cautividad, deja en claro que la auténtica «plenitud» crística está en función del cosmos y a su vez de la Iglesia. Uno y otra reciben la fuerza reconciliadora del acto redentor. Existe, no obstante, entre ambos una diferencia sustancial. Mientras la Iglesia da un sí a Cristo (= incorporación), el resto de la creación permanece impasible.

Ello no indica que Cristo no esté allí, sino simplemente que no halla la respuesta necesaria para que el mundo vibre al ritmo de su vivencia, pudiendo beneficiarse así de los privilegios inherentes a esa reconciliación cósmica que arranca del acto redentor.

Tal encuadre, que se ajusta al sentir eclesiológico de Pablo, invita a replantear toda la teología y la praxis misional. Esta siempre pensó que el paganismo, por no conocer a Dios, queda desconectado de Cristo. Tal supuesto se presenta como falso desde el momento en que la fuerza del acto redentor abarca a todo el universo.

Cristo está presente también dentro del ámbito de la gentilidad. Ningún misionero puede, por lo mismo, arrogarse el privilegio de llevar al mundo pagano la luz de Cristo. ¡Está ya allí! Ocurre, no obstante, que la gentilidad no ha sabido o no ha querido reaccionar ante el reto lanzado por esa luz crística. Y entonces es cuando la Iglesia tiene algo que ofrecer, pues ella sí ha respondido a cuanto Cristo le brinda en su acto redentor.

La comunidad eclesial se diferencia del resto de la creación, no en el conocimiento de la realidad crística, sino sólo en su aceptación. Por ello los misioneros pueden poner a disposición del mundo pagano su propia experiencia eclesial para que ésta le a ayude a dar a Cristo la respuesta exigida y quede incorporado a él, es decir, a la Iglesia. El apóstol abre así los horizontes de la comunidad eclesial mostrando cómo ésta debe dar una respuesta vivencial al reto lanzo por Cristo.

Aplicando estos criterios, resulta fácil comprender que la comunidad eclesial jamás debería sentirse desvinculada del resto de la creación. Ambas se hallan unidas por esa «plenitud» crística que las convierte en una «nueva creación». Ahora bien, la Iglesia se sabe incorporada de hecho a la obra liberadora de Cristo. En ella los creyentes comparten la fuerza de la cristificación, cifrando su máximo afán en expandirla hacia el conjunto creacional, para que logre toda su eficacia real la función reconciliadora de Cristo.

Así pues, al esgrimir criterios de evangelización, puede cuestionarse la conveniencia de «eclesializar» al mundo. ¿No sería mucho más lógico afanarse por «mundanizar» a la comunidad eclesial, buscando la forma de que su vivencia crística sea compartida por el resto de la creación, sin necesidad que ésta se mueva de donde está, pues cuenta ya con la presencia vivificante de Cristo?

En otras palabras, la evangelización, vista desde la eclesiología paulina, ha de esforzarse, no tanto por presencializar a Cristo en el mundo (¡ya está allí!), cuanto por cooperar a que el mundo se ajuste a las exigencias crísticas. Tal enfoque conlleva el más profundo respeto hacia cualquier módulo de expresión religiosa, dado que en él Cristo tiene también acceso. Sólo hace falta que el hombre dé la respuesta adecuada. Cuando así ocurre, el mundo (¡sin dejar de ser lo que es!) se va convirtiendo en Iglesia.

En esta visión de Iglesia ¿qué misión cumple la estructura?

Desde los primeros tiempos la comunidad cristiana buscó el apoyo del estructuralismo. Aun cuando se supiera dirigida por el impulso de «pneuma», quiso tener la garantía de asir su fuerza genuina. ¿Cómo? Muy pronto vio cómo los ángeles (Hch 4, 31; 15, 6...) y concretamente Pedro (Hch 1, 15; 4, 8...) se erigían en sus líderes religiosos.

El primado de Pedro es algo que hoy la crítica da por cierto, aun cuando lo ejerciera más desde el servicio que desde la autoridad. La estructura sirvió, pues, para que la comunidad, evitando los riesgos de un desviacionismo doctrinal o fáctico, se mantuviera siempre en conexión con el impulso pneumático de pentecostés.

La estructura viene postulada por la limitación de los creyentes, que se arropan en ella para hacer frente a los envites de su egoísmo. Conforme va superando la comunidad algún aspecto de su porte limitado, obvio es que varíen también ciertos resortes de su módulo estructural. Y es que el hombre nunca debe servir a la estructura, sino todo lo contrario. Por eso resulta absurdo caer en la trampa de un estructuralismo hermético que cercene la inquietud del creyente.

La visión eclesiológica de Pablo se centra tanto en los valores crísticos que apenas pone énfasis en el módulo estructural. Cierto que éste es necesario, acreditándolo la andadura de la comunidad. Mas ella deberá ir modificando sus módulos estructurales a tenor de sus propias exigencias. Nadie niega que incumba al estamento jerárquico fijar el módulo estructural más ajustado a las necesidades de la comunidad. Pero ésta ha de cooperar también a la hora de buscar nuevos cauces de canalización orgánica.

Si en algún momento la estructura se convirtiera en freno para la comunidad, traicionaría su cometido. No en vano la Iglesia es una entidad religiosa anclada en criterios de índole vivencial, que la impulsan hacia una renovación continua. La Iglesia no puede regirse por estructuras estáticas, donde se frenen los estímulos de vida. Cierto que la estructura es por definición estática. Pero la fuerza crística de la comunidad marca las pautas para que vaya modificando módulos en conformidad con las exigencias de los creyentes. Estos no pueden ni vivir sin estructura ni dejarse asfixiar por ella.

La Iglesia estructural es la que hemos logrado hacer los hombres. En ella aflora nuestra limitación, por más que Cristo siga imponiendo su norma de vida. Resulta, por lo mismo, ingenuo esgrimir puros criterios estructuralistas a la hora de revisar nuestra identidad eclesial. Esta clama por categorías crísticas, tal como sugiere el evento pentecostal.

Pablo marca directrices concretas, evocando cómo la esencia de la comunidad eclesial radica en su incorporación crística. Al no poder los creyentes lograrla de forma plena, han de apoyarse en un módulo estructural, para que éste les estimule a afrontar el conformismo de su indolencia, cuya raíz última ha de buscarse en el pecado.

La estructura sirve en último análisis, para que la comunidad pueda realizar su andadura, de tal modo que la limitación de quienes la integran vaya menguando en base a esa plenitud que Cristo les brinda. Y así la Iglesia estructural va despejando incógnitas con lo que se acerca cada vez más a esa comunidad crística, sita en un hipotético horizonte futuro. En él la Iglesia y el mundo se convertirán en un binomio de integración armónica, alcanzando así el cosmos su plenitud crística.

La Iglesia ¿cómo ha de activar los resortes crísticos?

Cristo, al ser cabeza de la comunidad eclesial, debe marcarle las pautas a seguir para que logre su cometido. De hecho, sin Cristo (= cabeza) no se concibe la subsistencia de la Iglesia (= cuerpo). Así pues, la expansión de la comunidad deberá regirse siempre por criterios crísticos. Es falso suponer que su crecimiento esté en función del número de creyentes. Tal tema ha de plantearse más bien con criterios cualitativos, viendo cómo la comunidad eclesial se expande en base a la savia recibida de Cristo.

¿Cómo lograr un crecimiento real de la Iglesia (cuerpo), cuando Cristo (cabeza) permanece siempre igual? El apóstol despeja esta incógnita esgrimiendo unas metáforas donde Cristo viene presentado como piedra angular (Ef 2, 20-22) y cabeza de la Iglesia (Ef 4, 16; Col 2, 19). En tal caso, ésta queda convertida en un «templo» (piedra angular) y en un «cuerpo» (cabeza).

«Cuerpo» y «templo» se complementan mutuamente, pues el apóstol sugiere que conforme la edificación crece, aumenta también el cuerpo para la edificación de sí mismo. Uno y otro son presentados como compactos. Por otra parte, la fuerza vital que fluye de la cabeza alcanza al cuerpo hasta en sus últimas articulaciones y junturas. Tales expresiones son simbólicas y aluden a los miembros de la comunidad eclesial, mostrando cómo cada uno ha de aportar su propio carisma.

Un examen sereno de los textos sugiere que el aumento de «todo» el cuerpo y de «todo» el edificio no ha de tomarse en sentido cuantitativo, como si una parte fuera adosándose a otra tanto en el cuerpo como en el templo. El apóstol parte de otro supuesto, desde el momento en que presenta a Cristo como fuente de toda la fuerza vital. Y Cristo, una vez recibida su glorificación (triunfo pascual), ya no puede adquirir ningún crecimiento personal.

A pesar de ello, cuantos se alimentan con savia crística pueden crecer en Cristo. Así se explica que deban poner todo su afán en adecuarse a su modelo (Ef 4, 13), pues en ello consiste su realización. Cada creyente queda invitado a crecer hasta conseguir la estatura de Cristo, asemejándose en lo posible a él.

Para alcanzar tal meta dispone de toda su vida, que ha de experimentar un crecimiento incesante. Mas éste se realiza de forma cualitativa, es decir, en base al grado de cristificación. Así pues, a mayor cristificación de los creyentes, más aumento del templo y del cuerpo de Cristo (= Iglesia).

La Iglesia ha de anclarse, por tanto, en postulados crísticos, si desea realizarse de forma auténtica. Ello le resulta viable por tener a Cristo como cabeza, función que éste ejerce a su vez sobre el conjunto creacional. En consecuencia, el aumento de la comunidad eclesial ha de traducirse en un esfuerzo por lograr que la creación entera se vaya incorporando en Cristo. Para ello se precisa no que todo el mundo comparta idénticas estructuras socioreligiosas, sino que se ajuste a las exigencias del acto redentor. Cuando esto se consiga, se habrá gestado el famoso «Cristo cósmico» (T. de Chardin), expresión recibida con sumo recelo por un sinfín de cristianos, que ven en ella atisbos de panteísmo.

Dígase, al respecto, que es válido hablar de un «Cristo cósmico» siempre que se esgriman categorías bíblicas y no filosóficas. La revelación neotestamentaria garantiza que Dios infunde a Cristo (resucitado) una fuerza («dynamis») capaz de vivificar a cuantos quieran convertirle en el centro de su existencia. Así pues, el propio resucitado se va haciendo «más» Cristo cuanto mejor va viviendo el mundo esa fuerza crística que Pentecostés brinda a toda la humanidad.

Tal fuerza viene compartida por los cristianos, quienes cooperan así a «engrandecer» el ámbito operacional del resucitado. Con ello se va dando cuerpo al Cristo eclesial, que no es otro que el propio Cristo individual. Mas éste recibe con ello una nueva plenitud que va intensificándose conforme se amplían los horizontes de esa «dynamis» pascual.

El apóstol sugiere que ha de llegar el momento en que tal fuerza crística penetre de hecho en toda la humanidad y, al dar ésta la respuesta adecuada, Cristo se habrá convertido en el centro de su existencia. Y así se fraguará ese «Cristo cósmico», dueño absoluto de toda la creación. Entonces (¡sólo entonces!) habrá alcanzado la Iglesia su plenitud.

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